jueves, abril 29, 2004

Introspección

Mirar(se) [hacia dentro] es como estar inmerso en un juego de espejos. Los rostros [que en última instancia son el mismo] aparecen retorcidos, agrandados como Atlantes, reducidos como cabezas de jíbaro. La introspección perversa es como contemplar un cuadro cubista, equivale a encontrar(se con) un ser fragmentado, descentrado, evanescente. No cabe duda: estoy encerrado en mí mismo, he quedado atrapado dentro de este espacio tan reducido, en la vorágine de esto que es mi cuerpo. Las fronteras entre el exterior y esto que soy yo se anquilosan, se reifican, son cada vez más marcadas: se reducen y me aprisionan como paredes que caen sobre mí. Quisiera pensar que yo soy más grande que todo esto. Que puedo salir de todo esto. Pero no. No es así. Necesito escapar de mí, transformarme en viento, en éter, hacerme sutil: desaparecer. Quisiera ser invisible, o dormir para siempre. Es que soy como una rama que se ha roto, pero que aún pende del árbol. Me seco y muero a cada segundo. Siento que me hundo en algo que es como una masa oscura, blanda, y al final, justo antes de la asfixia, me doy cuenta que esto en lo que estoy inmerso soy yo mismo. ¿Cómo se proyecta esto hacia el exterior, piel afuera? ¿Todo el mundo puede ver el monstruo horroroso en el que me he convertido? A veces me das asco. A veces me das vergüenza.

miércoles, abril 28, 2004

1. El conserje


Este es un fragmento de un cuento más amplio que tentativamente se titula "El conserje"...

Era un lunes como cualquier otro. La chicharra del desvencijado reloj sonó insistente desde el buró, anunciando las cinco con treinta de la madrugada. Javier llevaba ya cerca de una hora despierto. Con desgana se sacudió el rostro con ambas manos, como queriendo con ello dejar atrás una noche más de insomnio. Su barba rala le daba un aspecto vetusto y sucio, haciéndolo parecer más viejo de lo que realmente era. Aún adormilado terminó –no sin mucho esfuerzo– por sentarse en el borde de la cama. Salir de entre las cobijas se sentía como entrar despacio en una piscina helada: para Javier era como si estar dormido fuera la verdadera vida, y cada despertar representaba el ingreso a un mundo de pesadillas.
Javier alargó su brazo para apagar la chicharra del polvoso reloj. «Estúpido aparato» masculló mientras apartaba con el pie al perro que dormía junto a un par de deshilachadas pantuflas. Saboreó la amargura de su boca. Se rascó entre los dedos de su pie derecho y luego se llevó los dedos a la altura de la nariz, olfateando, primero el índice, luego el pulgar. Se rascó los genitales, y sólo entonces, después de haber cumplido con el eterno ritual de siempre, salió de la cama. Tenía la ropa de la pijama enredada en el torso. Con el paso del tiempo y la suciedad, en las axilas del enorme camisón se habían formado sendas manchas amarillentas. De reojo, observó como la mujer que estaba a su lado se movía un poco, toda ella enorme y sebosa como una vaca. Los jadeos entrecortados de Esperanza –Perita como le decían las demás mujeres del barrio– se asemejaban a un gañido. Con cada meneo, por mínimo que éste fuera, su cuerpo despedía un olor agrioso, rancio, al que Don Javier ya estaba habituado después de dormir junto a ella casi de media vida. Además, este olor le gustaba y atraía. «Si supieras cuánto te detesto, estúpida morsa», pensó él haciendo para sí una divertida mueca de asco. Dirigió la vista al muro en donde se encontraba el retrato de su madre. Se persignó con solemnidad y rezó un padre nuestro. Repitió la misma operación mirando hacia cada una de las paredes de la habitación, en donde colgaban algunas imágenes de varios santos y otras fotografías viejas, en color sepia.
Afuera, un viento otoñal, traía consigo el característica olor a tierra mojada de aquellas fechas. El sol despuntaba perezoso detrás de las colinas que amurallaban la parte norte de la ciudad, llenando el cielo con un tinte gris violáceo. Junto a los primeros cantos de los canarios matutinos, las campanas de la iglesia se escuchaban a lo lejos, formando una sinfonía atonal y rústica. La segunda llamada a misa indicaba que eran casi las seis de la mañana. Adentro de la casa, parecía como si la obscuridad escapara por las cortinas entreabiertas, dejando tras de sí una estela compuesta de una extraña melancolía y angustia infinitas. La ligera llovizna de la noche anterior –la primera de la estación– no había logrado sino arreciar el calor. Casi era posible sentir en el cuerpo la tensión que empapaba la estancia. Para Don Javier y Perita, ésta era la vida.
Aún sentado sobre la cama, Don Javier cogió el vaso con agua que estaba sobre la mesa de noche, bebiéndolo a pequeños sorbos. Eran inútiles los esfuerzos que hacía por ignorar el ya eterno e incurable dolor en su estómago, y el sabor cobrizo y amargo que inundaba su boca cada mañana. Emitiendo un interminable suspiro se irguió con dificultad. Arrastrando los pies se dirigió hacia el cuarto que fungía como baño. A Don Javier le resultaba cada día más difícil encontrar un motivo para levantarse de la cama. La cotidiana monotonía en la que estaba sumergido hacía de su vida una especie de estado vegetativo, inerte. Aunado a lo anterior, la extrema pobreza que los envolvía crecía a diario, haciendo más duro el hecho de seguir vivo. Durante los últimos años, tanto frustración como angustia constantes eran sus signos vitales. Él se sentía como un muerto viviente; como un zombie. Entre cubetada y cubetada, Don Javier, dejó volar sus pensamientos hasta el pequeño agujero que había hecho en los baños de la escuela en donde era conserje. Las vívidas imágenes que se agolpaban en su mente le hicieron estremecerse, mientras se masturbaba con la energía que se lo permitieron sus gastados cuarenta y tres años. Sí, éste era para él un día como cualquier otro.

lunes, abril 26, 2004

I. Somnus

Este texto es un fragmento de una novela que estoy intentando escribir...


Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre
Muerte, y el Hades le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta
parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad
y con las fieras de la tierra.

Apocalipsis 6:8



Me contemplo desde fuera. Camino alrededor de mi patético cuerpo que se encuentra envuelto en sábanas. Sé que muero y renazco cientos de veces en un instante, con garras alargadas y ojos enormes, rojos y brillantes; me transformo en algo más grande y más fuerte de lo que solía ser. Mis movimientos son espasmos vertiginosos que describen ángulos agudos, de trayectorias cortas y accidentadas. Percibo la realidad con cientos de nuevos sentidos. Me detengo y observo alrededor. Me sé; no en aquél que descansa, sino en mí y en la sombra que se arrastra a mis pies y se funde conmigo y con mi alma: pienso, luego existo; pienso, luego él no existe; pienso, luego nosotros sí existimos; pienso, luego vosotros. . .

El miedo se arrastra frente a mí como una serpiente. Gira alrededor de la triste ironía en la que me he convertido. Una vez más, el vértigo se apodera de mí, de lo que soy y lo que he sido. Una vez más caigo en las fauces de este profundo abismo de inconsciencia, en el que se agita y se retuerce, inquieta, una baba obscura y pestilente como el tiempo; en el fondo yace la voz que se esfuerza por salir a la superficie. Intento despertar, pero aquello no tiene piedad. Se acerca cada vez más y sonríe con cuatro hileras de filosos dientes. El fétido olor que despide su boca me recibe recordándome lo frágil que soy. Frente a mí se despliega una estela de imágenes translúcidas, difusas, como en una película fuera de foco; luego, las imágenes danzan arriba y abajo precipitadamente y de nuevo toman forma, una y otra vez.

Mi cuerpo se eleva súbitamente. En el horizonte veo un paisaje desolado, casi árido, repleto de violencia. Grandes piras crujen y se argamasan en una danza macabra. El fuego ha traído consigo una interminable área desértica en la cual pululan instrumentos de tortura y muerte. Observo una serie de columnas de humo rojizo que se alzan hasta casi tocar el cielo, dándole un matiz sanguinolento. Un ejercito de muerte y desolación se encarga de corromper todas las cosas vivientes de este mundo. Los cadáveres se apilan unos sobre otros, descompuestos y mutilados. Algunos cuerpos todavía se mueven y se entrelazan como reptiles de los que escurre una baba rojiza y amarillenta. En el fondo del paisaje observo cientos de emperadores, cardenales, amantes, niños, todos ellos víctimas del mismo verdugo: la muerte. Una torre obscura se recorta entre las ambarinas sombras, como una prisión que encierra una furia largamente acariciada, pero también largamente contenida. Un loco hace sonar una campana que cuelga de un inmenso árbol y sonríe con una mueca macabra. En la distancia un esqueleto azota a un hombre que se encuentra de rodillas. Más atrás, se observa un hombre que cuelga de un patíbulo.

Muertes al azar. Todo es un caos. Estar aquí es como estar dentro y fuera de la vida; y es situarse en los intersticios de la frontera que existe entre la piel y el mundo exterior, donde todos los lugares y todas las cosas se reducen a uno; donde lo indivisible y lo fragmentado se convierten en una masa que permite observar el devenir del tiempo y el espacio; donde todo puede ser aprehendido desde todos los ángulos y perspectivas en un mismo instante; donde la realidad se desplaza por instantes, para después volver a su sitio, convirtiéndose en un enorme caleidoscopio que gira lentamente en todas direcciones; donde no hay significados ni sentidos a los cuales aferrarse; donde YO SOY YO realmente.

Éste es el borde y el único punto fijo en este lugar es un hueco semejante a una puerta, situado detrás de mí, del cual emerge un sonido que penetra por todo mi ser; sé, inequívocamente, que es un llamado al que tarde o temprano tendré que responder. Tarde o temprano. Regreso. A lo lejos, en el fondo del tiempo, hay un ataúd. Doy un paso hacia delante y me descubro; Me contemplo desde fuera. Camino alrededor de mi patético cuerpo que se encuentra envuelto en sábanas. Sé que muero y renazco cientos de veces en un instante; me transformo en algo más grande y más fuerte de lo que solía ser. Me sé; no en aquél que descansa, sino en mí y en la sombra que se arrastra a mis pies y se funde conmigo y con mi alma: pienso, luego existo; pienso, luego él no existe; pienso, luego nosotros sí existimos; pienso, luego vosotros. . .

La insoportable soledad de(l) ser

Por Rencoria

Te descubrí escondida detrás de una sonrisa nerviosa. Tu mirada exploraba la habitación, como buscando algo en que posarse, un punto al cual aferrarse para deshacerse de aquella fingida timidez. Para mí, esa noche todo se reducía a mirarte, olerte, a saberte cerca. Ya no éramos unos niños, es cierto, pero había entre nosotros como un aura de inocencia o de locura. Ambos de pie, frente a frente, observándonos: tu desnudez hacía juego con mis ganas de saberte. Luego, acercarse, reducir la distancia y aumentar el deseo, vibrar por dentro. Mis manos inexpertas de ti, que hasta entonces ignoraban las texturas de tu cuerpo, no eran capaces de decidir entre la caricia suave y la tosquedad de un roce. Tocarte, tocarnos: recorrerte la piel pausadamente con los dedos, con los labios, deteniéndome en cada lunar, explorando cada pliegue: descubriéndote. Acariciar tu rostro; besar tus párpados, tu nariz, tu boca. Mis manos se posaban sobre tus hombros, en tu espalda, trayéndote hacia mi, resbalando pausadamente, deteniéndose en tus nalgas. Yo intentaba memorizar tus besos cada vez más largos y profundos, por si el olvido, o por si el recuerdo. Sentía cómo tu cuerpo se iba convirtiendo todo en una tibia y húmeda caricia entre mis manos. Intuí apenas cómo caminábamos torpemente los últimos tres pasos, con nuestras piernas enredadas, sin despegar los labios, respirándonos, hasta alcanzar la cama que era como la última frontera, el punto de no retorno. Tú sobre tu espalda y yo sobre ti, besando tu cuello, deslizándome hasta rozar tus pezones ahora duros, sintiendo tus manos enredadas en mi cabello, escuchándote jadear, gemir un poco con cada beso, con cada pequeño mordisco. Mis manos acariciaban tu pecho y mis labios insistían en tu ombligo, tratando de vencer la resistencia. Tus manos intentaban detenerme, pero me guiaban a la vez, instándome a seguir, a encontrarte en aquél beso profundísimo y cálido y envolvente. Besarte; tocarte, recorrerte. Sentir tu espalda arqueándose mientras mis manos apretaban tu cintura. Escuchar tu voz casi suplicante mientras yo besaba aquella boca tibia y vertical. Luego, después de una eternidad, me obligaste a desandar mis besos, a regresar a tu vientre, a tus pechos, a tu cuello, a tu boca. Presentí cómo tus piernas se abrían un poco más y todo era tan natural: entrar en ti era como si finalmente hubiese descubierto una parte de mí que siempre había estado esperándome, como si tu cuerpo fuese el molde que terminaba con mis ausencias de una vez y para siempre. Poco a poco, moviéndose lentos, casi autónomos, era como si nuestros cuerpos comenzaran a reconocerse, a familiarizarse, a compartir sus soledades y sus desatinos. Y todo aquél deseo se convertía en placer, en todo aquello que éramos ahora, en algo diferente a ti o a mí, a tu cuerpo o a mi cuerpo. Nos transformábamos en voluptuosidad, en gemidos, en sudor, en algo que era casi como furia que salía por nuestros poros y nos separaba, entrelazándonos al mismo tiempo. El mundo desaparecía, se olvidaba de nosotros como nosotros de él. Y ya cerca del final todo se mezclaba como en un coágulo metafísico: tus manos clavándose en mi espalda, mis labios en tu boca, tu voz gritando mi nombre, yo muriendo un poco dentro de ti.

En el fondo, desde un disco viejo, la trompeta de Dizzy Gillespie parecía salir y entrar a voluntad de aquella tibia realidad de incienso y vino tinto, en una especie de movimiento dialéctico: yo-tú-nosotros-ustedes-ellos. La música -ese maldito jazz- transportaba nuestra desnudez a otras dimensiones, montada en aquellas notas que se desgajaban y caían sobre nosotros, sobre nuestros cuerpos exhaustos, empapados, oliendo a sexo y a sudor. Luego, poco a poco el silencio, devolviéndonos de golpe a la destemplada realidad de aquél estar ahí, de aquella cama dura y de aquel cuarto repleto de libros y botellas vacías y soledades. Y como siempre, pensar de nuevo en el artículo que tengo que escribir porque de algo hay que comer; recordar la estrechez del tiempo, levantarse al baño, orinar, tirarse un pedo, volver a ser humanos. Yo hubiera querido que te quedaras un poco más para observarte ahí, recostada en mi cama, y luego acercarme y recorrerte la piel con las yemas de mis dedos, y besarte de nuevo, y hacerte el amor. Pero no, «hoy no me es posible», dijiste. «¿Te volveré a ver?», pregunté, sabiendo que no. La desesperanza me invadió cuando te levantaste y comenzaste a vestirte lento. «Te lo prometo» dijiste sonriendo. Tomaste los cincuenta dólares que había dejado en el buró, te dirigiste hasta donde estaba yo, desnudo todavía, me diste un beso indiferente y saliste de la habitación, dejando tras de ti una estela de frío desencanto. Por la ventana se alcanzaban a ver las luces de los autos que transitaban por la carretera. Algo como un recuerdo quiso salírseme por los ojos. Me acerqué hasta mi escritorio, recogí del suelo un libro, y lo patético de la escena casi me hizo reír: el libro era: Concierto para un hombre solo, de Samuel Ronzón. Ja, ja.

Insomnios

Es de noche
entre simulacros
de ausencia
y de tristeza
ella habita
a golpe de recuerdo
las horas
los m i n u t o s
en donde aún
después de tanto tiempo
sus olores merodean
por la memoria

Llueve
y el eco de su voz
tan amargamente tierna
suena en cada gota
en cada línea
mientras su alma
asustada se refugia en el papel
y se le escapa por las manos
letra a letra
lento

Alguien
allí mismo bebe
de los nombres
y de las imágenes
bajo una lampara
donde a contraluz
las palabras
se iluminan hacia
dentro
frágiles y mínimas
como aquella voz
recorriéndole
la piel

Piensa
que detrás de los deseos
y de la carne
el miedo entra por los ojos
y los huesos
que alimenta al olvido
y hace espacio en la habitación
por si la soledad regresa
acompañada

Luego
el colchón reclama su presencia
cosa de cansancio
hay que trabajar por la mañana
—se dice—
como quien quiere escapar de sí mismo
cerrando los párpados
y apretando los puños
bajo las sabanas

No existe
—concluye—
el ritual adecuado
ni la música precisa
para que en esos momentos
el laberinto de la noche
le conduzca a alguna parte
donde sus voces se encuentren
tocando con palabras sus insomnios



Picture by Boudreau

Nombres

Es de noche
la soledad entra sin avisar
por debajo de la puerta
como para acompañarme
en aquellas horas
en que sin querer llega el recuerdo
y se te imagina por aquí
caminando descalza, transparente

Y casi sin querer
se abren heridas nuevas
sobre las cicatrices
de voces que recuerdan
y que te escriben
intentando decidir
entre tristeza y olvido

Lo cierto es que
escribir es una mentira
que se desangra en episodios
y gota a gota nos arranca el alma
en un juego de espejos
y de sombras
en el que la vida se escapa
arrastrando los pies
como para no hacer ruido

Mientras que desde la melancolía
te invento, te escribo,
y recuento —uno a uno—
como un ritual
sin llorar, casi
los nombres que me habitan la memoria.

Aquellos días de T...

Odio. Odio. Sólo esa palabra resuena constantemente en mi cabeza. Estoy a punto de explotar. No se que hacer, o hacia donde dirigirme. Me siento desesperanzado. Creo que estoy estático. Mi vida no avanza hacia ninguna parte. Y me duele. Siento que lo he perdido todo. Siento que quise perderlo todo. No hay ninguna razón que me detenga aquí. Sin embargo, me da miedo largarme. ¿Por qué? Aún no logro captarlo. Es como si de pronto tuviera una visión borrosa. Nada tiene orden ni sentido. De pronto dejé de creer en el futuro. El pasado ya no importa. Necesito alejarme de aquí. Necesito centrar mi vida en otro lado. Creo que lo mejor es hacer del margen un nuevo centro.

domingo, abril 25, 2004

¿Y tú . . . ,

. . . . blogalifóbico o blogalifílico?

Más clichés contra mí mismo (para engrosar la lista)...

Cría cuervos y te sacarán los ojos —le decía mi abuela a mamá—. Nah. Mejor dicho: escribe cuentos y se te secarán lo sesos. Escribe poesía y te llenarás de becas y viejas y culpas y ronchas y pulgas y libros. No mames, el que escribe deja pedazos de su ser en cada letra ¿Y para qué? Para nada. Para absolutamente nada. Maldito cerdo queriendo cagar perlas para que los demás cerdos se las traguen como si fueran trufas. En el borde de la vida frágil intuyo mil finales para una misma historia, y me ahogo en las profunidades de un mar repleto de desolación y de tristeza. El dolor y la sangre que escurren por mis muñecas se estrellan contra el piso. De la misma manera en que la vida fluye y nos destila: lenta y humillante. Gota a gota se me escapan los recuerdos, los olvidos. La memoria resbala roja, casi púrpura, escurriendo por mis dedos. Mi cuerpo se adormece, siente frío, mientras lo invade un cansancio vetusto e inenarrable. Un dulce sopor entra por los cortes en diagonal mientras poco a poco, letra a letra, se me sale el alma...

sábado, abril 24, 2004

¿Desde cuándo estoy enfermo de desencanto?
Mi pasatiempo favorito: convertir los orines en vino (y viceversa).

miércoles, abril 21, 2004

Días aquellos

Ya no soy más que el recuerdo de mí mismo: una sombra sin rostro que se mueve y sobrevive por instinto. La soledad me envuelve y devora el eco de mis palabras. El hastío hace presa de mis actos. El golpe diario de lo cotidiano me ha llevado al extremo, a la frontera frágil de lo que es real y lo imaginario. Habito en los rincones de mi memoria. Inmerso en los ahora lejanos pasillos de mi mente, el tiempo y el espacio no tienen significado. Son un mero flujo que se desdobla y transcurre sin sentido alguno. Ambos se disuelven en una unidad múltiple que se desprende de sí como las dimensiones infinitas de un juego de espejos.

martes, abril 20, 2004

Cuidado Big Brother: Ninel es Lenin cuando se mira al espejo. Casi es seguro que ella no sepa quién es Lenin, pero de cualquier forma, cuidado... recuerda a Marx y lo que aquél hizo de éste. No vayas a dejar que se te anquilose y reifique tu programa de TV.... Ah, perdón, recordé que para eso no necesitas ayuda.

lunes, abril 19, 2004

Acerca de las pelis

Reformulé este trabajo y lo pasé a la página de ApistemA (está en la sección de De nosotros). Por favor, echenle un ojo al comentario y de paso revisen la página... Y contribuyan... please.

Gracias
Hay ocasiones en que despertar es como estar medio muerto: piel adentro hay como un fardo que dice llamarse como yo, que tiene una voz muy similar a la mía, que me insta a levantarme, a seguir con esto de la vida. Piel afuera está el despertador, la cama, el camino hasta el baño, el espejo empañado desde el cual un rostro familiar me saluda mientras me rasuro, el café negrísmo, la puerta que da a la calle. En el momento en que mi mano toca la perilla, me convierto en un zombie. Ahora entiendo lo que sucede: deberían de colgarme un letrero en el cuello que dijera: "¡Cuidado! Dead man Walking".

miércoles, abril 14, 2004

Realidad inmutable


A Claudia, por haber despertado en mí todo lo que yo creía muerto.


Creo que esa noche lo dijimos todo, aún cuando fuesen nuestros pocos silencios los que hablaran. Yo con mi insistencia a flor de piel, tatuada de manera crónica en la voz y en los labios, en ese lenguaje de ausencias y absurdos, aprovechando la amable melancolía de saberte tan cerca y tan lejos, trataba de convencerte, de hacerte saber, intentando desgranar palabra por palabra, una vez más, la certeza que produce reconocerse a sí mismo en otra persona. Y que por este simple hecho, por este humilde juego de espejos, querer estar siempre alrededor, oliéndose y tocándose, caminando con las manos entrelazadas, un brazo echado sobre el hombro, y el otro anudado en torno a la cintura, apretados el uno contra la otra y sintiendo el dulce calor de la cercanía, saboreando el color rojizo de un ocaso reflejado en el adoquín de una calle poco transitada; o escuchando el murmullo del lento atardecer de una plaza dominical, impregnada de una esencia vaporosa que atrae, magnética e irresistible, que sólo es reconocida por aquellos que caminan juntos, tomados de la mano, quizá sólo por compartir los desamparos, sin nada detrás de los ojos, más que algo irreconocible al principio, irreconciliable después, casi como una desazón, como una lágrima inquieta que pugna por salir; y que más tarde, con el tiempo y la distancia, se transformará en un recuerdo de lo que pudo haber sido, y que al final, cuando la noche cubra con su ausencia de colores nuestros días, ya cansados, aún estaremos ahí, siempre alargando el brazo, ofreciendo la mano, abriéndonos, dispuestos en cuerpo, pero sobre todo en ánimo y espíritu, a estrecharse contra sí, recordando los toques de carne y sudor que quedan ardiendo en la memoria, en cada uno de los poros, y se transpiran a diario, recontando la calidez del aliento, del boca a boca, del piel a piel. Como aquella vez en que soñé que eras tú la que estaba ahí, de pie, bajo el quicio de mi portal, dejándome refugiar mi soledad en tu abrazo, haciéndome sentir que aún cuando eras tú quien había tocado a mi puerta, era yo, ahí, temblando, asilado entre tus brazos, quien realmente había llegado a casa.

Y tú. Tú preciosa como siempre: desde tu cabello ensortijado y la perfección de tus ojos vastos, la piel blanca y tersa, hasta el color azul de tu blusa y el delicioso tono plateado que adornaba las uñas de tus pies. Estabas ahí, eras tan sutil como la misma tristeza que revoloteaba a mi alrededor, nublándome los ojos con cada reiterada y paradójica afirmación de la consabida negativa: quizá otro día; quizá en otra vida. Tan segura de ti y de tus respuestas, que salían de tus labios como afiladas dagas, afiladas sí, pero tenues, lentas, que penetraban el oído casi sin hacer daño; pero que una vez dentro del subconsciente estallaban en oleadas de desesperanza y soledad, que me hacían difícil disimular el temblor de las manos, e impedían que de mi boca salieran las palabras exactas, sin quebrárseme la voz, que te hiciesen entender que yo, que tú, que nosotros, que la vida, que esto no ocurre dos veces, que no era ninguna coincidencia encontrarse ahí, sentados frente a frente, creyendo que la casualidad no existe. Yo con todas mis ganas de tocar la blancura de tus dedos y hacerte sentir, saber, a través del ligero temblor que me producía el contacto: que sí, que eres tú, que siempre has sido tú, que han sido mil rostros y mil formas, mil manos y cuerpos y bocas, pero siempre has sido tú. Que te he buscado por siglos, con un eterno esquema mental, con el recuerdo de lo no sabido, que más que imagen, es una sensación en el vientre y en el alma; una llama, quizá visceral e instintiva, quizá, pero totalmente cierta, casi con la certeza del que ha perdido la visión pero ha desarrollado otras docenas de sentidos con los cuales percibe, y siente la impotencia de no poder hacer nada, de observar cómo se le escapa lentamente de las manos aquello que siempre ha buscado y, que ha encontrado en ti, por fin, en lo que eres y en lo que representas y, de saber lo inútil de sus esfuerzos. Porque la sabiduría popular, siempre tan acertada, reza que "a la fuerza ni los zapatos entran".

Un desfile de fotografías, aderezado con anécdotas de comidas familiares, y de nuestros padres y de la tía Lulis, iba y venía de uno a otro lado de la pequeña mesita en la que los espárragos eran un manjar y los calamares estaban bastante aceptables. Y del vino puedo decir que era noble, un tanto seco para mi gusto, pero noble al fin, ya que aún derramado, mancillando los pequeños manteles de papel, me hizo un poco menos difícil enterarme de nombres y situaciones que hubiera sido preferible desconocer. Porque me gustaría estar en tu vida como esos nombres y esas situaciones, capaces de hacerte negar lo que se desvela frente a tus ojos, con la inocencia de quien sabe que aquello, que en esos nombres, encuentras lo concreto, lo tangible, lo seguro y cotidiano, y lo otro, aquél quien de este lado de la mesa memorizaba cada uno de los contornos e intersticios de tu rostro, representa un giro extraño, que no quieres o no estás dispuesta a dar, quizá porque es peligroso, porque hay muchos vacíos y dudas; porque dar ese paso y dejar atrás aquello, sería como saltar a un abismo y deshacerse del fardo de la costumbre, de la dura pesadez de lo cotidiano, a la que estamos tan habituados, porque se ha anquilosado en nuestras vidas, y ya es como una referencia de nosotros mismos, como un ancla que está ahí y nos mantiene cerca del rumbo, pero que pesa tanto. Créeme, yo lo sé, es horriblemente cruel dar el paso, tirar el lastre y lanzarse al vacío, quizá con los ojos cerrados, quizá a ciegas debido al temor, y sentir el viento azotando el rostro, y el vértigo en el estómago que hace dudar de haber hecho lo correcto. Sobre todo por la certidumbre que da el no poder regresar, el saber que se inicia un camino sin retorno. Sin embargo, cuando se abren los ojos, se alcanza a ver la imagen de alguien más que comparte el salto, quizá un poco distorsionada o fuera de foco, pero que no obstante está ahí, alargando el brazo, tratando de alcanzarte, ofreciéndote su mano, a la que te acercas y tocas apenas, con la punta de los dedos. Y en ese mismo instante te das cuenta, ambos se dan cuenta, que lo que creían un abismo no es otra cosa que la vida, la real e inconmensurable vida, y lo que creían una caída no es sino un exquisito vuelo libre, sin ataduras, desnudos de temores y de dudas, en el que es posible tocar las estrellas y reírse del pasado, contemplar el futuro, con la seguridad de que todo es nuevo, de que siempre habrá una mano a donde aferrarse, o un hombro en donde llorar cuando las cosas se pongan difíciles y no exista otra salida mas que el llanto. Porque es ahí y no en los momentos de felicidad, en donde se reconoce al amigo, al amante, al que siempre tendrá una mano dispuesta a enjugar el pasado y las dificultades, y unos labios prestos a besar las enrojecidas mejillas donde las lágrimas hayan dejado sus pequeños rastros de agua, y una voz para decir que todo va a estar mejor; que juntos todo va a estar mejor.

Y luego, con el estómago y los dedos llenos, dejar los platos a un lado, con la intención de hacer espacio en la mesa para acomodar las copas vacías, y pedir más vino, levantarse y saludar a los amigos recién llegados, contestar el teléfono y saber que la hora de irse está cerca cuando a manera de presagio se derrama el tinto. Y reconocer que esa era la última ocasión en que podía decir todas las cosas que debería decir y que no me atreví porque temía asustarte, ahuyentarte con mi ya inocua insistencia; y entonces preferir actuar como si todo estuviera bien, como si no hubiera problema alguno, y, sin embargo, intuir que algo de mí se había resquebrajado y muerto mientras conversábamos y disfrazabas un no de un tal vez, y luego salir de ahí, huyendo casi, olvidando recuerdos, heridas, estuches, que al final de cuentas son sólo eso, estuches vacíos, cascarones huecos que ya han cumplido su cometido. E instantes después de haber partido, regresar a por ellos, como una breve metáfora en la que recogía lentamente los restos de mi alma, esparcida por todo el lugar, espetándome en el rostro que una y otra vez perdía batallas esa noche. Y más tarde, mientras caminando nos dirigíamos hacia tu auto, riendo como si tal cosa, descubrir un pequeño rayo de esperanza, ya que pude ver en tus ojos algo fugaz, como un haz de la luna que te iluminaba sólo a ti, oscureciendo todo alrededor, como para señalar lo que ya sé. Y vi algo como un sí, como una aceptación tácita y mínima de que realmente era yo quien tú buscabas; fue un instante, quizá no lo notaste, quizá lo imagine, estábamos de pie, viéndonos a los ojos, y algo brilló dentro de los tuyos, rápido, imperceptible, pero lo suficiente como para que yo sintiera que no todo estaba perdido. Sin embargo, el súbito arrepentimiento, la destemplada vuelta a la realidad, a la negación, a la nada.

Lo demás fue demasiado rápido y quisiera poder no recordarlo. Pero transitar por calles oscuras, empapadas de silencio, suciedad y abandono, que no eran sino el reflejo de mi estado de ánimo, me hizo olvidar ese pequeño fulgor en tu mirada, que por momentos me condujo a recobrar la esperanza, que ahora, mientras me dirigía a casa, daba paso a un terrible dejo de ambigüedad en el alma, con la espantosa inconsciencia de no saber decir si la noche había sido un total fracaso, un mediano acierto o simplemente una última cena. Y pasar, después, días y días con unas ganas tremendas e inútiles de verte a los ojos y hablarte, de saberte, de intentarlo una vez más, de tratar de convencerte de lo feliz que puedes llegar a ser aquí, de no darme por vencido y cambiar esa realidad inmutable en la que te has convertido. O de dejarte en paz de una vez y para siempre, alejarme, cerrar los ojos, apretar puños y dientes, abrazarme fuerte, aferrarme al recuerdo, al olvido y, decir, con los ojos hechos un lago: esto nunca pasó.





lunes, abril 12, 2004

IV. Orior

Despertar es siempre una tortura, una batalla perdida contra mí mismo y contra las voces que me habitan; las terribles jaquecas y las cicatrices en mis muñecas son un símbolo irrefutable de ello. Apenas abro los ojos y presiono la tecla de random en el control remoto del estéreo; subo el volumen al máximo. El cerebro mecanizado del aparato escoge entre los cinco discos que se encuentran insertos en su útero y decide enmarcar mi depresión con la melancólica y profunda voz de Layne Staley de AIC. (Las otras opciones eran TOOL, Límite, Jaqueline Dupret y Debbusy).

–Una melodía ad hoc para el mood en que nos encontramos; buena elección Artudito –le hablo al estéreo. Últimamente me he descubierto hablando con las cosas. En ocasiones, creo que realmente me escuchan. A veces hasta contestan.

Enciendo el televisor. Cojo el control de la video casetera y presiono el botón de play. En la pantalla aparecen escenas de una mujer gorda, casi una anciana, que parece estar drogada. Sus ojos se ven ausentes, como si estuvieran en otra parte o en otro tiempo. Pero el resto de su cuerpo se deleita con ligeros estremecimientos mientras toca y relame con ahínco los testículos de un enorme cerdo que gruñe ruidosamente. En alguna parte leí que los orgasmos de los cerdos pueden durar hasta media hora. Al tiempo que el animal eyacula sobre el rostro atónito de la mujer, en mi rostro se dibuja una mueca que pretende ser una sonrisa. Sin ningún preámbulo, en la secuencia siguiente, tras un par de escarceos lésbicos, la misma mujer, aún con los ojos perdidos en el infinito, colocada ahora en cuclillas, defeca sobre el rostro de otra que se halla recostada en el suelo. Aunque ésta última, más que una mujer parece apenas una adolescente rubia y extremadamente delgada. Me llaman la atención sus apenas pronunciados pechos. No debe ser mayor de dieciséis años. La música atronadora que suena en la habitación es perfecta para las escenas que circulan por el televisor. La película es de mala calidad y la cinta parece estar sucia, pero de cualquier manera me divierte.

Bury me softly in this womb, I give this part of me for you –es la frase que resuena en el ambiente. Sé bien que es la voz de Staley la que fluye desgarradora al frente de todo ese muro de guitarras construido por Jerry Cantrell, pero a mí me parece que Artudito intenta entablar una conversación.

Sand rains down and here I sit, holding rare flowers in a tomb –contesto cantando al unísono con Staley, e intentando participar en la melodía que sale de las entrañas de los altavoces. En el televisor se observa cómo ambas mujeres, sentadas una frente a la otra, se embadurnan el cuerpo con algo que parece excremento. Resulta demasiado obvio que sobreactúan, ya que los gemidos y jadeos de aparente placer son falsos. Un close up al rostro la mujer rolliza muestra cómo ésta se lleva los dedos a la boca y los relame con glotonería. Es como si de sus manos escurriese aquella salsa de chocolate que se sirve sobre los helados. Parecen disfrutar lo que están haciendo, sin embargo, en los ojos de ambas hay algo extraño: expresan algo similar al miedo, como si alguien las estuviera obligando a hacer todo aquello. De pronto, esto no me parece una mala idea.

Down in a hole, losing my soul. Down in a hole, felling so small –Sigo cantando, a pesar del dolor de cabeza. Con violencia arrojo las sábanas al piso. Por fin decido levantarme. El difícil camino entre la cama y el baño es interminable a estas horas del día; y es todavía peor en el estado en el que me encuentro. La alfombra está algo húmeda. De pronto recuerdo el vino que derramé sobre Clarissa la noche anterior mientras ella exploraba con avidez –y con sus dedos índice y medio– su interior, gritando todas las obscenidades que le permitía su limitado vocabulario. En ese momento, una serie de pensamientos sombríos se alojaron en mí mente. Fue increíble el placer que sentí cuando imaginé que de la botella emanaba un líquido viscoso y caliente: la estaba bañando con su propia sangre y ella disfrutaba sus últimos momentos de vida. No puede evitar vislumbrar que enterraba mis dedos en sus ojos, hasta que lograba botar los globos oculares de sus cuencas. Casi pude ver el líquido blancuzco y pegajoso que resbalaba por mis pulgares. Sacudo ligeramente la cabeza como intentando alejar esos pensamientos de mi mente.
Siento, en mi ojo izquierdo, un ligero temblor. Algo similar a un interruptor se activa dentro de mí. A partir de ese momento mi mente actúa con voluntad propia, separada de mi ser, como un autómata al que no soy capaz de controlar. Me transporto hacia mis primeros recuerdos de la infancia –cuando aún no conocía palabras como hedonismo, placer erótico, auto–complacencia o sadismo– en los que mi principal afición era cazar pequeñas lagartijas o arrebatarles a las gatas recién paridas sus críos. Ahora que puedo observarlo en perspectiva, entiendo que la cacería era sólo el principio de un complejo ritual. El placer mayúsculo lo obtenía cuando empalaba a los reptiles con sendas varillas y los colocaba en montículos de arena que había preparado con minuciosa antelación. O cuando obligaba a los felinos a tragar burbujeantes pastillas de antiácido y les prendía fuego para que corrieran, hasta que algo reventaba en su interior emitiendo un sonido parecido al chasquido que hacen las olas cuando se estrellan contra los riscos en la playa. La visión de hasta treinta o cuarenta reptiles retorciéndose, con diminutos hilillos de sangre escurriendo de sus maltrechos hocicos, o de los pequeños felinos aullando como poseídos me producía explosiones de placer en el vientre. Pero ahora debo enterrar todo eso en el pasado, que es el lugar donde pertenece. Por lo menos eso decía aquél psiquiatra.

La humedad que se eleva desde la alfombra y sube por las plantas de mis pies, mis rodillas, mis ingles, recorre mi espina dorsal y llega hasta mi cerebro como un chispazo. Me hace recordar la primera vez que perdí el control y asesiné a un ser humano (fue delicioso). Era una situación similar a la que había vivido la noche anterior, con Clarissa. Salvo que en esa ocasión era sangre y no vino el líquido que se derramaba por aquel cuerpo. Parece un hecho tan lejano ya, casi oculto en la memoria. Fue hace cuatro años. En esa época, mis ataques de furia eran cada vez más frecuentes, pero todavía lograba controlarme. Parecía que el medicamento que me habían recetado para balancear mis niveles de seratonina funcionaba. Todo iba bien, hasta una noche en que yo regresaba a casa después del trabajo y aquella joven tuvo la mala fortuna de cruzarse en mi camino…

Finalmente logro llegar al lavabo. Abro la llave y me mojo la cara y el cuello un par de veces. Ni siquiera el agua fría logra sacarme del trance en el que me encuentro (tremendo estado de éxtasis). Al afeitarme, en el espejo sólo veo en el reflejo la imagen misma de la derrota, escupiendo en mi rostro lo que ya sé: no soy más que el recuerdo de mí mismo, una sombra sin rostro que se mueve y sobrevive por instinto (maldita sea, me siento tan bien).
Quizá sea paranoia, pero creo que Staley y Artudito se han unido en una conspiración en contra mía. Me da la impresión que tratan de burlarse de mí, como si yo fuera el protagonista en una mala y burda versión de un capítulo de Dimensión Desconocida, porque ahora, en este preciso momento, Staley se desgarra las cuerdas vocales mientras canta Sickman. ¿no es acaso un maldito estéreo con a five disc changer? ¿Por qué no pudo escoger otra canción u otro disco? ¿Acaso no presioné la tecla de random?

What the hell Am I? Thousand eyes a fly–. Por quinta vez en lo que va del día, una sonrisa irónica se dibuja en mi rostro. Más bien, observo cómo en el espejo algo (alguien) dibuja una sonrisa irónica en mi rostro. Sonrío, sí. Pero a pesar de ello me siento tan triste.

What the hell Am I? Leper from inside. Inside wall of peace. Dirty and deceased –insiste Staley en recordármelo.

Sickman –grito mientras imagino que rompo de un puñetazo el espejo (hazlo trizas; rómpelo y córtate las venas con los pedazos). Tengo menos de una hora despierto y ya puedo decir que el día apesta.



lunes, abril 05, 2004

Para el H. Yepez

Maestro: acabo de leer una entrevista en la que hablas acerca de tu reciente novela. Me dio mucha risa. Antes sugerías agarrar a batazos a los escritores, y hoy... el desenfado hecho novela. Gracias por eso... En fin, siempre es necesario recordar que aún la acción más subversiva puede estar legitimando un orden: aquellos que se piensan radicales, contraculturales, marginales, fuera del sistema, etc., tal vez sólo estén reforzando las dinámicas de una arena institucionalmente reificada y anquilosada. Sigue con la ironía de la escritura malsana, que tanta falta nos hace...