miércoles, febrero 28, 2007

N.N. (as in Nocturnal Napalm)

La nostalgia

y

el insomnio
mezclados[1]
en las
cantidades
adecuadas
pueden llegar
a ser
mortíferos
[¡ah, qué bonita palabra!]
e
incendiarios
(Y ¿por qué no?
propiciatorios)



[1] No trates de mezclar, nunca, jabón neutro y petróleo, en partes iguales. Por favor, no lo hagas. Puede resultar peligroso. Menos aún hagas ralladura de jabón (tampoco procures que éste no contenga perfumes ni aditivos cremosos) y la combines agitando lentamente con el petróleo, hasta que quede una masilla consistente y uniforme. De ahí no puede surgir nada bueno. Ah, tampoco intentes sustituir el jabón por aceite de motor. No. Y no. No trates de introducir este compuesto en un envase que contenga aire comprimido. Y por último, no le pongas, jamás, un encendedor enfrente.


lunes, febrero 19, 2007

Manos libres

Al entrar al túnel, del otro lado de la línea telefónica Julián escuchó algo como ruido blanco, saturación, un leve silbido. Después, casi al salir, en el auricular sonó una respiración densa, pausada. La conversación que sostenía con uno de sus colegas se había perdido. O mejor dicho, había sido sustituida por otra más interesante:

La cosa es así:dijo el hombre, en un tono rasposo, casi seco —Me observaba, como desde arriba, sentado en un silloncito café, y me veía mirarte. Tú me habías pedido eso: que no te despegara la vista y no perdiera detalle. Yo, desde la distancia, estaba más atento que nunca. Habías prometido que me dejarías boquiabierto (con un susurro en mi oído). Luego de besarme en los labios me diste la espalda y caminaste lento hacia la cama. Parecías flotar por la alfombra, sin prisa, dejándome contemplar tu cuerpo. Volteaste un instante para asegurarte que tenías mi atención. Desde luego, yo estaba hipnotizado por ese extraño tatuaje en tu cintura, por tus caderas, por el movimiento de tus piernas. Llegaste a la altura de la cama y te recostaste bocabajo.

Julián no comprendía qué pasaba, pero lo divertía asumirse como testigo de algo que no estaba destinado a presenciar, como un intruso, como un voyeur telefónico. Por ello seguía atento a la conversación aparentemente ajena. Sin embargo, había algo en la voz le resultaba familiar. Terriblemente familiar.

—¿Yo? Sería incapaz de algo así —dijo una voz femenina, con una inocencia evidentemente fingida. Luego rió.

—El hombre continuó susurrando: miraste una vez más hacia atrás, desde la cama, como midiendo la distancia entre los dos, y me di cuenta que en tu rostro se había dibujado una amplia sonrisa. Intuí que te la había provocado la expresión de mi rostro cuando tu mano izquierda se posaba sobre tus caderas. La otra, la derecha, buscaba tu vientre, debajo de tu cuerpo. Arqueaste la espalda cuando tus dedos traviesos alcanzaron tu pubis. Suspiraste profundo. Yo intenté acercarme y me sugeriste que no lo hiciera. Era como si tus manos estuvieran reconociendo el territorio de tu propio cuerpo, y a la vez era como si tú misma te fueras descubriendo al permitirme ser testigo de tanta intimidad. Juego de espejos en el que lo contemplado no existe sin la acción del espía. Tu cintura se movía en círculos lentísimos, al ritmo de tus dedos, que parecían tener vida propia, independencia, y te recorrían suavemente arriba, abajo, sintiendo el calor y la humedad y el placer, todo ello al tiempo que el mundo desaparecía y en ese momento sólo importaba la habitación, tus manos, tus dedos, tu respiración agitada, el extraño que te observaba desde un sillón. La voz

La voz femenina había emitido un gemido. Julián prestaba más atención que nunca. Aún no entendía qué era lo que le parecía tan familiar en la voz del hombre aquél.

—Luego que te recostaste sobre tu espalda y me pediste que me acercara. Al llegar hasta donde estabas, me ofreciste tus dedos para saborearlos, los paseaste por mis labios, invitándome a saberte, a reconocerte también como tú lo

Julián ahora caía en la cuenta

habías hecho segundos antes, de esa manera tan íntima y propiciatoria. Luego tomaste mi rostro con ambas manos y lo acercaste con delicadeza a tu cuello, dirigiendo, señalando la ruta, estableciendo el ritmo, me conducías por el territorio de tu cuerpo, eras la guía perfecta de mi boca, que te recorría el pecho, se detenía en tus pezones, te convertía en palabras, se apropiaba de tu sabor, bajaba lento por tu vientre, dejando un leve rastro, robándose tu olor, pausado, disfrutando todo, se detenía en tu ombligo por un instante, esperando,

esa voz era la suya

hasta que tus manos me dirigían hacia abajo, muy despacio, indecisas, sí, no, mientras tus piernas se abrían ligeramente, se doblaban de modo que acariciabas mi espalda con tus pies, y dirigías mis labios a tu boca vertical, y me pedías que te besara profundo, despacio, indicándome el camino, ahí, ahí no, ahí sí, no deberías tocarme ahí, pero mejor sí,

indiscutiblemente, esa voz era la suya

despacio, así, suspirabas lento, mientras mis manos apretaban tu cintura, acariciaban tus muslos, recorrían tus caderas, te tocaban, se deslizaban por tus pies.

Hasta que me pediste que me recostara.

—Sigue, por favor —dijo la mujer.

Te paraste sobre la cama haciendo un puente con tus piernas, teniéndome debajo de ti. Sonreías con todo el cuerpo, cada movimiento tuyo era una enorme sonrisa. Dudaste un poco. Luego fuiste bajando lento, doblando tus rodillas, dejando que te viera. Me buscabas, retardabas a propósito tu descenso hasta que me sentiste cerca de tu pubis. Te detuviste. Me guiabas con tu mano para encontrar el camino, pero no me dejabas

soy yo, no mames, puta madre, ¡soy yo!

entrar en ti por completo. Sonreías. Una y otra vez te retirabas de mí para no permitirme sentirte y te causaba gracia mi desesperación. Hasta que por fin te decidiste, apoyaste tus manos en mi pecho y quedaste en cuclillas, tu sobre mí, yo dentro de ti, tú moviendo tus caderas, en círculo, hacia delante y hacia atrás, despacio primero, luego más despacio, cerrabas los ojos, echabas la cabeza hacia atrás, subías, bajabas un poco, me apretabas el pecho, te mordías los labios, suspirabas, me sentías dentro,

¿qué carajos?

Julián extrajo el celular de la bolsa delantera de su saco. Miró el número en la pequeña pantalla, y su rostro se transfiguró en una mueca espantosa.

profundo, luego salía un poco, abrías los ojos y me mirabas fijamente, sonreías, tenías las mejillas rojas, yo apretaba fuerte tu cintura, sostenía con firmeza tus caderas, paseaba mis dedos inquietos por tu pubis, te acariciaba, subía por tu vientre, acariciaba tus pezones, tú te movías más aprisa, adelante, atrás, arriba, en círculos, abajo, suspirabas, gemías, ambos sudábamos, yo te tocaba, y cada vez eran más frenéticos nuestros movimientos, como si perdiéramos el control, y nuestros cuerpos se dejaran ir por su cuenta, dominados por ese calor que se sentía en el vientre, que recorría la espina dorsal, que estallaba en todas direcciones…

Hasta que las cosas se fueron calmando poco a poco.

Una luz brillante. Las manos aferrándose al volante. El freno hasta el fondo. Rechinar de llantas. Olor a quemado. Silencio brutal. Fuego. El auricular seguía funcionando:

Yo seguía dentro de ti, con la respiración agitada. Tú permanecías montada sobre mí, con los ojos cerrados y los labios apretados. Querías recostarte pero yo te lo impedí: tomé tus caderas con fuerza, me deslicé por debajo de ti, una vez más, por el puente de tus piernas, lento, hasta que mis labios quedaron a la altura de tu pubis, y comencé a besarte otra vez, profundo, tú reías, yo te exploraba despacio, de cerca, muy de cerca, tú apoyaste las manos en la cabecera de la cama, arqueaste la espalda para que yo pudiera besarte mejor, deseando ambos que todo comenzara de nuevo…


lunes, febrero 12, 2007

Amorcito Corazón

Puts. Este texto se veía mejor impreso. Ni modo, lo dejo así, a ver si no causa prúrito (acordaos que la forma no es sino el fondo).

«No importa», le dijo Marcela a la voz del otro lado del teléfono. «Yo voy a tu casa; lo que necesito es verte», insistió ella.

«Has lo que quieras», sentenció la voz. Su tono reflejaba molestia.

Clic.

Estática.

Sonido agudo.

Marcela colgó el auricular. Había tenido un día terrible en la oficina y necesitaba relajarse

no le gustaba que lo interrumpieran, pinche mocosa de mierda, qué se cree, que soy

un poco. ¿Sería por eso que había llamado a Alonso? Tal vez. Como quiera que haya sido,

su pendejo, con lo que me caga la madre que venga y se meta en mi cama, ésta parece ya su

se imaginaba ya de pie, frente a la puerta del departamento de éste. Se veía a sí misma ahí,

casa, si no fuera porque coje a toda madre ya la hubiera mandado a la chingada, méndiga

rubia, esbelta, con su traje gris oscuro, de entalle perfecto, la blusa negra y escotada, y los

perra arrabalera, jeje, viciosa y golosa como pocas, pero algún día tendré que deshacerme

zapatos impecables, del mismo tono que el bolso. También lo vio a él, de pie frente a ella,

de ella, ni modo, yo la previne, le dejé claro que se estaba metiendo entre las patas de los

con su característica adustez dibujada en el rostro, desaliñado, con la ropa (invariablemente

caballos, y aún así quiso aventarse esta bronca, por caliente, nomás, porque conmigo no

negra) manchada de pintura, café, sangre. Se vio besándolo en la boca, profundamente,

tiene ningún futuro, sabe perfectamente que yo soy sólo para un rato, un juguetito y ya,

acercándose a él; casi podía sentirlo recorriéndola con las manos, enredándose ansioso en

un simple revolcón, sabroso, eso sí, pero revolcón al fin y al cabo, nada más, pero nada

su cintura, apretándole las nalgas, como si quisiera aprendérsela de memoria, aprisionarla,

menos, nada más de acordarme se me pone todo tieso, chales, pinche Marcela, eres una

no dejarla escapar nunca. Sintió un ligero estremecimiento que le sacudió todo el cuerpo.

bueno, para qué te digo, estás super mami, jeje, riquísima, como para chuparse los dedos.

En sus ojos había un brillo extraño. ¿Era llanto? Si era así ¿se le habían humedecido los ojos debido a la alegría que sentía? ¿Estaba triste? Aún no lo había decidido.

Salió de la oficina y se dirigió al estacionamiento. Hacía frío. Extrajo un pequeño estuche color rosa de su bolso. Acarició los bordes de la inicial grabada: M3. Marcela Mernaus Marquís. M3. Abrió el estuche y se miró al espejo. Se encontró cansada. «Tengo cara de estrés», pensó y se alisó el cabello. Se maquilló un poco. Sonrió, y su sonrisa se transformó de inmediato en una mueca indescifrable. Presionó un botón perfectamente disimulado en el estuche. Se abrió un minúsculo compartimiento secreto. Dentro había un fino polvo blanco. Lo tomó con una de sus uñas (era bello el contraste entre el rojo brillante de sus uñas y el aura blanquecina del polvillo). Lo aspiró. La humedad de sus ojos se intensificó. Tosió. Instantes después percibió cómo su rostro se iba entumeciendo. Extrajo de su bolso las llaves de su auto. Presionó el botón que desactivaba la alarma y al mismo tiempo abría las puertas. Las luces del auto se encendieron un instante.

Marcela sonrió al saberse enamorada.

Bip-bip.