domingo, septiembre 05, 2010

Una loca película de narcos

Qué pésima película es El Infierno (Bandidos Films, 2010). Y dije pésima, no pesimista. Con ello me refiero a la dimensión estética del filme, no a su estatus ético (del cual también tengo serias dudas). Esta especie de supuesta sátira negra apunta a varios de los núcleos perversos y problemáticos de la realidad mexicana. Hurga en algunas llagas que sin duda son dolorosas y apestan a podrido. Nadie puede negarlo. El problema es el modo en que Estrada se acerca a nuestra realidad. La manufactura del filme dirigido y parcialmente escrito por el director (en colaboración con Jaime Sampietro) constituye un acto fallido en el más amplio de los sentidos. El guión no es sino una torpe sucesión de clichés que pone de relieve la más conspicua ausencia de ingenio o innovación; es un rumio constante de diálogos desafortunados y personajes brutalmente estereotipados. Basta imaginarse la intensidad de las mesas de trabajo llevadas a cabo durante la preparación del guión para comprender la función de patéticos relatores de lo obvio que ejercieron Estrada y Sampietro (y para entender, también, la estrechísima visión que éstos tienen con respecto a la violenta realidad de nuestro país): “Caray, ¿qué alias le pondremos al gordo Mata para que suene como un verdadero criminal? Ya sé, hablemos con Joaquín Cosío, llamémosle El Cochiloco; vistámoslo con tejana, cintos piteados, camisas horrendas de Versace, y llenémosle el cuerpo de oro e imágenes de Jesús Malverde. Sí. Y además, hagamos que en una de las secuencias finales haya un primer plano del escudo nacional bañado lentamente en sangre, mientras en el aire estallan fuegos artificiales; hagamos, también, que el clásico letrero verdeblancoyrojo de Viva México se caiga y se resquebraje. Voilà”. En fin, el desfile de figuras retóricas y estereotipos propuesto por Estrada es cansino (i. e. el hijo del capo mayor que oculta su homosexualidad bajo un disfraz de bravuconería; la consabidísima relación entre narco y política; la corrupción e ineficiencia policíacas; y así por el estilo). No cabe duda, los 145 minutos que dura la cinta nos colocan frente a la más pura expresión de la originalidad. Ajá. Que tristeza, pudiendo haber hecho una buena versión de Perros de Reserva, o de Doberman, Estrada eligió manufacturar Una loca película de narcos. Pffft.

martes, agosto 10, 2010

Carta cerrada

Hola, Chatita

Hace mucho que no te escribo. Demasiado, quizá. Recuerdo que al principio, cuando te fuiste, hablaba contigo como si aún estuvieras por aquí. Te platicaba de mis cosas, de mis dudas, de mis aciertos y mis desatinos. Luego, poco a poco (gracias la baba viscosa de lo cotidiano que erosiona el ladrillo del tiempo) la voz se hizo letras, y te escribía de cuando en cuando, con cierta frecuencia. Aún conservo esas cartas, por supuesto. No me desharé de ellas nunca. Más adelante, el texto se hizo cada vez más espaciado, y entonces, sólo te pensaba. Supongo que entendí que conforme aprendía a lidiar con tu ausencia, te convertías lentamente en el más doloroso de mis recuerdos. Pero no, no es cierto. Para recordar algo es preciso haberlo olvidado antes. Y eso no. Jamás. Siempre estás aquí. Siempre has estado. Siempre eres presente, nunca pasado. Te encuentro en cada pequeña cosa que me ocurre o que hago; ahí estás. Eres mi mejor y más sólido anclaje. Mi cimiento pero también mi horizonte. Aún en medio de la ausencia, muchas veces has sido tú quien ha tenido que llevarme a rastras y cargar con este fardo. Así es, Chatita.

A veces te encuentro en un olor, en una frase, o en una imagen. Y entonces descubro que se me ha dibujado una fugaz sonrisa en el rostro. Seguro que algo bueno debe querer decir que ahora sonriamos más y lloremos menos cuando te evocamos. Es que… Ocho años, ya. Y no puedo evitarlo: te extraño. Muchísimo. Me haces tanta falta. Y te has perdido de tantas cosas que han ocurrido por aquí. Casi todas buenas. Las malas ni siquiera quiero mencionarlas. No vale la pena (sí, lo digo en ese tono juangabrielesco en son de burla, Chatita). En cambio las buenas… Seguro que te sentirías como un pavorreal con tus hijos, con el Roger. Pero sobre todo con Naila, Chatita. Es un huracán. Es tan… no sé. Es todo. Es completamente todo la condenada chiquilla. Exige, lee, dibuja, baila, brinca, corre. Es muy seria y sonríe poco, eso sí. Pero cuando sonríe, lo hace con todo el cuerpo. Es hermosa, Chatita. Una explosión agudísima. Si pudieras abrazarla, si la escucharas hablar. Si la vieras. Si la vieras, Chatita. Si la vieras…

Es innegable que tu ausencia me abisma. Y me duele. Profundamente me duele. Aunque también es cierto que he aprendido a vivir con todo ello. Mira, como sea, a patadas y echando espuma por la boca, pero sigo respirando. Seguimos respirando. Tal como te prometí que ocurriría en aquella noche en la que no había más salida que el llanto, y en la que te dijimos que íbamos a estar bien. Que te fueras tranquila. Nosotros íbamos a estar bien. De cuando en cuando tus hijos recurrimos a la ironía y el sarcasmo para referirnos a nuestra condición de huérfanos. Y sonreímos. Con una mueca amarga en el rostro, pero sonreímos. Y te extrañamos. Por supuesto, está la ominosa falta, el hueco brutal que dejaste cuando te fuiste. Esa cosa inmensa e inabarcable llamada muerte. E insisto, duele. Horriblemente. Pero también está esto, lo que yo particularmente extraño con más intensidad, es decir, las pequeñas cosas, esos rituales personalísimos que compartíamos muchas veces en secreto. Extraño el modo casi norteño en que decías “bueno” cuando contestabas el teléfono; la manera en que sostenías el cigarro en la boca cuando reflexionabas; tu música horrenda e intolerable; tus manos; tus manía de sobrellenar las tazas del café; la forma casi yogui en que te acomodabas en tu sillón; las largas conversaciones que teníamos ya de madrugada, cuando todos se habían ido a dormir; tus abrazos; el modo en que secabas mis lágrimas. Extraño muchísimo ese nombre que me decías, que nadie sabe y que nadie más me dirá. Nunca. Nadie. Nunca más.

Te extraño tanto, mamá.

I.

sábado, julio 31, 2010

Husmear la llaga. Una lectura minima(lista) de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq

Se rumora que pensar el futuro es un ejercicio inútil, un esfuerzo condenado al fracaso. En este sentido, para quienes creen en lo divino, hacer prospectiva equivale a colocar una sonrisa irónica y burlona en el rostro de dios. A quienes no creemos en malabares espirituosos, nos vale un soberano grano de mostaza. De todos modos, no obstante lo anterior, a estas alturas todavía hay personajes que se aventuran por el camino de la futurología. Así, con un lenguaje directo, preciso, casi llano, más cercano al ensayo científico que a la retórica literaria, Michel Houellebecq logra resumir de manera eficaz y sin aspavientos, la historia de la decadencia de Occidente (Oxidente, como dicen algunos pseudoñoños), y el surgimiento de Lo Nuevo. Más aún, a través de una narrativa fragmentada y fragmentaria, en Las partículas elementales el autor nos confronta con la arriesgada y dura tentativa de la obsolescencia humana. Nada sencillo. Pareciera que como raza tenemos fecha de caducidad. A lo sumo somos larvas, gusanos fracasados que servirán de mascota para lo que está por venir. Composta, quizá. Constituimos la versión beta de la Humanidad 2.0, o algo parecido. Houellebecq, en consecuencia, sería el profeta que, luego de un apretado y crí(p)tico recorrido por buena parte de las tendencias cuasiculturales de las últimas décadas, anuncia el fin de la (hip[st]er)modernidad.

La certera dispersión y el desencanto (à la Camus meets Bret Easton Ellis) en los que se enfrasca el texto tienden a deconstruir la linealidad temporal de la novela tradicional, canónica y dieciochesca, lo cual permite establecer vasos comunicantes entre lo aparentemente banal, lo cotidiano y pueril, y las transformaciones estructurales/mutaciones metafísicas de amplia envergadura. En última instancia, lo anterior nos sitúa como testigos del patetismo radical que guía las vidas de Bruno y Michel, medios hermanos y “héroes de esta novela, papá”, quienes constituyen una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde escindido. Aquél es un profesor de literatura, clasemediero, obsesionado de manera casi mórbida con la dimensión sexual de la vida; éste es un afamado biólogo, candidato al Premio Nobel, incapaz de sentir algo, alejado del mundo, que constituirá el punto de quiebre y norte de la evolución humana. Pura mente y puro cuerpo. Las omnipresentes prácticas onanistas de uno, y el brutal desapego que raya en lo sociópata del otro, nos confrontan con una severa crítica a prácticamente todos los valores sancionados positivamente por la cultura judeocristiana. De la mano de Bruno y Michel, Houellebecq hunde sus narices en las llagas más supurantes y pestilentes de la sociedad, y regresa para escupirnos en el rostro, con lujo de detalles y latinismos, sus hallazgos. Los medios hermanos, sus padres, sus novias, sus hijos, todos personajes principales de la novela de este escritor francés, son las muchas caras de una cinta de Moebio. Su historia, irremisiblemente ligada a una tristeza infinita, a una perspectiva que asume la vida como una losa insoportable, es también la historia de la humanidad completa. A cada paso que da cada uno de estos sujetos, se percibe una estela de frío desencanto. Y es precisamente ahí donde radica la principal virtud de Houellebecq: en lograr colocar al lector en el centro de este proceso. Sorprendentemente, un verso de Luis Chaves resume a la perfección el conjunto de sensaciones que produce la lectura de Las partículas:

…el primer acto es un hombre desnudo.

Una explosión colectiva de risa

Atrae la mirada del reflector

La gradería está repleta

De payasos

En fin, la lectura de Las partículas elementales exige un involucramiento intenso. Desde luego, no voy a contar de qué va la historia; tampoco ofreceré detalles que arruinen el final. Lo que realmente me interesa señalar es que pareciera que existe un consenso general en torno al tono de Las partículas elementales: se asume que constituye una especie de himno al pesimismo o algo peor. Basta leer los epítetos con los que se describe a Houellebecq en la contraportada (de la edición de Anagrama): “atleta del desconcierto”; “experto en nihilismo”; “virtuoso del no-future”, entre otros igual o más vistosos. Considero que pensar lo anterior es un yerro garrafal, cuando menos un desatino ingenuo (común en quienes se dedican a hacer crítica literaria, el oficio más aborrecible del mundo). En última instancia, más que reflejar pesimismo, la mirada de Houellebecq es paternal y provoca ternura. Cuenta, sin lugar a dudas, una historia de amor. Por supuesto, no alude a la noción “rosa” e idiota del amor, sino a una visión desgarradora, cruda y descarnada. La que le toca vivir todos los días a los amorosos. Provoca un acercamiento obsceno con lo real, con la intensidad fundamental de los que aman verdaderamente. Más que un relato de la desesperanza, Houellebecq nos habla/escribe acerca de su amor por la humanidad. Evidentemente, en este punto, el autor debe estar de acuerdo con Žižek cuando éste afirma que el amor es la expresión más pura del mal. Esa es la impronta que seguramente busca plasmar Houellebecq en nosotros: la monstruosidad de lo bello; el patetismo de lo divino; la atracción abismal de la tristeza.

Sin duda.

sábado, julio 10, 2010

Verde y rosa

No le bastaba con habitar el mundo, le gustaba dejarse habitar por él. Tenía por costumbre encontrar la grandeza en las cosas que la mayoría da por sentado, aquellas a las que simplemente no se les presta atención. Así, por ejemplo, había ocasiones en que el sutil movimiento de una sombra proyectada en la pared lograba arrancarle una lágrima, porque le parecía brutalmente poético; en otras, la ponía feliz el rayo de luz que se colaba por su ventana y le calentaba los pies, mientras sus manos se aferraban a la vespertina taza de té que la hermanaba con la vida. Todo ello la situaba como por encima de sí misma, en una especie de distanciamiento que le permitía contemplarse detenidamente, extrañada, pero reconociéndose a veces en aquella mujer de rostro pálido y ojos inmensos, que miraba la lluvia maravillada, como si fuera la primera vez. Quieta. Inquieta. Siempre tenía algo qué hacer; algo qué decir. El sosiego, igual que el silencio —aseveraba— equivalía a la muerte. Por ende, le gustaba pensarse como un trayecto, y no como un destino. Nada tengo. Pero tampoco soy de nadie, decía.

Esa mañana, los colores no la dejaban en paz. Se le colaban por todas partes. Esto le ocurría casi siempre. Pero hoy el desasosiego la apresaba y la apresuraba algo como una intuición de verde y rosa. Era necesario hacer algo al respecto. ¿Qué? En la mesita de la sala había varias monedas que la inquietaban. Las miraba fijamente. Las contaba. En total, sumaban poco más de trescientos pesos. En aquel entonces –y como siempre– el dinero escaseaba. Pero los víveres estaban completos y no había nada más en qué gastarlo. Ponderó la compra de una botella de un tinto sudamericano que le había hecho ojitos, y la adquisición de un galón de pintura para remozar un poco el techo de la cocina, que parecía insistir en descarapelarse, pero se deshizo de estas ideas casi de inmediato, por imprácticas. Verde y rosa. Versa y rode. Arves y edor. Sady ed Radver. Rosa…

¡Rosa! [Y no cualquier rosa, sin un rosa bastante rosa, casi químico, artificial].

Maldita/bendita memoria asociativa. La última vez que estuvo en el tendejón que está en la acera de enfrente, compró una caja de clips con la intención de explorar sus diversas variantes arquitectónicas. Aparte de dos pinchazos en los dedos, aquella tarde había tenido como resultado la producción de un conjunto de figuras móviles que podían ser utilizados como lámparas, como pisapapeles, o como tarjeteros. Como si le importara que las cosas fueran útiles. El caso es que aquello le había servido para recordar que en uno de los estantes se apilaban decenas y decenas de panecillos empaquetados de color rosa. Intensos. Esponjosos. Pero sobre todo, rosados. Recogió las monedas de la mesita y se dirigió al tendejón. La cara de la dependienta era una mezcla de asombro e indignación ante la muchachita que desperdiciaba su dinero en guzgueras, y carretes de hilo. Las siguientes horas las invirtió en el arduo proceso de transformar el empaque de los panecillos en un artilugio listo para ser colgado. El rosa estaba listo.

Resolver el asunto del color verde fue (para estar a tono con las circunstancias) pan comido. Nada más verde que la vegetación. Árboles. Muchos. ¿Dónde? Era necesario salir a explorar la ciudad. Ella colocó cuidadosamente los panecillos en una mochila gigantesca, montó su bicicleta, y se enfiló rumbo al centro. Tenía en mente un sitio específico. Sólo era cuestión de llegar allá. Era necesario, inaplazable, llegar allá.

*

* *

Trepar a los árboles no es un asunto fácil. Hay que dedicar cierto esmero. Más si a cuestas se lleva una mochila cargada de panecillos rosa. Distribuirlos de manera equitativa entre las ramas hace aún más compleja la tarea. Luego de algunas horas, y varios ajustes al proceso de “colgamiento”, la labor quedó eficientemente terminada. El contraste entre verde y rosa era hermoso. La gente pasaba por el lugar. Y en ocasiones reparaba en el rosa sobre el verde. Sobre todo los pequeños, quienes tironeaban a sus padres para que se acercaran a ver… Lo único que uno podía hacer era sentarse al pie de uno de los árboles y esperar. Quizá permitir que rodara una lágrima ante lo sobrecogedor de la obra. Y esperar.

miércoles, junio 16, 2010

Feliz cumpleaños, Naila.


Tus primeros tres, preciosa. Y también los míos. Vamos creciendo juntos. Me has hecho re-descubrir todo, aprenderlo todo, de nuevo. Te lo agradezco infinitamente.

domingo, junio 06, 2010

¿Pamboleros politizados?

Qué risa. Acabo de leer el texto de Víctor Beltri, titulado “México puede ganar el mundial”, publicado en la edición electrónica/dominical de Excelsior. Por supuesto, no pude evitar carcajearme ante tanta ingenuidad. Y no, no me refiero a la idea de que nuestro seleccionado nacional se envalentone y le reviente los momios a las casas de apuestas en todo el orbe. Eso entra, desde luego, dentro del campo de lo posible (y de lo deseable también; quién sabe qué tanto dentro de lo probable). Más bien, retomo lo escrito por Beltri porque me parece que condensa en buena medida una especie de tendencia que prevalece en estos días en nuestro país (basta echarle una mirada a los tuiteos de los pseudo-intelectuales orgánicos, proto-reportistas, y pre-comentaristas para identificarla): me refiero a la incapacidad de distinguir entre el campo político y la esfera deportiva. Ese tipo de “ceguera analítica” que caracteriza a los argumentos (tramposos) como el de Beltri parten del supuesto de que el futbol y la política ocupan el mismo estatus ontológico (ojo: no niego la posibilidad de que el futbol se politice, pero ésa es otra historia). Como si éstos fueran una y la misma cosa. El citado analista se detiene y reflexiona, sorprendido, frente al postulado que (él mismo) sugiere: “once héroes mexicanos llevan en sus hombros (sic) la responsabilidad de un país”. Ante esto, se interroga:

“¿Podemos depositar nuestras esperanzas en un equipo de once personas que, en su mayoría, aspiran a salir cuanto antes de México y jugar en otras ligas? ¿En once jugadores que, muchas veces sin estudiar ni tener una profesión o un oficio como el resto de los mexicanos, ganan más que cualquier otra persona mientras sus fotografías adornan las páginas de sociales? ¿En los que hacen sándwich?”

¿A qué se refiere Beltri? ¿De qué esperanzas habla? ¿Alude a las ilusiones que seguramente buena parte de los mexicanos compartimos, es decir, a que los nuestros lleguen por lo menos al quinto partido y tengan un desempeño histórico en materia de torneos de este tipo? ¿Por qué tendríamos que deshacernos de ese pequeño acceso a la felicidad? ¿Acaso por un pretendido realismo amargoso? Mi “esperanza” se circunscribe a los triunfos en el campo (de juego). Nada más. Eso es lo que deposito sobre los hombros de los jugadores. Es más, se los exijo, porque para ello ganan millonadas. ¿O será que de verdad Beltri considera que la oncena mexicana ostenta, además de su responsabilidad en la cancha, algo parecido a una labor diplomática? ¿Quizá este politólogo piensa que los verde-hacedores de sándwiches tienen aparejado, aunado a la obligación de ganarle a Sudáfrica y a Uruguay (y por lo menos empatar con Francia), un conjunto de actividades económico-políticas vinculadas con alguna secretaría de Estado? O pero aún ¿asume que quienes constituimos la audiencia y afición futbolera, y que estaremos absortos durante este mes, somos estúpidos? Al principio de la lectura, no creí que Beltri hablara en serio. Pero la respuesta que ofrece a sus interrogantes sugiere que sí lo hace. Ésta es, cuando menos, “iluminadora”, puesto que equivale a, por ejemplo, descubrir que existe el agua tibia. Lleno de lucidez, afirma:

"Señores, México es mucho más que eso. Para bien y para mal, lamentablemente. Para bien, con el esfuerzo de los verdaderos héroes mexicanos, los obreros que tienen que levantarse y hacer un trayecto de horas a una fábrica en condiciones casi infrahumanas. Los agricultores que ven cómo sus ingresos, su ganado, y su familia, enflacan al ritmo que les marca el mercado internacional. Los estudiantes que van a la escuela, todos los días, con la incertidumbre en la garganta sobre lo que harán en el futuro cercano. Las amas de casa que reciben a sus maridos, circunspectos, y hacen del “al mal tiempo, buena cara”, mucho más que un refrán hueco. Para mal, con más de veinte mil muertos en el sexenio que, hablemos claro, no son tanto culpa de Felipe Calderón como del crimen organizado. Con un desempleo galopante. Con tragedias, como la de la Guardería ABC, en la que pueden más las amistades que las muertes. Con partidos políticos que prefieren vender sus ideales, y su historia, antes que perder el poder."

No cabe duda. Tal como lo señala Beltri, México es completamente otra cosa. Pero esto es así con o sin mundial de futbol. No se vale, pues, comparar patos con escopetas. Los casi treinta mil muertos derivados de la guerra contra el narco (eufemísticamente denominados como “daño colateral”) seguirán ahí después del 11 de julio de 2011; la horrible e inconmensurable desgracia de la Guardería ABC permanecerá como uno de los más oscuros capítulos de nuestra historia moderna aún después de que concluya la final en Sudáfrica; pasará lo mismo con la crisis económica, el profundo desempleo, las fallas en materia de educación, el malestar ciudadano, lo patético de las celebraciones centenarias y bicentenarias, etcétera. Pensar, desde una perspectiva que bien pudiera estar ligada a las teorías conspiracionistas jaimemaussanianas, que los aparatos ideológicos del Estado pretenden que el “pueblo” confunda la afición con la ciudadanía es, cuando menos, absurdo; un insulto a la inteligencia, precisamente, del pueblo (aficionado). Implica asumir que el gobierno calderonista (de suyo fallido) espera maquiavélicamente el momento oportuno en que los ciudadanos estemos distraídos con el triunfo o la derrota mexicanos, idiotizados frente a la pantalla, para, por decirlo en esta jerga, hacernos olvidar el atolladero que nos atraviesa como país, y meternos un golazo, ahí, donde usualmente las arañas (políticas) hacen su nido. Ello sería igual a concederle a Felipillo y su caterva un conjunto de capacidades gubernamentales/administrativas/políticas que no tiene. Como si los asuntos públicos fuesen planteados y resueltos en minutos, de modo que la ciudadanía interesada no pudiéramos darnos cuenta de lo que ocurre por estar pegados frente al televisor. ¿Cuál es el supuesto que se oculta detrás de la argumentación de Beltri? Que en México el gobierno funciona a la perfección; y que la ciudadanía está, siempre, al pendiente, que se involucra por completo en la estructuración de las agendas, en los procesos de toma de decisiones; casi como en un mundo feliz habermasiano. Y en consecuencia, que el mundial de futbol es un asunto “demoniaco”, una perturbación aberrante que ha llegado a distraernos del más puro ejercicio de la ciudadanía, la cual, sin torneo futbolero de por medio, sería brillante y refulgente. Insisto: qué risa. Por último, Beltri finaliza su texto así:

“No nos engañemos. El Mundial de futbol no es la gran gesta de las naciones. No es el espacio en el que los países se enfrentan para dirimir conflictos y liberar tensiones internacionales. Es un gran negocio para algunas firmas, y la manera de mantener a millones de personas atadas al televisor, a la espera de publicidad y resultados sin trascendencia real. Mientras ellos ganan dinero, usted seguirá trabajando, y con una familia que mantener. Aprendamos a diferenciar afición y ciudadanía. Si realmente queremos que México gane algo, atrevámonos a dejar de darle tanta importancia al campeonato, y no descuidemos los imperiosos, urgentes, asuntos nacionales. Hagamos que México sobreviva a Sudáfrica. Podemos ganarle al Mundial.”

Definitivamente, no logro situar el engaño al que se refiere el autor. Quizá al final de cuentas él sea el único engañado, puesto que asume que los demás creemos que el mundial de futbol es la “gran gesta de las naciones”, un lugar para “dirimir conflictos y liberar tensiones internacionales”. Pareciera, desde su perspectiva, que sería suficiente con que no hubiera torneo para que los problemas de nuestro país se resolvieran. O en su defecto, como si bastase con no desear que la selección mexicana lograra llegar al quinto juego para que nuestra nación enderezara el camino. Como si a través del acto de apagar los televisores, y no ver partido (de futbol) alguno durante este mes, emergiera el Ciudadano (así, con mayúscula), dispuesto a ocupar su sitio en la esfera política, presto a hacerse cargo de los asuntos políticos que le conciernen y llevarlos a buen puerto. En última instancia, quien confunde afición con ciudadanía es Beltri, no nosotros. A los demás, las fronteras entre estos ámbitos nos quedan perfectamente claras. Y discutir sobre ello nos parece una actividad en extremo bizantina. Claro, si no les gusta el fucho, ello es muy respetable. Pero ya, por favor, no politicen equivocadamente el tema, dejen de ser pamboleros/villamelones de clóset, y permítanos disfrutar el mundial a nuestras anchas.

lunes, abril 19, 2010

Furia de Titanes (reloaded)

Si he de ser honesto, el remake contemporáneo de la cinta dirigida en la década de los ochenta por Desmond Davis me había producido altas expectativas. En aquella época, y aún hoy, Clash of Titans es una de mis películas favoritas. Pero después del domingo, estoy cierto que un título alternativo para este texto también podría ser: “O de la manera más adecuada para arruinar un clásico”. Trataré de explicarme. Luego de haber esperado un par de días después del estreno para conseguir boletos (parece que las funciones en 3D, subtituladas, y en salas VIP tuvieron una sobredemanda inusitada), finalmente pudimos ver la mentada peliculita (sentados hasta adelante, en un lugar repleto y apestoso, porque no había más). Y digo mentada en un sentido tanto figurativo como literal. Para quienes de niños tuvimos la oportunidad de ver [y leer] la versión original en la década de los ochenta, la cinta dirigida por Louis Leterrier no puede ser sino un insulto. ¿Acaso el director de fracasos tan sonados como Hulk no conoce la diferencia que hay entre forma y fondo? Pareciera que no. El caso es que hasta antes de Furia de Titanes reloaded, creía que era imposible echar a perder una de las mejores historias de la mitología griega. Pero la mano invisible de Hollywood no tiene límites: el producto que ofrece el director francés termina siendo, finalmente, un vulgar despliegue de recursos técnicos. Y nada más. La práctica de contar una historia (elemento central en cualquier intento de hacer cine) ocupa un lugar brutalmente secundario para Leterrier. Pareciera que a éste le interesa más poner de relieve el montón de aparatejos, programas, y mitotes a los que recurrió para lograr, por ejemplo, que Draco (Mads Mikkelsen) se montara en un escorpión tamaño familiar, o que Hades (Ralph Fiennes) se viera medio calvo y pudiera vomitar negro. Si a esto se le suma una cascada de actuaciones mediocres, un casting patético y un ritmo terrible, no cabe duda que las pretensiones de Leterrier constituyen el más puro acto fallido. Ni Liam Neeson o Ralph Fiennes logran salvarse. Vaya, hasta el vestuario está para llorar: ¿acaso el traje de Zeus, en lugar de ser majestuoso, no parece algo que muy apenas podría ser utilizado por Liberace? ¿Realmente Medusa no está como para dar risa? En fin, hay un momento cumbre en el filme, que condensa con precisión lo que hizo Leterrier con una de las más grandes historias de la humanidad. Me refiero a aquel en el que Perseo (Sam Worthington) tira a la basura al divertidísimo búho mecánico que aparecía en la primera edición de este filme. ¿Por qué? Porque eso es precisamente lo que uno debería hacer con Furia de Titanes reloaded: arrojarla al caño. No vale la pena ni siquiera para comprarla en su versión pirata. Me cae.

sábado, marzo 20, 2010

Des-memorias

No soy de los que extrañan. ¿Por qué? Porque me parece que vivir más en el recuerdo y menos en el presente es un síntoma de vejez, la antesala de la muerte. Para mí, el pasado está muerto y enterrado. Hiede. Aún si el pasado es aquello que ocurrió hace unos segundos, mientras escribía “No soy de los que extrañan”. ¿Para qué preocuparse por lo que ya ha sucedido? No vale la pena. Como dicen las abuelas: lo hecho, hecho está (o su variante condenatoria y lapidaria: a lo hecho, pecho). Hay que fomentar la práctica de dejar atrás y pasar a lo que sigue. ¿O es que acaso no he afirmado en infinidad de ocasiones que la nostalgia es una estupidez, a lo sumo el vulgar desfile de un circo memorioso, donde se pasa lista a los recuerdos; una marcha caduca en la que las remembranzas son abrillantadas, redecoradas, y envueltas en celofán? ¿No es cierto que he planteado hasta el hartazgo que extrañar a algo o a alguien no es sino una pérdida brutal de tiempo? Por supuesto que lo he hecho. Y además, lo sostengo.
Y sin embargo… En noches como las de anoche, en las que de pronto se extraña tanto y tan fuerte, es preciso dejarse llevar, admitir la propia imbecilidad, y escarbar en el recuerdo. En esas ocasiones, hay que otorgarse una pequeña licencia, dejarse envolver por esa especie de sutil saudade, y sentirse invadido por la memoria. Fluir. Acudir, imaginariamente, por ejemplo, a ese departamento con vista al mar, en el que azarosamente coincidieron tantas voluntades, tantos desgarramientos, tantas distancias y ausencias. Abrir la ventana, contemplar la mesa repleta de manzanas verdes, queso crema con especias (receta secreta) y vasos llenos de nebiolo. Instalarse una vez más, en medio de esa especie de versión de El Club de la Serpiente, reunido sin convocatoria previa, casi como una necesidad, como un instinto. Situarse en el centro del desparpajo, abusar de la más pura rebeldía que nos caracterizaba en aquellos tiempos (y ni siquiera hace tanto; y ni siquiera éramos tan rebeldes). Y conversar. De todo y de todos. Compartíamos las soledades. Bastaba la más ligera provocación para desatar el caos. Ejercitábamos, con firmeza, la virtud de arrebatarnos la palabra, de contradecirnos y de devastarnos verbalmente, quizá como una preparación, que para eso estábamos ahí. Eran suficientes un vaso de vino, un tango, y una manzana verde. Poca luz. Y sobre todo, la familia postiza: Carlos y Ietza, Elsa, Leo y Lina, Cony y Javier, Laclau y yo. ¿Qué andarán haciendo ahora todos y todas? Demonios con la nostalgia.
[Suspiro].
Esa era la vida. La verdadera vida.

domingo, febrero 21, 2010

Massive Attack

¿Cómo decirlo en pocas palabras? No sé. Quizá aludiendo a que me la pasé bien. Además, no se me da. Mejor aviento dos párrafos. Total. Así, a pesar de mi mal humor habitual, y de los corajes que me provocaron tanto la requisición de mi cámara y la cálida temperatura de las méndigas cervezas, como los imbéciles platicadores de la fila de atrás, a quienes tuve que mandar callar un par de veces porque no me dejaban escuchar (y qué bueno que fueron sólo dos ocasiones, porque la tercera equivalía a desatar la violencia pura en pleno Auditorio Telmex), el evento me provocó algunas sonrisas. Llegamos relativamente a tiempo, con nuestras respectivas bebidas modificadoras de la conducta en mano. Sin demasiados contratiempos nos colocamos en los asientos que teníamos asignados, hasta adelantito, justo para escuchar un par de piezas ejecutadas por Martina Topley Bird (junto con su patiño/ninja/percusionista). Era la primera vez que escuchaba algo de ella. Desde luego, no bajaré ninguno de sus discos, puesto que la oferta musical que presenta no encaja dentro de mis preferencias. Tanto minimalismo y carencia de sustancia me exaspera. Aunque he de reconocer que, no obstante, sus ejecuciones me parecieron bastante bien efectuadas y compactas. Sin duda habrá gente a la que le mueva el tapete. A mí, definitivamente, no. Prefiero el carácter más orgánico e ingenuo de Laura Marling a esa especie de canon loopeado y a capella con el que Topley Bird cerró su presentación. En fin, parece que la chica en cuestión logró su cometido (Martina, no Laura), es decir, calentar los motores de la audiencia (quien aplaudía hasta las faramallas más grotescas de un ninja/patiño cuyo mayor logro durante su “solo” fue dar baquetazos-corcheas-tarolazos a cuatro cuartos durante ocho compases; rutina musical complicadísima que “prendió a la raza”).
Luego del intermedio y las obligadas abluciones, a eso de las diez de la noche, después de la intensa labor de tramoyistas y roadies, Massive Attack, bueno, el pornógrafo Robert Del Nadja y un chingo de buenos y sólidos músicos, salieron a escena. La verdad es que no recuerdo exactamente el songlist. Y tampoco me importa demasiado. Lo que es cierto es que tocaron Teardrop, Angel, Splitting the Atom, Safe from Harm, y cómo no, Karmacoma. Aparte de disfrutar del buen espectáculo auditivo, yo me entretuve sobremanera con la pantallita de LED’s que estaba detrás del escenario. Me gustó la idea políticamente incorrecta de presentar, primero, frases que parecían extraídas del videojuego Battlefield; cifras que contrastaban la abismal brecha entre los países ricos y pobres; dibujitos lindos de soldados; y por supuesto, casi para terminar, el clásico y esterotipado: ¡Viva México, Cabrones! (gritos de emoción de parte del público). Todo ello en español y prácticamente sin faltas de ortografía, lo cual se agradece. Aunque, por supuesto, ese tipo de activismo equivale a los llamamientos a la paz que hacía Mafalda en sus mejores tiempos: no sirven para nada, pero se ve bien hacerlos. Pero bueno, eso es harina de otro costal. Cerca de hora y media después, el set se terminó, para dar paso a un buen encore constituido por un par de rolitas más (mis favoritas; tanto que hasta me puse a danzar en mi lugar). En fin, lo que vale la pena poner de relieve aquí fue que el toquín estuvo “curada”, que Laclau se desmadejó todita cuando escuchó la vo-o-o-oz de Horace Andy, y que el Ge se levantó a bailar un rato, aunque le dio vergüencita que yo lo viera. Buena noche y concierto chido. Ya nada más me falta conseguir boleto para ir a ver a Metallica, y rogar que pronto, a algún espectaculero, se le ocurra traer con urgencia a Tool.

domingo, enero 24, 2010

Paseo Chapultepec


¿Cómo decirlo sin que suene ofensivo? Nah, me vale madres. Seguro que la sensación de incomodidad y coraje que se clava en mi voluminosa panza, y que me sazona de amargo la saliva, no me dejará ser complaciente ni amable. Resulta que hoy/ayer, luego de andar del tingo al tango durante todo el día, metido en pendientes mundanos, decidimos subirnos al Gonzalezmóvil e ir al Paseo Chapultepec, en la tarde/noche. Teníamos antojo de bossa nova, y quizá de un buen tinto, así que nos lanzamos a probar suerte, nomás, por no dejar, puesto que el programa coincidía con nuestras pretensiones. Todo iba bien: encontramos estacionamiento pronto, sin mayores contratiempos, alcanzamos todavía la proyección de una caricatura para peques, y cuando ésta terminó, nos pusimos a “chacharear”, es decir, a recorrer los puestecitos para ver qué se nos ocurría comprar (ajá, entre ridículas pinturas del rostro de Cristo y patéticos cochinitos de alcancía, la decisión era muy complicada). El caso es que, como casi siempre que salimos, llevaba mi camarita al hombro. Y por supuesto, se me ocurrió tomar un par de fotografías. Luego de haber hecho esto, seguí caminando. Me detuvo un compañero para mostrarme un par de ilustraciones que, según él, había dibujado a “mano alzada y en tinta china”. Sabe. Una me gustó, por lo que decidí comprársela. En eso estaba, cuando siento una palmadita fofa en la espalda. Voltee y era algo como una mujer que, con cara de pocos amigos, señalaba mi cámara: “oiga, aquí no puede tomar fotos”. Lo primero que hice fue pensar: “ah, chingá, acabo de tomar dos. O sea que sí pude”. Como ocurre siempre que alguien me importuna, la recorrí de arriba abajo con la mirada, alcé la ceja izquierda con harto desprecio, y seguí la conversación con el supuesto artista. Desde luego, Eso-que-era- algo-como-una-mujer, embistió de nuevo: “el reglamento; aquí tenemos un reglamento, y usted no puede tomar fotos”, dijo. “¿Ah no?”, dije para mis adentros. Para entonces ya estaba yo dispuesto a estrellarle la cámara en lo que Eso-que-era- algo-como-una-mujer tenía por rostro. “Bueno, a los puestos y a la mercancía sí, pero a los que vendemos, no”, agregó, en tono autoritario. “A ver, ¿qué chingados te preocupa?”, contesté. “A mí no me interesa tomarle fotos a la gente. Hoy tenía ganas de fotografiar luces, y eso hice”. “Ay sí, luces”, dijo la Cosa. Y me puse a explicar, como imbécil, acerca del diafragma, y la velocidad de obturación, y el barrido, y otras tantas pendejadas que desconozco, pero que cuando se recitan, lo hacen sonar a uno como si fuera todo un profesional. “Pues déjeme ver las fotos”, interpeló Eso-que-era- algo-como-una-mujer. Y yo, de imbécil, accedí. No sé por qué lo hice. Y en realidad eso es lo que me rete-emperra: haberme sentido fuera de balance; haber accedido a sus estúpidas peticiones; haberle hecho caso. Carajo. Estábamos en un espacio público, y puede haberme pasado sus méndigos reglamentos por el Arc de Triomphe. Quizá pensé en que ella se sentía paranoica y temía ser secuestrada, o algo así. Pero ni al caso. ¿Qué le iba a pedir de rescate? ¿Su gorra de trailera? Chale con la raza. Mi “delito” fue haberme parado en uno de los cajetes, haber apuntado mi cámara, y haber dado click. Eso bastó para que la Cosa me acosara asquerosamente ¿de haberle tomado una foto a su cactus? Ahora, luego de reflexionar en torno al asunto, entiendo que más que paranoia, lo que ella tenía era un deseo ferviente de ser retratada junto al montón de libritos de superación personal que tenía en su puestecito. Pobre. Hubiera bastado con una simple petición (con la consabida negativa de mi parte; yo no fotografío pendejas). Pero ¿pobre ella o pobre yo? Al final de cuentas, Eso-que-era- algo-como-una-mujer terminó por amargarme la estancia en el paseíto snob. Mejor nos regresamos a casita de inmediato, a masticar vidrio gélido. Chale. Eso me pasa por querer andar de pinche culturoso. ¿Cuándo aprenderé a distinguir las cosas que verdaderamente valen la pena? De cualquier modo, para la próxima, voy y le tomo fotos a la mingada chadre de Eso-que-era- algo-como-una-mujer. Me cae. Nomás por puro gusto.