domingo, octubre 12, 2008

Es la estupidez ¡economistas!

Hasta hace unos días, el discurso de nuestras autoridades hacendarias en torno a la severa crisis que atraviesa prácticamente a todos los mercados financieros del orbe, giraba alrededor de sendas invitaciones a la calma. Agustín Carstens, economista, Secretario de Hacienda y —¡aguas!— prestigioso Chicago boy, insistía a diestra y siniestra que las finanzas mexicanas estaban más sanas que nunca. Si la economía estadounidense llegaba a padecer algún «catarro», aquí, en México, a lo mucho nos daría una ligera comezoncita en la nariz. Si allá les atacase una «pulmonía», aquí apenas tendrámos una molesta «moquera», pero nada más (véanse por ejemplo las optimistas declaraciones que hizo el Secretario por allá a principios de año, en el contexto de la LXX Convención Bancaria, efectuada en Acapulquito, donde citaba a Séneca y toda la cosa). Frente al inminente desastre, la ciega actitud coloradochapulinezca de los encargados de las finanzas públicas (como casi siempre, cuando de materia política se trata) indicaba: «que no panda el cúnico, todo está fríamente calculado». Pero resulta que el supuesto catarro no era tal, sino que se habían confundido los síntomas. Aquello que se pensaba una gripe común, no era sino un pandémico dengue hemorrágico: los principales mercados bursátiles comenzaron a experimentar fuertes dolores de cabeza, fiebres, vómitos, y terribles dolores. Los otros, los que no son tan principales, empezaron a sangrar fatalmente desde dentro. Así, entre el 7 y el 8 del presente mes, el pesote mexicano tuvo una devaluación de casi 30 % frente al dólar (pasó de poco más de once a mucho más de catorce pesos por cada billete verde). Zap. Pum. Crack.

                Como era de esperarse, las alarmas saltaron por todas partes. Y como en un guión escrito por Chespirito, de la noche a la mañana el peso se había desplomado, por lo que el gabinete económico tuvo que reunirse con carácter de urgente ante la agudización de la crisis, para tomar medidas emergentes. Seguramente los pasillos de las oficinas gubernamentales eran un correr desaforado de gente, gritando ¡código azul, código azul! (no es referencia partidista, sino de emergencia médica). Al final de cuentas, Carstens y Guillermo Oritz, gobernador del Banco de México, anunciaron en conferencia de prensa conjunta que se había errado (sobre todo el voluminoso Secretario) por completo en el diagnóstico. La cosa estaba que ardía. Así que fue necesario subastar una cantidad obscena de dólares (casi 9 mil millones de dólares, en lo inmediato) para contener en la medida de lo posible la caída cambiaria; se tuvo que corregir el Presupuesto de Egresos con cifras más conservadoras, acordes al brutal desmoronamiento financiero mundial; en consecuencia, la Ley de Ingresos de 2009 tendrá que reducirse en aproximadamente 50 mil millones de pesos (y quizá tenga que reducirse aún más, por el desplome del precio del barril de petróleo). No obstante, y como correlato cómico, Felipe Calderón anunció que ningún mexicano tendrá que «apretarse el cinturón». Para ello ha presentado ante el Congreso una serie de propuestas encaminadas a “…preservar la planta productiva, estimular el crecimiento económico y evitar la pérdida de empleos”. Desde luego, frente a tales palabras, no queda más que sentir un profundo temor. Ojalá y no se le ocurra decir que defenderá al peso como un perro. Eso sería, ahora sí, el empezose del acabose. Finalmente, como dato curioso: ¿no se supone que estos aspectos deberían ser ejes cruciales para el desempeño de su gobierno? Si apenas en estos días pasó esas propuestas ¿qué ha estado haciendo entonces el Sr. Felipe durante su mandato?

En fin, hoy, el pronóstico es reservado. Y todo aquel que haya tenido a un ser querido enfermo, en estado crítico sabrá, sin duda, lo que eso significa. 

miércoles, octubre 08, 2008

¿Espurio?

El pasado 3 de octubre, en las instalaciones de Palacio Nacional, Felipe Calderón entregó el Premio Nacional de la Juventud a poco menos de una veintena de jóvenes destacados, originarios de todo el país. En medio de su discurso, el mandatario se vio interpelado por una voz que, desde el fondo del lugar, le gritaba a todo pulmón: ¡espurio! A Felipe no le quedó más remedio que irse convirtiendo en Felipito, encajar el acto, tragar saliva y acudir al gastadísimo argumento que sugiere que la libertad de expresión es uno de los valores fundamentales de un régimen democrático como el nuestro ¿?. Más aún, hizo uso del recurso brutalmente barato de comparar el contexto actual con lo que ocurrió hace cuatro décadas, allá en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Instantes después, a manera de respuesta a la imbecilidad calderonista, otro de los jóvenes premiados le increpó un par de severísimos y precisos: ¡no hay libertad! Acto seguido, el Estado Mayor Presidencial procedió a sacar a rastras del lugar a quienes interpelaron al autoritario, perdón, a la autoridad constitucional. Momentos después, Andrés Gómez Emilsson, uno de los galardonados/protagonistas del zafarrancho, era subido a una patrulla, y llevado al Juzgado Cívico 33, en alguna delegación defeña, ante las protestas de amigos y familiares.

¿Por qué este evento es más que una bonita imagen que habrá que conservar en el anecdotario nacional, tan lleno de frivolidades? Hay cuando menos dos factores que obligan a reflexionar detenidamente acerca de este asunto. El primero, más inmediato, radica en que se pone de relieve una brecha enorme, una falla sustancial, que ilumina al verdadero rostro del régimen: por una parte, se tiene un evento, una puesta en escena, en la que en el nivel discursivo Calderón alude a la libertad de expresión, a la presencia de una esfera pública abierta y transparente, que permite la expresión democrática de las ideas. Dibuja, pues, un país ideal, bucólico. Por otro lado, en la práctica, lo que se observa es que frente a la más mínima interpelación, el cuerpo de seguridad que rodea al presidente se vuelca para protegerlo del “peligrosísimo” alcance de las palabras de los jóvenes que le espetaron en el rostro su sentir.  Sin duda, el hecho es un excelente correlato de la Ley Big Brother (véanse las reformas a la Ley de Telecomunicaciones aprobadas por el Senado, a partir de las cuales se posibilitará la creación de un registro de usuarios de telefonía móvil, que permitirá grabar y mantener un registro de cada una de las conversaciones que usted sostenga en dicho aparatito). Desde la perspectiva gubernamental, tanto la reacción de censura contra la libre expresión de las ideas como la búsqueda de un control totalitario de un medio de comunicación fundamental, encontrarían una justificación en los altos índices de criminalidad, y en el clima de inseguridad que atraviesan la geografía del país. De ahí a solicitarle amablemente a la ciudadanía que ceda íntegramente todos sus derechos políticos…sólo hay un pequeño paso. ¿Cómo denominar a un gobierno con estas características? «Espurio» es un adjetivo que se queda terriblemente corto. ¿Qué tendríamos que gritar para lograr dimensionar la magnitud totalitaria del régimen? ¿Habrá algún ejemplo en la historia reciente que nos ofrezca pistas para responder a dicha interrogante?

El segundo elemento que invita a pensar  con mayor detenimiento el acto realizado por los jóvenes premiados se encuentra en las reacciones que suscitó (y que seguramente seguirá suscitando) entre las «buenas conciencias». Un buen indicador de dichas reacciones se encuentra, como siempre, en la columna denominada Interludio, escrita prácticamente a diario, por Román Revueltas Retes, en el diario Público-Milenio (ubicada donde debe ir: como gónada de can, hasta atrás, en la última parte del diario). En la edición del 6 de octubre, el digno representante de les bonnes consciences tituló su columna “Descalificar por descalificar”. Ahí escribe: “Es nefasta, para la vida pública de un país como el nuestro, la postura de esos izquierdosos impugnadores de la realidad que, en un afán de descalificar al «sistema» repudian cualquier matiz y gradación para ofrecer una visión absoluta de las cosas, una perspectiva que no distingue adjetivos ni reconoce logros, un enfoque inescrupuloso por principio que, de manera interesada, fusiona delitos menores y hecatombes planetarias para cocinar un indigesto revoltijo de generalizaciones abusivas. Eso sí, saben sacar buen provecho de esa libertad que, para mayores señas, permite que un par de mocosos majaderos puedan plantar cara al mismísimo presidente de la República”. Qué hilaridad. Qué risa. Qué impudor el de Revueltas. Debo decir que leo la mencionada columna porque me produce un placer morboso. La mayor parte de las veces me provoca ternura su candor. Otras, sus escritos me generan verdaderas carcajadas, porque no me cabe en la cabeza que alguien (aparte de mí) pueda ser tan ingenuo, y además, atreverse a hacer del dominio público sus… ¿cómo decirlo para que no suene tan despectivo? En fin, el eje argumental del texto de Revueltas radica en torno a una enumeración ociosa de la serie de supuestos “cambios” que, desde la altura de sus miras, le indican que vivimos en un país generoso y democrático. Sería igualmente ocioso (aunque perfectamente posible) refutar cada uno de los elementos del listado de transformaciones que, según Revueltas (qué apellido tan más irónico ¿no?), demarcan el presente mexicano.   Más bien, a estas alturas, es fundamental reconocer que, pésele a quien le pese (a mí más que a nadie), tiene razón el columnista cuando dice que las cosas han cambiado radicalmente en nuestro país. Donde yerra terriblemente, donde en realidad se pone de manifiesto su profunda [palabra autocensurada por no ajustarse a las buenas costumbres ni al lenguaje decoroso] es al no reconocer que en países como el nuestro, las cosas cambian solo para permanecer iguales. Habría que atreverse a poner el dedo en la llaga y afirmar que la democracia es, precisamente, el centro ausente de la ontología política mexicana. ¿Será que el país ha muerto ya hace tiempo y no somos sino los gusanos que pululan por el cadaver? So fucking sad.