Despertar es siempre una tortura, una batalla perdida contra mí mismo y contra las voces que me habitan; las terribles jaquecas y las cicatrices en mis muñecas son un símbolo irrefutable de ello. Apenas abro los ojos y presiono la tecla de random en el control remoto del estéreo; subo el volumen al máximo. El cerebro mecanizado del aparato escoge entre los cinco discos que se encuentran insertos en su útero y decide enmarcar mi depresión con la melancólica y profunda voz de Layne Staley de AIC. (Las otras opciones eran TOOL, Límite, Jaqueline Dupret y Debbusy).
–Una melodía ad hoc para el mood en que nos encontramos; buena elección Artudito –le hablo al estéreo. Últimamente me he descubierto hablando con las cosas. En ocasiones, creo que realmente me escuchan. A veces hasta contestan.
Enciendo el televisor. Cojo el control de la video casetera y presiono el botón de play. En la pantalla aparecen escenas de una mujer gorda, casi una anciana, que parece estar drogada. Sus ojos se ven ausentes, como si estuvieran en otra parte o en otro tiempo. Pero el resto de su cuerpo se deleita con ligeros estremecimientos mientras toca y relame con ahínco los testículos de un enorme cerdo que gruñe ruidosamente. En alguna parte leí que los orgasmos de los cerdos pueden durar hasta media hora. Al tiempo que el animal eyacula sobre el rostro atónito de la mujer, en mi rostro se dibuja una mueca que pretende ser una sonrisa. Sin ningún preámbulo, en la secuencia siguiente, tras un par de escarceos lésbicos, la misma mujer, aún con los ojos perdidos en el infinito, colocada ahora en cuclillas, defeca sobre el rostro de otra que se halla recostada en el suelo. Aunque ésta última, más que una mujer parece apenas una adolescente rubia y extremadamente delgada. Me llaman la atención sus apenas pronunciados pechos. No debe ser mayor de dieciséis años. La música atronadora que suena en la habitación es perfecta para las escenas que circulan por el televisor. La película es de mala calidad y la cinta parece estar sucia, pero de cualquier manera me divierte.
–Bury me softly in this womb, I give this part of me for you –es la frase que resuena en el ambiente. Sé bien que es la voz de Staley la que fluye desgarradora al frente de todo ese muro de guitarras construido por Jerry Cantrell, pero a mí me parece que Artudito intenta entablar una conversación.
–Sand rains down and here I sit, holding rare flowers in a tomb –contesto cantando al unísono con Staley, e intentando participar en la melodía que sale de las entrañas de los altavoces. En el televisor se observa cómo ambas mujeres, sentadas una frente a la otra, se embadurnan el cuerpo con algo que parece excremento. Resulta demasiado obvio que sobreactúan, ya que los gemidos y jadeos de aparente placer son falsos. Un close up al rostro la mujer rolliza muestra cómo ésta se lleva los dedos a la boca y los relame con glotonería. Es como si de sus manos escurriese aquella salsa de chocolate que se sirve sobre los helados. Parecen disfrutar lo que están haciendo, sin embargo, en los ojos de ambas hay algo extraño: expresan algo similar al miedo, como si alguien las estuviera obligando a hacer todo aquello. De pronto, esto no me parece una mala idea.
–Down in a hole, losing my soul. Down in a hole, felling so small –Sigo cantando, a pesar del dolor de cabeza. Con violencia arrojo las sábanas al piso. Por fin decido levantarme. El difícil camino entre la cama y el baño es interminable a estas horas del día; y es todavía peor en el estado en el que me encuentro. La alfombra está algo húmeda. De pronto recuerdo el vino que derramé sobre Clarissa la noche anterior mientras ella exploraba con avidez –y con sus dedos índice y medio– su interior, gritando todas las obscenidades que le permitía su limitado vocabulario. En ese momento, una serie de pensamientos sombríos se alojaron en mí mente. Fue increíble el placer que sentí cuando imaginé que de la botella emanaba un líquido viscoso y caliente: la estaba bañando con su propia sangre y ella disfrutaba sus últimos momentos de vida. No puede evitar vislumbrar que enterraba mis dedos en sus ojos, hasta que lograba botar los globos oculares de sus cuencas. Casi pude ver el líquido blancuzco y pegajoso que resbalaba por mis pulgares. Sacudo ligeramente la cabeza como intentando alejar esos pensamientos de mi mente.
Siento, en mi ojo izquierdo, un ligero temblor. Algo similar a un interruptor se activa dentro de mí. A partir de ese momento mi mente actúa con voluntad propia, separada de mi ser, como un autómata al que no soy capaz de controlar. Me transporto hacia mis primeros recuerdos de la infancia –cuando aún no conocía palabras como hedonismo, placer erótico, auto–complacencia o sadismo– en los que mi principal afición era cazar pequeñas lagartijas o arrebatarles a las gatas recién paridas sus críos. Ahora que puedo observarlo en perspectiva, entiendo que la cacería era sólo el principio de un complejo ritual. El placer mayúsculo lo obtenía cuando empalaba a los reptiles con sendas varillas y los colocaba en montículos de arena que había preparado con minuciosa antelación. O cuando obligaba a los felinos a tragar burbujeantes pastillas de antiácido y les prendía fuego para que corrieran, hasta que algo reventaba en su interior emitiendo un sonido parecido al chasquido que hacen las olas cuando se estrellan contra los riscos en la playa. La visión de hasta treinta o cuarenta reptiles retorciéndose, con diminutos hilillos de sangre escurriendo de sus maltrechos hocicos, o de los pequeños felinos aullando como poseídos me producía explosiones de placer en el vientre. Pero ahora debo enterrar todo eso en el pasado, que es el lugar donde pertenece. Por lo menos eso decía aquél psiquiatra.
La humedad que se eleva desde la alfombra y sube por las plantas de mis pies, mis rodillas, mis ingles, recorre mi espina dorsal y llega hasta mi cerebro como un chispazo. Me hace recordar la primera vez que perdí el control y asesiné a un ser humano (fue delicioso). Era una situación similar a la que había vivido la noche anterior, con Clarissa. Salvo que en esa ocasión era sangre y no vino el líquido que se derramaba por aquel cuerpo. Parece un hecho tan lejano ya, casi oculto en la memoria. Fue hace cuatro años. En esa época, mis ataques de furia eran cada vez más frecuentes, pero todavía lograba controlarme. Parecía que el medicamento que me habían recetado para balancear mis niveles de seratonina funcionaba. Todo iba bien, hasta una noche en que yo regresaba a casa después del trabajo y aquella joven tuvo la mala fortuna de cruzarse en mi camino…
Finalmente logro llegar al lavabo. Abro la llave y me mojo la cara y el cuello un par de veces. Ni siquiera el agua fría logra sacarme del trance en el que me encuentro (tremendo estado de éxtasis). Al afeitarme, en el espejo sólo veo en el reflejo la imagen misma de la derrota, escupiendo en mi rostro lo que ya sé: no soy más que el recuerdo de mí mismo, una sombra sin rostro que se mueve y sobrevive por instinto (maldita sea, me siento tan bien).
Quizá sea paranoia, pero creo que Staley y Artudito se han unido en una conspiración en contra mía. Me da la impresión que tratan de burlarse de mí, como si yo fuera el protagonista en una mala y burda versión de un capítulo de Dimensión Desconocida, porque ahora, en este preciso momento, Staley se desgarra las cuerdas vocales mientras canta Sickman. ¿no es acaso un maldito estéreo con a five disc changer? ¿Por qué no pudo escoger otra canción u otro disco? ¿Acaso no presioné la tecla de random?
–What the hell Am I? Thousand eyes a fly–. Por quinta vez en lo que va del día, una sonrisa irónica se dibuja en mi rostro. Más bien, observo cómo en el espejo algo (alguien) dibuja una sonrisa irónica en mi rostro. Sonrío, sí. Pero a pesar de ello me siento tan triste.
–What the hell Am I? Leper from inside. Inside wall of peace. Dirty and deceased –insiste Staley en recordármelo.
–Sickman –grito mientras imagino que rompo de un puñetazo el espejo (hazlo trizas; rómpelo y córtate las venas con los pedazos). Tengo menos de una hora despierto y ya puedo decir que el día apesta.