domingo, febrero 27, 2005

Constantine

Sorprende la cantidad de lecturas que pueden extraerse de una película que, sin duda, será tildada equivocadamente de churrazo dominguero. Para el caso de Constantine se imponen cuando menos tres. La primera, que considero la más crucial, tiene qué ver con el fantaseo paranoide gringo con respecto a las amenazas a su seguridad nacional provenientes del exterior y cómo ello ha servido de justificación para imponer la “democracia” a rajatabla en otros países. Así, al comienzo del citado filme vemos que aparece una leyenda que refiere a la Lanza del Destino, esa con la que un soldado romano atravesó el costado de Jesús. El texto señala que quien tenga la famosa Lanza será capaz de conquistar al mundo. Sólo que es necesario encontrarla porque permanece desaparecida desde la Segunda Guerra Mundial. En la siguiente escena, que tiene lugar en México, se muestra un panorama marcado por una desolación ocre, polvosa, en la que dos paisanos buscan desesperadamente algo en un suelo árido, bajo un puente. Por accidente, uno de ellos descubre un hueco en el que se encuentra, a flor de suelo, un misterioso envoltorio. Cuando el paisano lo abre descubrimos que es nada más ni nada menos que la mismísima Lanza envuelta en una bandera nazi. Es conocida la supuesta vinculación del Parsifal de Wagner, las intenciones de conquista de Hitler, la Espada del Destino, el General Patton, etc. Pero ¿qué hace esta preciadísima reliquia en nuestro país? ¿Cuál es la vinculación que existe entre este hallazgo, su significación en el resto de la trama [de la película] y las resonancias que ello pudiera tener para nuestra realidad cotidiana? Veamos una posible hipótesis: luego de descubrir el pozo en el que se encuentra la Lanza, el paisano mete el brazo y extrae el envoltorio. Todo pareciera normal, pero hay dos detalles que son bastante significativos y que constituyen una declaración y un posicionamiento políticos: la manga de la chamarra que lleva el paisano es ¡roja!, y el brazo que hurga es el ¡izquierdo! Aquí opera un interesante desplazamiento, una especie de transferencia del Mal hacia, quizá, eso que han dado en llamar “la nueva izquierda latinoamericana”. Mientras que en la Segunda Guerra Mundial el Mal estaba representado por el nazismo y condensado en la persona de Hitler, en la actualidad el Mal —siempre desde el imaginario de cierto sector de la población gringa— adquiere corporeidad en el régimen castrista, en el narco colombiano, en las guerrillas nicaragüenses y, sí, en la próxima sucesión presidencial de nuestro país. En este sentido, no es gratuito que el descubrimiento de la Lanza del Destino envuelta en una svástica tenga lugar en México. Tampoco es gratuito que sea un mexicano el que la encuentra, ni que la extraiga con su brazo izquierdo, ni que su manga sea roja. Lo que ocurre después en el desarrollo del filme así lo demuestra (no lo relato aquí por no aguarles la fiesta a quienes no lo han visto). Es claro el desplazamiento simbólico que opera en el filme [y en la realidad político social actual]: el Mal es México, el Mal está en los mexicanos. Recordemos que en días pasados Porter Gross, director de la CIA presentó un informe al Comité Selecto de Inteligencia en el Congreso de los Estados Unidos en el que se incluía a México en una lista de países que constituyen “puntos de alarma potencial” por su inestabilidad política. El caso mexicano es notorio sobre todo de cara a la próxima sucesión presidencial (parece que en EU no se dan cuenta que, gane quien gane en 2006, el verdadero problema estallará allá por el 2008, pero eso es harina de otro costal). Esto nos sitúa a la par de naciones como Colombia, Haití, Costa Rica, Nicaragua y Cuba. ¡Cuba, carajo!, acúsenme de paranoico, pero el citado informe es, desde mi punto de vista, un eufemismo para una nueva invasión estadounidense en nuestro territorio. El pretexto para masacrar Irak fue la instauración de un régimen democrático. Quizá estemos frente a una nueva guerra fría, pero situada de este lado, aquí, cerquitita. El que tenga ojos que lea.


Pd

Acerca de las otras posibles lecturas del filme citado hay mucho qué decir. Quizá lo haga en otros posts. De momento sólo las enuncio.

1. Viéndolo a manera de broma, la escena que ocurre en nuestro país (dos paisanos buscando algo bajo un puente) puede ser vista como una clara ilustración del escenario postelectoral del 2006.
2. Esta lectura es de corte más local: resulta divertido ver las entrañas de la doble moral (t)apatía. Mientras que en las exhibiciones de la película del Padre Amaro el segmento ultraconservador guadalajarense se apoltronó en los cines para protestar ante la “blasfemia” de un cura teniendo relación carnal con una chica de muy buen ver (algo que ocurre verdaderamente todos los días, y lo sé de cierto), en las proyecciones de Constantine no hay señoras con carteles, ni adolescentes enajenados, ni testaferros de Serrano Limón rasgándose las vestiduras por lo que, a mi modo de ver, constituye un indignante agravio para los que son creyentes: eso de pintar a dios como un niño jugando en un hormiguero a mí me parece muy divertido, pero a gente que cree fervorosamente en la mitología cristiana eso les debería doler con ganas. Y sin embargo… nada.

viernes, febrero 25, 2005

Invitación

Para aquellas y aquellos que:

1. Les guste el metal pesadamente subterráneo.

2. Quieran burlarse un poco de mí (sólo un poco y de mí, que los otros integrantes del grupo no les han hecho nada).

3. Las dos anteriores.

El sábado 26 de febrero Azevrec (la banda de death metal fragmentario y minimalistamente técnico en la que intento rasguear la guitarra) tocará junto con Royal Warriors, Smegma y Kahtahdhen. El lugar se llama La Mancha, en pleno centro de la ciudad (de GDL), en San Felipe No. 329. Hay que llegar como entre ocho y nueve. Ahí se ven. Je.

martes, febrero 22, 2005

Decálogo de la ignominia

Hace tiempo coleccionaba una revista en la que, entre muchas otras cosas, aparecía una sección titulada “60 minutes”. Ahí, el asunto consistía en que diversos personajes reflexionaban acerca del hipotético caso de quedarse atrapados en una isla desierta. De manera específica se les preguntaba cuáles de sus canciones preferidas se llevarían consigo, siempre y cuando cupieran éstas en un casete común y corriente de una hora de duración (de ahí el nombre de la columna). Sin duda habrán visto distintas variaciones de de este tema. Por ejemplo, son frecuentes preguntas como: «qué libro te llevarías a una isla desierta»; «con qué mujer (u hombre) te gustaría quedarte sólo o sola en una isla»; y otras por el estilo. Pero no siempre lo que nos parece relevante es lo que nos constituye como personas. La identidad, posmoderna, descentrada y todo, también se construye en la diferencia. Así, qué sucedería si le invertimos el signo al ejercicio. ¿Qué tal si en lugar de poner de relieve las cosas que nos son valiosas, reflexionamos acerca de aquello que constituye lo que no nos importa?

Planteado de este modo, el tema resulta un tanto ambiguo. Esto es así porque en la medida en que nombro aquello que no me importa, al instante pasa a ser parte de lo que me es relevante. ¿Si elaboro una lista de lo no importante, acaso no estoy dándole esa categoría de inmediato? ¿Puedo decir que no me importa darle seguimiento al juicio de Michael Jackson y enlistarlo como tal sin que se torne importante? Así son las trampas del lenguaje. En este sentido, pensar la indiferencia no es una tarea menor. Para hacer más claro el asunto, habría, pues, que retomar el ejercicio planteado al inicio de este texto y trastocarlo: más que aquello que yo me llevaría a una isla desierta, resulta pertinente reflexionar acerca de ¿qué desearía yo que perder o abandonar en una isla desierta? Parafraseando a los polivoces, puedo decir que hay cincuenta mil cosas que no me importan o me son indiferentes. He aquí sólo diez de ellas, en estricto desorden jerárquico:

1. Los pececillos dorados como mascotas. He oído decir que contemplar a los peces constituye una práctica relajante y que por ello es conveniente tener una pecera en casa. Nunca he tenido una y, de hecho, los peces me estresan sobremanera. No los necesito. A la isla con ellos.
2. La moda ochentera. Nada hay que desee olvidar tanto como las chamarras de estoperoles, los colores pastel, las camisas de lunares y cuadros, los top sailor y el super punk. Si se llevaran todo eso a una isla desierta, a mí no me importaría.
3. El retorno de la moda ochentera. Peor que la moda ochentera descrita en el punto anterior, es más aterrador el regreso de la década de los ochenta, pero “actualizada”. Que se queden en la isla.
4. Las obras completas de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. La educación neoconservadora y moralina es el nuevo opio del pueblo. Seamos iconoclastas y mandémosla a la isla.
5. Los grillos (que no los políticos). La política es un arte. Pero los “políticos”, así, entrecomillados, le dan en la torre. Sin duda la actividad política es una de las más desprestigiadas en el país. Si los grillos de la clase política quedaran atrapados en una isla desierta las cosas serían diferentes. Sin duda.
6. Los programas de espectáculos. Entre La Oreja, Laura de América, Ventaneando, Tempranito y Con Todo, casi no me queda tiempo para ver las telenovelas del canal de las estrellas.
7. Mi terrible esnobismo y mi afán intelectualoide. Ante lo evidente, sobran las palabras.
8. La autocensura. A veces las más infranqueables barreras las erige uno mismo. Si mi capacidad de sonrojarme se quedara abandonada en una isla quizá sería menos infeliz.
9. La voz de Valentín Elizalde. Alguien le dijo a ese señor que podía cantar (horror, horror) y, la neta no.
10. Este me lo reservo. Hay cosas en este universo que no deben saberse. Je.

lunes, febrero 21, 2005

C'mon (de Ultra Deep, Miranda y BFTC)

No sé si sería mi estado de ánimo, o qué, pero el caso es que anoche, en la Plaza de la Liberación, me divertí mucho. Aclaro que aún no me acostumbro a los conciertos llenos de buena vibra y pocos excesos. Para mí, una tocada implica(ba) neandertales con la greña creciendo como hierba, slam a morir, conatos de acuchillamiento, litros y litros de sustancias ilegales, distorsión brutal, sudor, y un larguísimo etcétera. La idea de hacer girar botoncitos para producir música me resulta demasiado poco atrayente, aunque supongo que debe tener su chiste, porque si no, cualquiera lo estaría haciendo [¿cómo? ¿O sea que todo el mundo lo está haciendo? ¿Entonces para eso es el Reason de Propellerhead que tengo instalado en mi máquina?]. Pues bien, ayer domingo Laclau y yo fuimos a la mencionada Plaza, en pleno centro de la ciudad, a ver y escuchar, sobre todo, a Bajo Fondo Tango Club. A mí particularmente me gusta más Gotan Project, pero de cualquier modo, me apersoné en el lugar con el ánimo dispuesto. Al escuchar a Ultra Deep, mi primera reacción fue de cierto desdén. «Música de botoncitos», pensé. «Pero al menos traen un bajista de a deveras». Eso me reconfortó un poco. Luego, me di cuenta que la camisa del, no se cómo llamarlo [¿DJ? ¿Tecladista? ¿Laptopero?], decía You Biatch y no Von Dutch. La cosa iba mejorando. Finalmente, concluí que lo que escuchaba no estaba nada mal. La voz de la chica es muy buena. Por lo menos a mí así me lo pareció. Y la música que producían me estaba haciendo mover rítmica e involuntariamente, el pie derecho. Casi me pongo a bailar. Nada mal. Luego de un buen set por parte de Ultra Deep, salió a escena una banda llamada Miranda (Es Miranda, mi amor, c’mon). Todos enfundados en unos monos color rojo que a primera vista me dieron una buena impresión. No había un baterista, pero sí alguien manejando (muy chido, por cierto) los ritmos. Un POP sin mayor profundidad ni complicaciones. Digerible, adecuado para el clima. El guitarrista, Lolo se llamaba, creo, disfrutaba mucho su ejecución. Además, era singularmente bueno. No cualquiera le otorga toques funky a una rolilla pop. Las canciones de Miranda parecían, casi todas, la misma. Yo jamás los había escuchado, pero deben ser famosos, porque alcancé a notar que varias personas coreaban sus letras. En fin, creo que el guitarrista de dicha banda es excelente, y lo importante es que los músicos crean en lo que están tocando, que se diviertan con ello. Me parece que, en ese sentido, Miranda es una banda muy divertida. No me gusta la música que tocan, not in a million years, pero me parece que ofrecieron un muy buen set. De Bajo Fondo hay poco qué decir. Los tipos saben lo que hacen, dominan el escenario y ejecutan excelente. Una propuesta madura, sólida, que logró cubrir con creces mis expectativas. Laclau estaba muy emocionada, quién sabe si por el vasote de vino que se llevó de la casa y se estuvo bebiendo durante el concierto; quién sabe si por el clima; quién sabe si por la compañía: quién sabe si por Bajo Fondo; quién sabe si por todas las anteriores. El caso es que hasta yo me divertí mucho. Ni siquiera me molestó la chaparrita que frente a mí bailaba como si estuviera en la Academia (la de TV Azteca, que en la de Platón no bailaban así). Todo me resultó tan divertido que no pude contener la carcajada cuando, por enésima vez en lo que va del año, escuché que Guadalajara era la capital americana de la cultura. C’mon (es Miranda, mi amor).

miércoles, febrero 16, 2005

¿Suprema libertad?

Paradoja: escribo la palabra libertad y quedo atrapado irremediablemente en el acto mismo de escribir, en las pantanosas trampas del lenguaje. Me explico: mientras escarbo en la memoria queriendo encontrar algún momento de suprema libertad, me doy cuenta que la búsqueda es infructuosa. Pienso en aquella tarde fría y lluviosa en la que mi única compañía era la voz bajita de Gardel, la carretera y un café frío… Luego me viene a la mente la ocasión en la que poco antes del amanecer, solo, en una playa virgen, me sentí terriblemente absorbido, como si fuese parte de algo más grande que yo y que, al mismo tiempo, era yo mismo. Momentos de alegría, felicidad u otra de esas tantas piorreas; quizá experiencias liberadoras [pero ¿de qué o de quién?], no la suprema libertad. Sin duda, el estatuto jurídico que remite a la facultad natural [esbozo una sonrisa irónica] que tiene el ser humano de actuar de una manera o de otra, o de no actuar, es, cuando mucho, un útil ejercicio heurístico. Más bien, la libertad constituye una escalinata en espiral que conduce a… [¿qué escribir después de la vistosa “a”?]. Estatutos y facultades naturales, como todo orden moral, son ideas restrictivas, construcciones históricas que delimitan la frontera entre lo bueno y lo malo, entre lo permitido y lo no permitido. De modo que una definición formal indicaría que la libertad radica en mi capacidad de elegir entre esto y aquello. Soy libre de elegir, sí, pero mi elección alude a un conjunto predeterminado de vías de acción, en las cuales nada tuve qué ver y, que además, tiene cierto carácter punitivo. ¿Relativa libertad o títere del destino? ¿Soy yo el que elige o alguien/algo más jala mis hilos?

En este sentido, puede decirse que la libertad no existe, sino que se construye a cada momento en el devenir cotidiano. Metáfora que está ahí en lugar de otra cosa [¿quizá del enmascaramiento del garrote y la zanahoria que nos permiten seguir andando?]. Cuando se le evoca y se cree tenerla, la metáfora se diluye en la más pura y opresiva literalidad, dejando sólo un profundo vacío: la libertad como un abismo, como la lejana e inalcanzable línea del horizonte. La búsqueda de la suprema [y efímera] libertad implica reconocer la paradójica imposibilidad de su existencia. Más allá de Berdayev, Locke, Rousseau, Hegel o tantos otros; más allá de cualquier estatuto u orden moral, la libertad es relacional, siempre en oposición a otra cosa, blanquinegro y burlesco ying y yang de la vida diaria. Entre más se busca la libertad más queda uno atrapado en un entramado de palabras [enormes y gastadísimas] que vuelan alrededor de la idea, la rodean, intentan atraparla como si ello fuera la función de las palabras, tarea inaplazable y liberadora [¡Ja!]. La libertad, creo, es otra cosa, algo que se esfuma en el momento mismo de nombrarla. Bella evocación que no es sino pseudo-presente contaminado de pasado o de futuro, virtualidad enorme, la libertad es siempre retrospectiva o prospectiva: no bien termina uno de decir/escribir “soy libre” cuando ello ha quedado atrás, se ha convertido en libertad-ya-fue, y sólo resta la libertad-por-venir. Siempre pasado o futuro, nunca presente. Quizá la libertad suprema implique el reconocimiento de la contingencia, es decir, un algo azaroso que se siente en las vísceras como un golpe seco y caliente, falsa domesticación del caos, caída ineludible en la nada.

Duda: ¿qué tal si al pensar/escribir la libertad suprema hemos equivocado el camino? ¿Qué tal si la verdadera libertad se encuentra en el goce perverso de quien siente en las venas la ansiedad de la cercanía de la jeringa; o en el placer desgarrador de aquél que mete las narices en la ropa íntima de su hija? Gran paradoja: si la libertad dejara de ser tal, quizá nos haría más libres. Tal vez si lográsemos reunir una enorme cantidad de aprisionamiento, la libertad podría cristalizar, de repente, en otro plano. No obstante, habría que reconocer, por último, en que la búsqueda de la libertad es la instancia menos liberadora. Cabría preguntarse si ¿acaso pensar en un momento de suprema libertad no implicaría reificar a golpe de lápiz y papel, o a fuerza de teclado, lo inaprensible? Bah. Seguramente la libertad es la más grande mentira que nos hemos inventado para sentir una seguridad ontológica que, en última instancia, es un acto que intenta la reconciliación con… [¿con? Otra vez las palabras —las malditas palabras—].

martes, febrero 15, 2005

Aquí no pasa nada...

Quien tenga el sano vicio de ver la televisión se habrá dado cuenta de los graciosos spots que recientemente publicitan a nuestro querido y eficaz gobierno. Me refiero a esos que comienzan con un paisano o paisana, en primer plano, recitando la frase: «Hay gente que dice que en este gobierno no pasa nada. Y es cierto…». Pues bien, además de los ya conocidos (y sumamente graciosos), creo que faltaría uno en el que se fueran sucediendo imágenes vertiginosas de lo que verdaderamente ocurre en México. Una voz en off, sobría, grave, diría: «Hay gente que dice que en este gobierno no pasa nada. Y tienen razón: en nuestro país el narcotráfico se infiltra hasta en las más altas esferas de la política (imagen de Nahum), se colombianizan las cárceles y las ciudades (imágenes de los distintos CERESOS, o de Fox diciendo que el país es 99.99 % seguro), mueren mujeres a cada rato en Cd. Juárez (imágenes de los esqueletos y las camionetas del SEMEFO en medio del desierto), se meten a nuestras casas y nos dejan sin nada (imagen de una señora llorando, abrazando a su hijita), gana el Atlas (imagen de un necaxista incrédulo), etcétera (aquí ponga usted lo que quiera)». El narrador o narradora, con una gigantesca sonrisa irónica saldría luego en pantalla, diciendo: «Sí, en este gobierno no pasa nada. Punto». El spot se cerraría con la cortinilla de un símbolo patrio demediado (aguilita negra sobre fondo blanco, y cortada a la mitad por una franja tricolor).

martes, febrero 08, 2005

Martin, Medeski and Wood en Guadalajara

Para variar, el concierto comenzó poco más o menos una hora tarde. El Hard Rock era un asco, como siempre. Empecé a intuir que la noche iba a ser un fiasco cuando el recoge-boletos sospechosamente no nos regresó la partecita desprendible del boleto de entrada. No hace falta demasiado ingenio para vincular esa acción con las decenas de personas que afuera buscaban un boleto, y que, posteriormente, se amontonaron adentro. A treinta pesos el nimio vaso de cerveza tibia la espera, ya en el interior del lugar, se volvía fastidiosa a cada minuto. Sobre el escenario estaban distribuidos los instrumentos y demás adminículos musicales. Al fondo había una manta enorme con el logo del lugar estampado en el lomo. Ya cerca de las diez (no traía reloj, y jamás pregunto la hora, así que mi apreciación temporal quizá no sea la adecuada) llegó al escenario Trucker. La banda toca un jazz movido más o menos sabrozón, aunque extremadamente predecible. Las estructuras musicales de su propuesta me parecieron bastante formales, había poca síncopa y alguno que otro contrapunteo entre la trompeta y el saxofón. Nada de extravagancias, licencias o exploraciones metafísicas. Eso sí, individualmente me parece que todos son grandes músicos. En la ejecución no puede apreciar ninguna falla técnica que fuese significativa como para mencionarla. Quizá un atorón del bataco a media rola, pero nada grave, puesto que lo solucionó muy bien. Tal vez si se consiguieran un DJ…Y me refiero a un BUEN pincha discos, porque el que traen no aporta nada al grupo. Pareciera como si su mayor talento consistiera en ¡silbar! (ojalá y nadie se ofenda, porque parece que el susodicho es famosillo). Supongo que para los integrantes de Trucker el momento álgido de la noche ocurrió cuando, casi al final de su set, el percusionista de Martin, Medeski & Wood apareció en escena para acompañarlos El público ovacionó la “brillante” ejecución de Martin en su “genial” solo de ¡cencerro! Ja. El tipo se llevó las palmas. Ello me produjo una ligera sensación de desencanto que se iría incrementando (y confirmando mis sospechas) conforme se hacía más tarde. Trucker terminó, dejando al público más o menos entonado. Luego apareció Sara Valenzuela para anunciar, por fin, a MMW. Aunque cabe mencionar que entre el anuncio y la aparición en el escenario del grupo transcurrieron entre quince y veinte minutos. Insufribles, si he de decirlo: entre mi psicosis y el amontonadero de gente, y los empujones y la densa nube de tabaco y el olor a humanidad que cada vez se hacía más denso, quince minutos pueden convertirse en una eternidad. MMW aparecieron en silencio, y en silencio se fueron. He de decir que escuché por primera vez a MMW hace unos cinco años, y casi por accidente. Entonces me pareció una banda fascinante y de vanguardia (palabra gastadísima y hueca) porque se situaban en el límite, atravesaban ciertas fronteras jazzísticas que otros simplemente no tienen el coraje de cruzar. No soy un gran conocedor de ese género, pero algo he oído. Y me parecía que MMW tenían ese algo, una especie de no se qué que qué se yo. Esto es para señalar que mis expectativas con respecto al concierto de ayer por la noche eran más que amplias. Sin embargo, MMW fueron sólo radiografías de sí mismos, una regurgitación de lo ya hecho que sólo sirvió de marco para que Medeski intentara lucir su Hammond distorsionado sin mucho éxito. En su defensa he de decir que sí hubo dos momentos en que el grupo se conectó y verdaderamente se dedicó a explorar las fronteras del jazz, a tocar los límites y quizá doblarlos un poquito. Pero fue cuestión de un par de minutos. Nada más. Una cosa que me resultó bastante productiva fue que pude observar ciertos “rituales” que tienen lugar entre los y las concert goers: hay como una tendencia a exhibirse, a asistir a “los mejores eventos” (esto lo dijo un tipo que saludó a alguien situado junto mí: “como siempre, yo en los mejores eventos”) una especie de necesidad de ver y ser vistos. Un concierto como campo de socialización implica vetas analíticas interesantes, pero eso es harina de otro costal. Por otra parte, era fácil identificar a los verdaderos fans de MMW: tenían una cara de incredulidad y desasosiego ante la constante recurrencia del grupo a los trucos de perro viejo, a su caminar elefantoso y predecible, al engatusamiento desganado de un público facilón que no exige y aplaude con ganas a la menor provocación de un cencerrazo, que prefiere echarse una chela y saludar a los compas, sin importar que en el escenario se esté reificando lo irreificable, que se desdivinice y profane al jazz y se le encorsete de manera tan patética, tan como si. La noche valió la pena por los dogos con panela que, para la (in)digesta pesadez de Laclau y mía, nos devoramos atrasito del edificio administrativo de la Universidad. Yum.


jueves, febrero 03, 2005

Post-literatura húmeda

Afuera hace frío y llueve. Adentro, allá al fondo, suena bajito y rasposo un viejo disco de Gardel. Poco a poco, de pared a pared, la penumbra va ocupando esta habitación atestada de libros. Bebo un sorbo de café. Miro a la ventana y veo cómo las gotas van dejando sus rastros de agua en el cristal. Intento encontrar un tema que me permita escribir, pero la página en blanco no cede. En cambio, me distraigo diciendo lluvia, afuera, adentro. Y me sorprende la facilidad pasmosa con la que quedo atrapado en la evocación de un orden, en la enumeración fatalmente jerárquica de las cosas, en la parcelación del mundo. Clasifico a diestra y siniestra (¡a diestra y siniestra!), quizá por buscar una (falsa) seguridad ontológica que me haga saber que el mundo es como creo que es y no otra cosa: esto se llama «taza» y está «adentro»; aquello se denomina «lluvia» y ocurre «afuera». Pero ¿acaso no hay ocasiones en las que llueve también adentro? ¿Será que no es posible beber una canción de Gardel o escribir una taza de café? El orden, siempre el orden, como si la vida estuviera libre de toda contingencia. Intentamos domesticar el azar mediante el lenguaje, como si nombrar fuera verdaderamente una creación. ¿Cómo romper con esa visión reificadora y anquilosada? ¿Cómo destrozar esta ventana que delimita mi estar aquí adentro y todo lo que ocurre allá afuera? Quizá una vía sea la escritura. Pero ¿cuál escritura? Octavio Paz decía, palabras más, palabras menos, que el ensayo se ubicaba entre el aforismo y el tratado. Ello habla de un género en el que prima la libertad de forma y fondo. Sin embargo, aún siendo quizá el más potente de los géneros, el ensayo tiende a buscar cierta legitimidad y aceptación por parte de los “doctores de la ley”: para publicar un ensayo (y casi cualquier cosa) es preciso atravesar un campo minado lleno de editores, árbitros, escritores y demás habitantes de la republiquita de las letras. Por ello, desde mi perspectiva, el blog abre una brecha que desborda la autonomía del campo literario, y se convierte, quizá, en un nuevo género (el de la post-literatura) que puede resultar bastante fructífero. Si esto es cierto, el amplio rango en el que dicho género se desenvuelve permite pensar en la escritura de blogs como una actividad que puede llegar a ser subversiva, liberadora, casi catártica. El blog, pues, podría ser visto como un instrumento fundamental para trastocar el mundo, para abrir(nos) las ventanas y salir a escribir/beber un café, escuchar/leer, allá afuera, a Gardel y dejar que la lluvia nos humedezca el rostro/los ojos.