miércoles, abril 28, 2004

1. El conserje


Este es un fragmento de un cuento más amplio que tentativamente se titula "El conserje"...

Era un lunes como cualquier otro. La chicharra del desvencijado reloj sonó insistente desde el buró, anunciando las cinco con treinta de la madrugada. Javier llevaba ya cerca de una hora despierto. Con desgana se sacudió el rostro con ambas manos, como queriendo con ello dejar atrás una noche más de insomnio. Su barba rala le daba un aspecto vetusto y sucio, haciéndolo parecer más viejo de lo que realmente era. Aún adormilado terminó –no sin mucho esfuerzo– por sentarse en el borde de la cama. Salir de entre las cobijas se sentía como entrar despacio en una piscina helada: para Javier era como si estar dormido fuera la verdadera vida, y cada despertar representaba el ingreso a un mundo de pesadillas.
Javier alargó su brazo para apagar la chicharra del polvoso reloj. «Estúpido aparato» masculló mientras apartaba con el pie al perro que dormía junto a un par de deshilachadas pantuflas. Saboreó la amargura de su boca. Se rascó entre los dedos de su pie derecho y luego se llevó los dedos a la altura de la nariz, olfateando, primero el índice, luego el pulgar. Se rascó los genitales, y sólo entonces, después de haber cumplido con el eterno ritual de siempre, salió de la cama. Tenía la ropa de la pijama enredada en el torso. Con el paso del tiempo y la suciedad, en las axilas del enorme camisón se habían formado sendas manchas amarillentas. De reojo, observó como la mujer que estaba a su lado se movía un poco, toda ella enorme y sebosa como una vaca. Los jadeos entrecortados de Esperanza –Perita como le decían las demás mujeres del barrio– se asemejaban a un gañido. Con cada meneo, por mínimo que éste fuera, su cuerpo despedía un olor agrioso, rancio, al que Don Javier ya estaba habituado después de dormir junto a ella casi de media vida. Además, este olor le gustaba y atraía. «Si supieras cuánto te detesto, estúpida morsa», pensó él haciendo para sí una divertida mueca de asco. Dirigió la vista al muro en donde se encontraba el retrato de su madre. Se persignó con solemnidad y rezó un padre nuestro. Repitió la misma operación mirando hacia cada una de las paredes de la habitación, en donde colgaban algunas imágenes de varios santos y otras fotografías viejas, en color sepia.
Afuera, un viento otoñal, traía consigo el característica olor a tierra mojada de aquellas fechas. El sol despuntaba perezoso detrás de las colinas que amurallaban la parte norte de la ciudad, llenando el cielo con un tinte gris violáceo. Junto a los primeros cantos de los canarios matutinos, las campanas de la iglesia se escuchaban a lo lejos, formando una sinfonía atonal y rústica. La segunda llamada a misa indicaba que eran casi las seis de la mañana. Adentro de la casa, parecía como si la obscuridad escapara por las cortinas entreabiertas, dejando tras de sí una estela compuesta de una extraña melancolía y angustia infinitas. La ligera llovizna de la noche anterior –la primera de la estación– no había logrado sino arreciar el calor. Casi era posible sentir en el cuerpo la tensión que empapaba la estancia. Para Don Javier y Perita, ésta era la vida.
Aún sentado sobre la cama, Don Javier cogió el vaso con agua que estaba sobre la mesa de noche, bebiéndolo a pequeños sorbos. Eran inútiles los esfuerzos que hacía por ignorar el ya eterno e incurable dolor en su estómago, y el sabor cobrizo y amargo que inundaba su boca cada mañana. Emitiendo un interminable suspiro se irguió con dificultad. Arrastrando los pies se dirigió hacia el cuarto que fungía como baño. A Don Javier le resultaba cada día más difícil encontrar un motivo para levantarse de la cama. La cotidiana monotonía en la que estaba sumergido hacía de su vida una especie de estado vegetativo, inerte. Aunado a lo anterior, la extrema pobreza que los envolvía crecía a diario, haciendo más duro el hecho de seguir vivo. Durante los últimos años, tanto frustración como angustia constantes eran sus signos vitales. Él se sentía como un muerto viviente; como un zombie. Entre cubetada y cubetada, Don Javier, dejó volar sus pensamientos hasta el pequeño agujero que había hecho en los baños de la escuela en donde era conserje. Las vívidas imágenes que se agolpaban en su mente le hicieron estremecerse, mientras se masturbaba con la energía que se lo permitieron sus gastados cuarenta y tres años. Sí, éste era para él un día como cualquier otro.

3 comentarios:

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