Eran cerca de las once de la noche cuando finalmente salimos de la casa. Yo hubiera preferido quedarme acostado leyendo, o adivinando figuras en los extraños decorados de las paredes [lo acepto, soy un ermitaño]. Pero era el último día del viaje y las mujeres querían salir a divertirse. Desde el principio, intuí que aquella noche sería un desastre [como verdaderamente lo fue]. Las discusiones para decidir a dónde ir lo confirmaron. Para mí, más de cuatro personas ya es una multitud, todo se convierte en un caos de indecisiones e imposición de voluntades. Hasta la repartición en un dos taxis se torna problemática. Después de varias penosas escenas de gritos y sombrerazos, por fin pudimos dirigirnos al lugar que me había recomendado una amiga [La República]. Yo iba temeroso: la conozco y sé que nuestros gustos son radicalmente opuestos [salvo en TJ, donde ir al As Negro era quite an experience]. Tomé el asiento de adelante. Atrás iban Laclau, Ninin y Marukis. El taxista iba escuchando a Silvio. «Breve respiro», pensé. En el trayecto, el taxi donde iba el resto de grupo se nos perdió de vista. Luego de un rato me anime a preguntar: «Si no los encontramos, ¿conoce un lugar donde podamos estar tranquilos, tomar un buen vino y escuchar ese tipo de música?». Me miró de arriba abajo. «El sitio al que van le va a gustar, joven », me contestó. Finalmente llegamos. Los demás nos esperaban a la entrada. «Parece que está curado el lugar», dijo alguien. Je. El sonsonete de una música idiota llegaba hasta la puerta de entrada. Cuando ingresamos no pude menos que sonreír mientras pensaba en la dulce madrecita de aquél chofer hidrocálido. Mientras los demás bailaban y se divertían, yo, como el good old snob que soy, no pude menos que tomar un montón de servilletas para utilizarlas como cuaderno de apuntes. Llené varias servilletas con notas y dibujos acerca de lo que estaba experimentando, de lo que veía, de las reflexiones que todo aquello me provocaba. Guarde las servilletas en la bolsa lateral de mi pantalón cargo. Estaba seguro de haber escrito algo brillante. Pero cometí un error garrafal: me olvidé por completo que había depositado las notas en el bolsillo. Las encontré hoy, hechas nudo, despedazadas. Solo pude rescatar una servilleta que quedó más o menos legible: la lavadora había sido mi peor verdugo. Je.
Uno de estos días posteo algunas reflexiones acerca de ese patético antro hidrocálido llamado La República.
sábado, enero 15, 2005
Crónicas de viaje
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