Por Rencoria
Te descubrí escondida detrás de una sonrisa nerviosa. Tu mirada exploraba la habitación, como buscando algo en que posarse, un punto al cual aferrarse para deshacerse de aquella fingida timidez. Para mí, esa noche todo se reducía a mirarte, olerte, a saberte cerca. Ya no éramos unos niños, es cierto, pero había entre nosotros como un aura de inocencia o de locura. Ambos de pie, frente a frente, observándonos: tu desnudez hacía juego con mis ganas de saberte. Luego, acercarse, reducir la distancia y aumentar el deseo, vibrar por dentro. Mis manos inexpertas de ti, que hasta entonces ignoraban las texturas de tu cuerpo, no eran capaces de decidir entre la caricia suave y la tosquedad de un roce. Tocarte, tocarnos: recorrerte la piel pausadamente con los dedos, con los labios, deteniéndome en cada lunar, explorando cada pliegue: descubriéndote. Acariciar tu rostro; besar tus párpados, tu nariz, tu boca. Mis manos se posaban sobre tus hombros, en tu espalda, trayéndote hacia mi, resbalando pausadamente, deteniéndose en tus nalgas. Yo intentaba memorizar tus besos cada vez más largos y profundos, por si el olvido, o por si el recuerdo. Sentía cómo tu cuerpo se iba convirtiendo todo en una tibia y húmeda caricia entre mis manos. Intuí apenas cómo caminábamos torpemente los últimos tres pasos, con nuestras piernas enredadas, sin despegar los labios, respirándonos, hasta alcanzar la cama que era como la última frontera, el punto de no retorno. Tú sobre tu espalda y yo sobre ti, besando tu cuello, deslizándome hasta rozar tus pezones ahora duros, sintiendo tus manos enredadas en mi cabello, escuchándote jadear, gemir un poco con cada beso, con cada pequeño mordisco. Mis manos acariciaban tu pecho y mis labios insistían en tu ombligo, tratando de vencer la resistencia. Tus manos intentaban detenerme, pero me guiaban a la vez, instándome a seguir, a encontrarte en aquél beso profundísimo y cálido y envolvente. Besarte; tocarte, recorrerte. Sentir tu espalda arqueándose mientras mis manos apretaban tu cintura. Escuchar tu voz casi suplicante mientras yo besaba aquella boca tibia y vertical. Luego, después de una eternidad, me obligaste a desandar mis besos, a regresar a tu vientre, a tus pechos, a tu cuello, a tu boca. Presentí cómo tus piernas se abrían un poco más y todo era tan natural: entrar en ti era como si finalmente hubiese descubierto una parte de mí que siempre había estado esperándome, como si tu cuerpo fuese el molde que terminaba con mis ausencias de una vez y para siempre. Poco a poco, moviéndose lentos, casi autónomos, era como si nuestros cuerpos comenzaran a reconocerse, a familiarizarse, a compartir sus soledades y sus desatinos. Y todo aquél deseo se convertía en placer, en todo aquello que éramos ahora, en algo diferente a ti o a mí, a tu cuerpo o a mi cuerpo. Nos transformábamos en voluptuosidad, en gemidos, en sudor, en algo que era casi como furia que salía por nuestros poros y nos separaba, entrelazándonos al mismo tiempo. El mundo desaparecía, se olvidaba de nosotros como nosotros de él. Y ya cerca del final todo se mezclaba como en un coágulo metafísico: tus manos clavándose en mi espalda, mis labios en tu boca, tu voz gritando mi nombre, yo muriendo un poco dentro de ti.
En el fondo, desde un disco viejo, la trompeta de Dizzy Gillespie parecía salir y entrar a voluntad de aquella tibia realidad de incienso y vino tinto, en una especie de movimiento dialéctico: yo-tú-nosotros-ustedes-ellos. La música -ese maldito jazz- transportaba nuestra desnudez a otras dimensiones, montada en aquellas notas que se desgajaban y caían sobre nosotros, sobre nuestros cuerpos exhaustos, empapados, oliendo a sexo y a sudor. Luego, poco a poco el silencio, devolviéndonos de golpe a la destemplada realidad de aquél estar ahí, de aquella cama dura y de aquel cuarto repleto de libros y botellas vacías y soledades. Y como siempre, pensar de nuevo en el artículo que tengo que escribir porque de algo hay que comer; recordar la estrechez del tiempo, levantarse al baño, orinar, tirarse un pedo, volver a ser humanos. Yo hubiera querido que te quedaras un poco más para observarte ahí, recostada en mi cama, y luego acercarme y recorrerte la piel con las yemas de mis dedos, y besarte de nuevo, y hacerte el amor. Pero no, «hoy no me es posible», dijiste. «¿Te volveré a ver?», pregunté, sabiendo que no. La desesperanza me invadió cuando te levantaste y comenzaste a vestirte lento. «Te lo prometo» dijiste sonriendo. Tomaste los cincuenta dólares que había dejado en el buró, te dirigiste hasta donde estaba yo, desnudo todavía, me diste un beso indiferente y saliste de la habitación, dejando tras de ti una estela de frío desencanto. Por la ventana se alcanzaban a ver las luces de los autos que transitaban por la carretera. Algo como un recuerdo quiso salírseme por los ojos. Me acerqué hasta mi escritorio, recogí del suelo un libro, y lo patético de la escena casi me hizo reír: el libro era: Concierto para un hombre solo, de Samuel Ronzón. Ja, ja.
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