A la enorme estrella de neón rojo que corona el edificio ya sólo le funcionan tres puntas. El piso del lugar está pegajoso. Del baño del fondo sale un olor duro. El tiempo se ha ido acumulando en los espejos, en las sillas, en las mujeres desnudas dibujadas en las paredes. Es esa hora precisa de la noche en que todo se torna irreal y la vida se hermana con los hombres. El lugar está casi vacío. El tipo sentado en la mesa del rincón levanta la vista, pero el tequila y el sueño le han causado estragos. Termina su trago. La mujer que está a su lado intenta llenarle de nuevo el pequeño vaso, pero la mitad del líquido cae fuera. “Parece de juguete”, piensa ella. No se sabe si se refiere al hombre aquel, o al vaso. Él bebe de nuevo. “¿Hasta ver el fondo?”, se interroga en voz baja. Teme contestarse. Suena una canción —su canción—. Ella se levanta. Quiere bailar. A él no le responden las piernas. Se tambalea al dirigirse a la pista. Camina un paso. Otro. “Estoy borracho”, piensa antes de derrumbarse. Lo demás ocurre como en cámara lenta: la botella cae al suelo, él queda de bruces sobre la mesa, en el rostro de la mujer se dibuja una mueca de horror. Justo antes de que se le detenga el corazón, el hombre se avergüenza de sí mismo. “En cada respirar, esta-ás tú. ¿Cómo te voy a olividar?”, escucha su canción. A su alrededor comienzan a arremolinarse los pocos curiosos. La estrella de neón intermite un poco antes de apagarse. “¡Qué siga la música!”, grita la mujer entre sollozos.
Relato envíado a Hipertextos
3 comentarios:
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