martes, agosto 03, 2004

Despertar

Lo que realmente despertó a Isabel fue el olor a café con piloncillo (y no tanto el terrible alboroto de los gemelitos). Había llovido toda la noche y afuera hacía frío. Los gemelitos correteaban en el patio alrededor del enorme naranjo. Les salía vapor de la boca y la nariz: jugaban a ser trenes que espantaban a las pocas luciernagas que volaban ajenas a todo aquello. De cuando en cuando, los gemelitos sacudían un poco el tronco de aquel árbol para crear sus propias y minúsculas lloviznas con olor a azahares. Reían como nunca.


Afuera hacía frío, pero adentro, envuelta en ese montón de cobijas, Isabel se sentía muy bien. Entreabrió los ojos y vio que aún estaba obscuro. Aspiró profundamente. A sus pies, el gringo —un gato deliciosamente gordo y negro— alzó un poco la cabeza para lanzar una mirada despreciativa. Luego de un corto maullido decidió volver a dormir. Isabel lo imitó un poco. En cierto modo, a sus catorce años ella tenía una especie de sensualidad felina. En ese cuerpo de niña ya se vislumbraban las pronunciadas redondeces de una mujer que se perfilaba ardiente. Isabel se acurrucó entre las sábanas, se llevó la mano a la entrepierna y cerró los ojos. Estaba en ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia y, a pesar de ello, fue tan consciente de su propio cuerpo —del tacto de su propio cuerpo; del olor de su propio cuerpo— que se estremeció un poco. Sentía el calor del gringo —que parecía casi un motorcito— a sus pies. Sentía sus piernas y su espalda pegadas al duro colchón, sus manos explorando sus senos y su pubis; todo aquello era un sensación como de diminutos pasos en su piel. Una especie de dulce sopor le fue subiendo por el cuerpo. Sus mejillas enrojecieron. Sus labios se despegaron lento, casi como una flor abriéndose (¿como un grito en silencio?). Estaba ya casi dormida cuando alcanzó a escuchar la llave que entraba en la cerradura de la puerta de la calle. Luego el familiar rechinido que producía aquella puerta al abrirse. «Es mamá que regresa de la iglesia...» —pensó, antes de quedarse completamente dormida. Unos instantes después su sonrisa desapareció. Soñaba y era horrible; otra vez esa maldita pesadilla: por el pasillo se deslizaban unos pesados pasos que llegaban hasta el patio. Aquello era como una sombra enorme y deforme que flotaba lenta. Los gemelitos jugaban alrededor del naranjo, y lo que escurría de sus hojas no era agua. Ellos no se dieron cuenta de nada. El rostro de Isabel se torno en una mueca de asco y angustia ante la visión de aquella imagen. Afuera sonaron seis campanadas que reverberaban como voces. Los nubarrones en el cielo adquirían una tonalidad violácea; el sol despuntaba y estaba a punto de amanecer. Isabel hubiera preferido no despertar jamás: justo en el momento en que abría los ojos, una filosa daga le desgarraba la garganta.

2 comentarios:

nacho dijo...

Lleno de tensión el relato. Mi comentario: Es innecesario lo del golpe a los gemelitos porque eso le resta sorpresa al final que es tremendo. Si dejas las cosas en que los gemelitos no se enteraron de nada, no pasa nada. Me gustó tu blog, luego regreso.

Igor dijo...

Gracias muchas Nacho. Creo que tienes toda la razón en tu comentario. Reitero el agradecimiento. Ojalá y te vuelva a ver por acá.

Rencoria