sábado, marzo 20, 2010

Des-memorias

No soy de los que extrañan. ¿Por qué? Porque me parece que vivir más en el recuerdo y menos en el presente es un síntoma de vejez, la antesala de la muerte. Para mí, el pasado está muerto y enterrado. Hiede. Aún si el pasado es aquello que ocurrió hace unos segundos, mientras escribía “No soy de los que extrañan”. ¿Para qué preocuparse por lo que ya ha sucedido? No vale la pena. Como dicen las abuelas: lo hecho, hecho está (o su variante condenatoria y lapidaria: a lo hecho, pecho). Hay que fomentar la práctica de dejar atrás y pasar a lo que sigue. ¿O es que acaso no he afirmado en infinidad de ocasiones que la nostalgia es una estupidez, a lo sumo el vulgar desfile de un circo memorioso, donde se pasa lista a los recuerdos; una marcha caduca en la que las remembranzas son abrillantadas, redecoradas, y envueltas en celofán? ¿No es cierto que he planteado hasta el hartazgo que extrañar a algo o a alguien no es sino una pérdida brutal de tiempo? Por supuesto que lo he hecho. Y además, lo sostengo.
Y sin embargo… En noches como las de anoche, en las que de pronto se extraña tanto y tan fuerte, es preciso dejarse llevar, admitir la propia imbecilidad, y escarbar en el recuerdo. En esas ocasiones, hay que otorgarse una pequeña licencia, dejarse envolver por esa especie de sutil saudade, y sentirse invadido por la memoria. Fluir. Acudir, imaginariamente, por ejemplo, a ese departamento con vista al mar, en el que azarosamente coincidieron tantas voluntades, tantos desgarramientos, tantas distancias y ausencias. Abrir la ventana, contemplar la mesa repleta de manzanas verdes, queso crema con especias (receta secreta) y vasos llenos de nebiolo. Instalarse una vez más, en medio de esa especie de versión de El Club de la Serpiente, reunido sin convocatoria previa, casi como una necesidad, como un instinto. Situarse en el centro del desparpajo, abusar de la más pura rebeldía que nos caracterizaba en aquellos tiempos (y ni siquiera hace tanto; y ni siquiera éramos tan rebeldes). Y conversar. De todo y de todos. Compartíamos las soledades. Bastaba la más ligera provocación para desatar el caos. Ejercitábamos, con firmeza, la virtud de arrebatarnos la palabra, de contradecirnos y de devastarnos verbalmente, quizá como una preparación, que para eso estábamos ahí. Eran suficientes un vaso de vino, un tango, y una manzana verde. Poca luz. Y sobre todo, la familia postiza: Carlos y Ietza, Elsa, Leo y Lina, Cony y Javier, Laclau y yo. ¿Qué andarán haciendo ahora todos y todas? Demonios con la nostalgia.
[Suspiro].
Esa era la vida. La verdadera vida.