lunes, noviembre 16, 2009

Un sol cirquero

Llegamos quince minutos antes de que empezara la función. Cosa rara porque, ambos, cada uno por nuestro lado, somos bastante puntuales. Pero juntos, se nos acumulan las demoras, y tendemos a hacer nuestra llegada a cualquier lugar un tanto (un)fashionably late. Sobre todo cuando importa llegar temprano. Como siempre, yo tenía mis reticencias de viejito amargoso, mi típica desconfianza contra casi todo. Me molestaba la posibilidad de algún embotellamiento durante el trayecto, la terquedad del clima indeciso (entre el calor y el frío) de las cuatro de la tarde tapatías, la sospecha de que algo mancharía el flujo terso de las cosas (que hasta entonces habían salido bien). Pero no: los boletos estaban en el bolsillo interno del saco (verifiqué tres veces, por si se habían salido de alguna manera extraña de éste, y volado por la ventana del auto sin que yo me diera cuenta); el tráfico estaba bastante ligero; la comida había estado sabrosa y para colmo de bienes, había bastante lugar en el estacionamiento. Nos bajamos del auto y nos dirigimos a la carpa donde se desarrollaría el espectáculo. El contraste fue delicioso: afuera, una luz cegadora; adentro, la total oscuridad, rota apenas por unas tenues lucecillas. Desde el fondo una chica, linterna en mano, muy amablemente nos solicitó los boletos. Éstos tenían una leyenda que decía “VIP”, por lo que no tuvimos que hacer ningún tipo de fila, y fuimos llevados hasta nuestros sitios. Y zas, que ocurre el único desperfecto de la tarde. Resulta que en el lugar en el que me tocó sentarme, había un enorme poste que servía tanto de sostén para el escenario, como de tramoya para que iluminadores y efectistas hicieran su trabajo. Pensé en pedir que lo quitaran, pero esa operación hubiera llevado varias horas y, como todo había salido bien hasta entonces, no tenía intención de retrasar el show. Laclau, hábil y móvil, se levantó de su asiento y se paró frente a una de las chicas que jugaban el papel de edecanes. Un par de minutos después, la mujer en cuestión (la acomodadora, no Laclau) llegó hasta donde estaba yo y me preguntó: “¿Cuántas personas son?”. Pensé en contestarle lo de siempre: “aquí adentro somos siete”, mientras me apuntaba a la sien con el índice. Pero al instante entendí que se refería a mí y a las personas que me acompañaban. Le dije: “dos”. Ella sólo mencionó la palabra: “acompáñeme”. Laclau y yo, obedientes, la seguimos. Sobra decir que desde donde estábamos podíamos verlo todo. Un par de minutos después, un payaso extraño, alto, y uno más bien chaparrón y con bombín, comenzaron a interactuar con el público. La función, oficialmente, había comenzado, inaugurada por Les voilá!, los geniales clowns que, posteriormente, me di cuenta que servían de balance, de anclaje, para la montaña rusa afectiva por la que atravesaría las siguientes dos horas. Desde luego, no le arruinaré la función a nadie, ni contaré de qué se trata todo el asunto. Sólo diré que el Cirque du soleil no es un acto circense. Es más bien, una metáfora visual de lo perfecto, la encarnación mágica de la sensualidad, de la exploración de los límites del cuerpo, un exceso de goce brutal que aterroriza, que hace reír, que aterroriza, que hace llorar, que aterroriza, que hace reír, que hace llorar, que intimida. Por supuesto, no está de más decir que me divertí y reí (y hasta estuve a punto de llorar) hasta que me sacié. Gocé tanto que, etc.