Pregunta
central: ¿por qué me gusta el café? Más específicamente ¿por qué el café
matutino, ese cuyo primer sorbo ocurre mucho antes de que salga el sol, ejerce
una poderosa fascinación sobre mí? Intuyo muchas respuestas, claro. Pero si he
de ser honesto, ninguna es la correcta. O dicho de otra manera, todas lo son a
su modo. Así que puedo elegir cualquiera. Intuyo además que las respuestas que
pueda ofrecer(me) no serán compartidas por grandes mayorías. Tampoco me
importa. Lanzo de nuevo la pregunta: ¿por qué me gusta el café? La contestación
estándar es: por el sabor amargo y poco refinado (lo tomo negro, por
supuesto). A diferencia de la infusión,
de características más sofisticadas, el café es un golpe duro y seco al
paladar. En ocasiones, muy de vez en cuando, me gusta aderezar esta bebida con
un poco de crema en polvo y azúcar mascabado. Y aún así, el sabor permanece
terriblemente denso; terriblemente gordo (robusto, dicen los que saben).
Otra posible respuesta a la pregunta que coloqué al
principio tiene que ver con los efectos estimulantes que esta bebida produce. La
cafeína, en tanto alcaloide, permite sentirnos como un búfalo suelto en una
tienda de figuras de cristal. Basta el primer sorbo matutino para recobrar el
enfoque, la determinación y la disciplina que se habían quedado refugiadas
entre la tibieza de las sábanas.
Hasta aquí hay dos factores alrededor de los que se acuerpa
mi gusto por el café: el sabor y los efectos estimulantes. No obstante, éstos
no son suficientes. El café es mucho más. Mejor dicho, el café matutino es
mucho más. En principio, involucra una ritualidad particular, un levantarse, un
sacar el frasco del congelador, un colocar los granos en el molino, un
presionar el botón y escuchar el estridente motorcito; un quitar la tapa y
aspirar el aroma… Aunque es preciso señalar que la sucesión de procesos no es
suficiente. El café requiere además una actitud muy específica, vinculada con
el deseo de beberlo. Preparar café de mala gana no tiene chiste. Mejor toma te.
O agua. O leche. Pero mi café de buenas, por favor. En fin, hay en todo ello un
empeñarse minuciosamente en repetir día a día cada paso. De lo contrario, se
corre el riesgo de que la magia no ocurra, y el sabor y los efectos se
conviertan en otra cosa, en agua entintada, en un líquido acre y ácido. En todo
menos en café.
Aparte de la ritualidad involucrada en el café; además del
sabor y de los efectos que dicho brebaje produce, existen otras posibles
respuestas a la pregunta con que se abre esta disquisición. Así, puede decirse
que aún cuando el café se tome en la más profunda soledad de la cocina, éste
nos hermana siempre con los otros que, aún desde la ausencia, beben junto a
nosotros. El café es, pues, un vehículo que permite compartir nuestras
soledades. Y no sólo eso. El café también democratiza las relaciones sociales. Por
un lado, me coloca en el mismo plano que los hombres que extienden un mapa sobre el cofre de su camioneta destartalada para planificar su intervención en la construcción.
Por otro lado, también me sitúa en la esfera de las magníficas abuelas que
preparan desayunos igualmente magníficos y masivos para familias enteras. Y por
supuesto, un café espectacular. De igual forma, me pone en el nivel de quienes
sólo tienen un trago de café (frío) para llevarse al estómago, y nada más. Amargo como
la vida misma. Negro como el futuro.
En fin, respuestas hay muchas. La que más me convence hasta
ahora es que el café me gusta porque me gusta. Tautología incluida. Y mejor no
entremos en el conjunto de las referencias sexuales que esta dichosa bebida
connota y denota, porque no paramos…
Salud.