lunes, abril 26, 2004

I. Somnus

Este texto es un fragmento de una novela que estoy intentando escribir...


Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre
Muerte, y el Hades le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta
parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad
y con las fieras de la tierra.

Apocalipsis 6:8



Me contemplo desde fuera. Camino alrededor de mi patético cuerpo que se encuentra envuelto en sábanas. Sé que muero y renazco cientos de veces en un instante, con garras alargadas y ojos enormes, rojos y brillantes; me transformo en algo más grande y más fuerte de lo que solía ser. Mis movimientos son espasmos vertiginosos que describen ángulos agudos, de trayectorias cortas y accidentadas. Percibo la realidad con cientos de nuevos sentidos. Me detengo y observo alrededor. Me sé; no en aquél que descansa, sino en mí y en la sombra que se arrastra a mis pies y se funde conmigo y con mi alma: pienso, luego existo; pienso, luego él no existe; pienso, luego nosotros sí existimos; pienso, luego vosotros. . .

El miedo se arrastra frente a mí como una serpiente. Gira alrededor de la triste ironía en la que me he convertido. Una vez más, el vértigo se apodera de mí, de lo que soy y lo que he sido. Una vez más caigo en las fauces de este profundo abismo de inconsciencia, en el que se agita y se retuerce, inquieta, una baba obscura y pestilente como el tiempo; en el fondo yace la voz que se esfuerza por salir a la superficie. Intento despertar, pero aquello no tiene piedad. Se acerca cada vez más y sonríe con cuatro hileras de filosos dientes. El fétido olor que despide su boca me recibe recordándome lo frágil que soy. Frente a mí se despliega una estela de imágenes translúcidas, difusas, como en una película fuera de foco; luego, las imágenes danzan arriba y abajo precipitadamente y de nuevo toman forma, una y otra vez.

Mi cuerpo se eleva súbitamente. En el horizonte veo un paisaje desolado, casi árido, repleto de violencia. Grandes piras crujen y se argamasan en una danza macabra. El fuego ha traído consigo una interminable área desértica en la cual pululan instrumentos de tortura y muerte. Observo una serie de columnas de humo rojizo que se alzan hasta casi tocar el cielo, dándole un matiz sanguinolento. Un ejercito de muerte y desolación se encarga de corromper todas las cosas vivientes de este mundo. Los cadáveres se apilan unos sobre otros, descompuestos y mutilados. Algunos cuerpos todavía se mueven y se entrelazan como reptiles de los que escurre una baba rojiza y amarillenta. En el fondo del paisaje observo cientos de emperadores, cardenales, amantes, niños, todos ellos víctimas del mismo verdugo: la muerte. Una torre obscura se recorta entre las ambarinas sombras, como una prisión que encierra una furia largamente acariciada, pero también largamente contenida. Un loco hace sonar una campana que cuelga de un inmenso árbol y sonríe con una mueca macabra. En la distancia un esqueleto azota a un hombre que se encuentra de rodillas. Más atrás, se observa un hombre que cuelga de un patíbulo.

Muertes al azar. Todo es un caos. Estar aquí es como estar dentro y fuera de la vida; y es situarse en los intersticios de la frontera que existe entre la piel y el mundo exterior, donde todos los lugares y todas las cosas se reducen a uno; donde lo indivisible y lo fragmentado se convierten en una masa que permite observar el devenir del tiempo y el espacio; donde todo puede ser aprehendido desde todos los ángulos y perspectivas en un mismo instante; donde la realidad se desplaza por instantes, para después volver a su sitio, convirtiéndose en un enorme caleidoscopio que gira lentamente en todas direcciones; donde no hay significados ni sentidos a los cuales aferrarse; donde YO SOY YO realmente.

Éste es el borde y el único punto fijo en este lugar es un hueco semejante a una puerta, situado detrás de mí, del cual emerge un sonido que penetra por todo mi ser; sé, inequívocamente, que es un llamado al que tarde o temprano tendré que responder. Tarde o temprano. Regreso. A lo lejos, en el fondo del tiempo, hay un ataúd. Doy un paso hacia delante y me descubro; Me contemplo desde fuera. Camino alrededor de mi patético cuerpo que se encuentra envuelto en sábanas. Sé que muero y renazco cientos de veces en un instante; me transformo en algo más grande y más fuerte de lo que solía ser. Me sé; no en aquél que descansa, sino en mí y en la sombra que se arrastra a mis pies y se funde conmigo y con mi alma: pienso, luego existo; pienso, luego él no existe; pienso, luego nosotros sí existimos; pienso, luego vosotros. . .