Erre Ge: Si tiro la güeva ¿ésta se me acaba?
Doble I: No. La güeva es un sistema autopoiético: se recrea a sí misma... entre más güeva tires, más güeva te da...
Erre Ge: No mames...
Ambos:(risas)
lunes, agosto 30, 2004
Carta a Arau
Estimado Sr. Arau:
Hace un par de años conducía con rumbo a la siempre deliciosa biblioteca de La Jolla, en San diego. Antes había ido hasta el Starbucks de siempre, en Hillcrest, y llevaba en la mano mi capuchino «grande» cuando me topé con un Lexus, que en la lujosísima defensa traía pegada una vistosa calcomanía. Ésta decía:”Chicano Studies Does Pay”. Al volante del mencionado auto iba un tipo con una pinta muy similar a la de Robert Rodriguez (así, sin acento): morenazo de cobre, cabello y bigote abundantes, negrísimos, y una tejana que parecía ser carísima. El auto era blanco con remachitos dorados y sarapes verde blanco y rojo en los asientos. Para mayores señas, en el tablero había un cobertorcito de peluche más o menos atigrado. En serio, no es broma. Es más, casi estoy seguro que iba escuchando a los Tigres del Norte. Después supe quién era el tipo (pero no lo voy a balconear): resulta que el cuate en cuestión iba casi al mismo lugar que yo (él se detuvo en el US-Mexican Center), a un ladito de la mencionada biblioteca. Más que un académico, parecía un narquillo sinaloense (imagínenselo). No pude evitar reir ante tanta reivindicación de «lo mexicano» (¿?).
Traigo esto a colación porque la semana pasada, por fin, pude ver su película, Sr. Arau (Un día sin mexicanos), y me evocó aquella imagen que en ese momento me resultó hilarante. Pero que a la luz del tono de su película, ahora me parece preocupante. En primera instancia, resulta tentador opinar acerca de la pobre concepción estética de su filme; o sobre la visión extremadamente estereotipada de lo mexicano que ahí usted maneja; o sobre el lenguaje metafórico ingenuamente utilizado; o sobre su pobre manejo de los recursos cinematográficos. En fin, se podrían argumentar un montón de cosas. Pero no quiero ser demasiado malinchista [en esta ocasión]. Total, parece que es su opera prima, Sr. Arau, y pues por eso se le perdona. Lo que sí me parece imperdonable es la idea de abordar un hecho tan filoso y evidente como es la migración, y contar una historia de manera tan pobre y sesgada.
Me explico. De entrada, la historia contada por usted, Sr. Arau, impone una lectura que pudiera parecer irónica y sarcástica. En este sentido, el Diccionario de la Real Academia señala que la ironía es una burla fina y disimulada (subrayo lo de fina); un tono burlón; y una figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice. Dejando de lado sus severas limitacionescomo director, Sr. Arau, Un día sin mexicanos puede ser vista como una (muy pobre) sátira irónica del problema migratorio que enfrenta nuestro país. Quizá con mucha imaginación. Pero, como siempre, al ir al cine a mí me gusta entrecerrar un poquito los ojos y ver las cosas de manera distorsionada. De esta forma, creo que su filme se presta para otro tipo de lecturas.
Así cabe preguntar ¿qué elementos se ponen de relieve en el multicitado filme? Partamos de la idea (de Hegel a Lacan a Zizek hay un montón de gente que la argumenta) que señala que la búsqueda de lo Real implica sólo una manera de trazar la diferencia entre lo que es apariencia y lo que es Real: una especie de aniquilación, de furia destructiva que destile lo Real [para poner de relieve la importancia Real del mexicano en estados unidos, es necesario aniquilarlo primero]. Ello implica poner en escena aquello que es real y presentarlo como si fuese un espectáculo fingido [la trama principal de su película, Sr. ARau]. Lo anterior implica que cuando el «trabajo violento» de aniquilación purificadora se termine emergerá el Hombre Nuevo, libre de toda mancha pasada. Como se observa, existe cierta resonancia entre esta idea y la línea argumental esbozada por usted en su filme: los mexicanos desaparecen, son aniquilados pero sólo para regresar purificados, necesitados pilares de la quinta economía del mundo. Ja.
Es precisamente en este punto en donde radica su gran falla, Sr. Arau: al regresar los mexicanos (de cualquier dimensión desconocida en la que hayan estado) se opera una sustracción aniquiladora que en última instancia no destila lo Real. El destemplado regreso de los mexicanos muestra un falso espectáculo en el que estos son considerados como piedra de toque, casi como una necesidad, y son bienvenidos hasta por la migra (sin pistolitas que no matan, sólo apendejan). Y lo Real es otra cosa. Una cosa totalmente distinta. Aquí hay algo que me parece que usted desconoce, Arau. O que si lo conoce, dudo mucho que quiera hacerce cargo de ella: la contribución que Un día sin mexicanos hace a la construcción de un imaginario con respecto del otro lado; en el que éste precisamente se esboza tal como usted lo presenta Sr. Arau, sin mediación alguna: algo así como: «en el otro lado los dólares se barren con escoba, vato». ¿Cuántos de los próximos muertitos de sed y hambre podrán achacársele a su filme, Arau? ¿Cuántas de las violaciones (de mujeres y de derechos humanos)? La migración ya existía antes de usted, y va a seguir después de usted. Pero ¿se anima a tomar la responsabilidad que le corresponde? Déjeme decirle que la ironía requiere de maestrías que usted no tiene (y yo menos), Sr. Arau. Mejor dedíquese a hacer la música chafa que hacía usted antes de meterse al asunto de los filmes. Se lo dice un vato que tiene a la mitad de sus compas en el otro lado, perreándosela de mojarras, porque tipos como usted le metieron esas ideas en la cabeza. Chale con Aztlán...
SSS. El r[encoria]esentido.
Hace un par de años conducía con rumbo a la siempre deliciosa biblioteca de La Jolla, en San diego. Antes había ido hasta el Starbucks de siempre, en Hillcrest, y llevaba en la mano mi capuchino «grande» cuando me topé con un Lexus, que en la lujosísima defensa traía pegada una vistosa calcomanía. Ésta decía:”Chicano Studies Does Pay”. Al volante del mencionado auto iba un tipo con una pinta muy similar a la de Robert Rodriguez (así, sin acento): morenazo de cobre, cabello y bigote abundantes, negrísimos, y una tejana que parecía ser carísima. El auto era blanco con remachitos dorados y sarapes verde blanco y rojo en los asientos. Para mayores señas, en el tablero había un cobertorcito de peluche más o menos atigrado. En serio, no es broma. Es más, casi estoy seguro que iba escuchando a los Tigres del Norte. Después supe quién era el tipo (pero no lo voy a balconear): resulta que el cuate en cuestión iba casi al mismo lugar que yo (él se detuvo en el US-Mexican Center), a un ladito de la mencionada biblioteca. Más que un académico, parecía un narquillo sinaloense (imagínenselo). No pude evitar reir ante tanta reivindicación de «lo mexicano» (¿?).
Traigo esto a colación porque la semana pasada, por fin, pude ver su película, Sr. Arau (Un día sin mexicanos), y me evocó aquella imagen que en ese momento me resultó hilarante. Pero que a la luz del tono de su película, ahora me parece preocupante. En primera instancia, resulta tentador opinar acerca de la pobre concepción estética de su filme; o sobre la visión extremadamente estereotipada de lo mexicano que ahí usted maneja; o sobre el lenguaje metafórico ingenuamente utilizado; o sobre su pobre manejo de los recursos cinematográficos. En fin, se podrían argumentar un montón de cosas. Pero no quiero ser demasiado malinchista [en esta ocasión]. Total, parece que es su opera prima, Sr. Arau, y pues por eso se le perdona. Lo que sí me parece imperdonable es la idea de abordar un hecho tan filoso y evidente como es la migración, y contar una historia de manera tan pobre y sesgada.
Me explico. De entrada, la historia contada por usted, Sr. Arau, impone una lectura que pudiera parecer irónica y sarcástica. En este sentido, el Diccionario de la Real Academia señala que la ironía es una burla fina y disimulada (subrayo lo de fina); un tono burlón; y una figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice. Dejando de lado sus severas limitacionescomo director, Sr. Arau, Un día sin mexicanos puede ser vista como una (muy pobre) sátira irónica del problema migratorio que enfrenta nuestro país. Quizá con mucha imaginación. Pero, como siempre, al ir al cine a mí me gusta entrecerrar un poquito los ojos y ver las cosas de manera distorsionada. De esta forma, creo que su filme se presta para otro tipo de lecturas.
Así cabe preguntar ¿qué elementos se ponen de relieve en el multicitado filme? Partamos de la idea (de Hegel a Lacan a Zizek hay un montón de gente que la argumenta) que señala que la búsqueda de lo Real implica sólo una manera de trazar la diferencia entre lo que es apariencia y lo que es Real: una especie de aniquilación, de furia destructiva que destile lo Real [para poner de relieve la importancia Real del mexicano en estados unidos, es necesario aniquilarlo primero]. Ello implica poner en escena aquello que es real y presentarlo como si fuese un espectáculo fingido [la trama principal de su película, Sr. ARau]. Lo anterior implica que cuando el «trabajo violento» de aniquilación purificadora se termine emergerá el Hombre Nuevo, libre de toda mancha pasada. Como se observa, existe cierta resonancia entre esta idea y la línea argumental esbozada por usted en su filme: los mexicanos desaparecen, son aniquilados pero sólo para regresar purificados, necesitados pilares de la quinta economía del mundo. Ja.
Es precisamente en este punto en donde radica su gran falla, Sr. Arau: al regresar los mexicanos (de cualquier dimensión desconocida en la que hayan estado) se opera una sustracción aniquiladora que en última instancia no destila lo Real. El destemplado regreso de los mexicanos muestra un falso espectáculo en el que estos son considerados como piedra de toque, casi como una necesidad, y son bienvenidos hasta por la migra (sin pistolitas que no matan, sólo apendejan). Y lo Real es otra cosa. Una cosa totalmente distinta. Aquí hay algo que me parece que usted desconoce, Arau. O que si lo conoce, dudo mucho que quiera hacerce cargo de ella: la contribución que Un día sin mexicanos hace a la construcción de un imaginario con respecto del otro lado; en el que éste precisamente se esboza tal como usted lo presenta Sr. Arau, sin mediación alguna: algo así como: «en el otro lado los dólares se barren con escoba, vato». ¿Cuántos de los próximos muertitos de sed y hambre podrán achacársele a su filme, Arau? ¿Cuántas de las violaciones (de mujeres y de derechos humanos)? La migración ya existía antes de usted, y va a seguir después de usted. Pero ¿se anima a tomar la responsabilidad que le corresponde? Déjeme decirle que la ironía requiere de maestrías que usted no tiene (y yo menos), Sr. Arau. Mejor dedíquese a hacer la música chafa que hacía usted antes de meterse al asunto de los filmes. Se lo dice un vato que tiene a la mitad de sus compas en el otro lado, perreándosela de mojarras, porque tipos como usted le metieron esas ideas en la cabeza. Chale con Aztlán...
SSS. El r[encoria]esentido.
martes, agosto 24, 2004
Comentario no pedido
"We have learned, from feminists, deconstructionist and postmodernists more generally, to be attentive to «silences» —to what is left out and what goes unsaid".
Robert E. Goodin y Hans-Dieter Klingemann
Hace un rato, mientras leía algunos de mis blogs preferidos, me encontré un post interesantísimo, cuyo título es "El problema de la historia". Dicho post aparece en el sitio del famoso Humphrey Bloggart. A grandes rasgos, señalo que HB observa acertadamente que la historia (en general, pero sobre todo la de México) se «inmola» en el enfoque dicotómico de conquistados-conquistadores. Tal enfoque estaría derivado de la visión reduccionista que —según HB— «parece haberse apoderado de los cánones de enseñanza de las llamadas ciencias sociales». Finalmente, HB concluye señalando su postura: «Coincido en que por razones didácticas fragmentemos las áreas de estudio, los períodos, las eras, las geografías o las nacionalidades, pero tengamos presente cuánto nos aleja de la verdad enfoque semejante. Nuestro microscopio debe ser un recurso más para entender los procesos diminutos, pero detenernos en los fenómenos nacionales, regionales, etcétera, no deben nublar el horizonte de una perspectiva universal».
Más allá de señalar un par de contradicciones inherentes al argumento (i. e. la búsqueda de la verdad y la necesidad de un horizonte universal que plantea HB fueron precisamente los argumentos cientificistas que guiaron la construcción del programa fuerte de las ciencias sociales, tal y como fue propuesto por Spencer, Comte y toda esa caterva), me parece cierto el reduccionismo al que alude el estimado HB. Sin embargo, considero que las ciencias sociales no son un ámbito estático, determinado de una vez y para siempre. Desde mi punto de vista, la efervescencia de perspectivas que intentan abrirse espacio en el espectro de estudios de lo social resulta indicativa de ello. Creo que existen otros enfoques que intentan trascender los límites de las C.S decimonónicas. Algunos, como Mario Bunge las llaman intelectualmente estériles y proponen una especie de regreso al programa fuerte y fundamentado en la Razón. Pero a contracorriente de las ingenuidades retrógradas de Bunge hay propuestas como las de Ginzburg (en historia), Geertz (en antropología), Morin (en filosofía), Zizek (en psicoanálisis), entre otras muchas, que intentan abrir el campo de la ciencia [en general] de un modo transdisciplinar.
Así, de la lectura del Post de HB surge una pregunta: ¿parcelación y especialización de los campos del saber o fronteras permeables que desdibujan los limites disciplinares de tales campos? ¿Saber absolutamente racional y objetivo acerca de la sociedad o subjetividad extrema desde la que toda perspectiva es válida? Pudiera decirse que, tanto la porosidad de las barreras disciplinarias entre las ciencias, como los posibles vasos comunicantes entre la ciencia y la filosofía reflejan la insuficiencia de la separación tradicional entre sujeto y objeto. Pareciera, por otra parte, que basta con reconocer lo anterior para resolver el quid de la cuestión. No obstante, desde mi perspectiva, ello no resulta tan sencillo, sino que la tarea es ardua e implica la búsqueda de nuevos paradigmas científicos que den cuenta de las complejidades y las múltiples aristas que caracterizan a las realidades sociales que intentamos indagar. Ante esto se suman nuevas interrogantes a las ya planteadas: ¿Es posible delimitar el campo de las mediaciones y vasos comunicantes —si es que los hay— entre objetividad y subjetividad en el quehacer del científico social? Dicho de otro modo: ¿Es concebible acercarse al estudio de lo social desde un enfoque interdisciplinario y transdisciplinario? ¿Cómo (desde qué paradigma) aprehender la sociedad —esquivo objeto de estudio— tomando en consideración la importancia tanto del componente subjetivo como del carácter de objetividad, necesarios ambos para la investigación en ciencias sociales?
Para no aburrir más, solo resta decir que hace más de dos décadas que Geertz percibía que «algo» estaba sucediendo con "el modo en que pensamos sobre el modo en qué pensamos". Ante Geertz lo que se prefiguraba era una transformación del pensamiento social. Este autor señalaba que el ámbito de las ciencias sociales se encontraba atravesando por un proceso de cambio general. En este sentido, se vislumbraban, cuando menos, dos tendencias que daban rumbo a esta reconfiguración del mapa trazado por las ciencias sociales. La primera de estas tendencias planteaba la existencia de una o convergencia de las distintas parcelas del conocimiento, lo cual tendía a difuminar las fronteras entre las distintas disciplinas de tales ciencias. La segunda tendencia indicaba que buena parte de los científicos sociales se apartaban de un ideal de explicación con base en leyes universalistas y se acercaban a un ideal de caso e interpretaciones, "…buscando menos la clase de cosas que vincula planetas y péndulos y más la clase de cosas que conecta crisantemos y espadas".
Como puede observarse, en la actualidad este proceso prefigurado hace dos décadas por Geertz se encuentra en plena ebullición. Hoy se reconoce que las ciencias sociales no son unas ciencias naturales subdesarrolladas, que esperan «endurecerse» con el tiempo y la ayuda de otras disciplinas más avanzadas. El trabajo de buena parte de aquellos que se consideran científicos sociales transcurre por ejes interdisciplinarios, más que en parcelas del conocimiento especializadas y encerradas en sí mismas. Así, la renovación del campo de las ciencias sociales apunta hacia un distanciamiento del pensamiento reduccionista y determinista. En lugar de ello se enfatizan los análisis centrados en las complejidades de la vida social, incorporando en sus interpretaciones las dimensiones políticas, económicas, culturales, espaciales y temporales, las cuales no son reducibles a determinaciones económicas o estructurales. Se busca, pues, el entendimiento de los fenómenos sociales y los procesos históricos en los que aquéllos se hallan imbricados.
El nacimiento omniforme —parafraseando a Geertz— de esta reconfiguración del pensamiento social tiende hacia un cariz interpretativo. Éste enfoque centra su atención en los significados de las instituciones, el sentido de las acciones, las costumbres, las tradiciones, entre otras cosas. Aunque cabe señalar que para bien de las ciencias de la sociedad, existen otras estrategias de acercamiento al conocimiento de lo social, las cuales son cualitativamente distintas, pero igualmente válidas (i. e. estructuralismo, neopositivismo, neomarxismo, entre otros).
Así, en términos generales, el discurrir de la investigación en ciencias sociales parece haberse centrado, por una parte, en el ideal progresista de predictibilidad, característico de la esperanzadora ciencia social unificada del siglo XIX. Por otra —sobre todo desde el advenimiento de la posmodernidad— se reconoce que la idea de subjetividad es un componente fundamental del conocimiento. Aunque ello implica el riesgo de hacer caer a la investigación de lo social en un relativismo de absoluta inmovilidad; riesgo ante el cual hay que estar muy atento.
En ese sentido, puede decirse que las fronteras entre las distintas disciplinas de lo social se tornan cada vez más porosas. Lo que otrora fueran muros infranqueables, parcelas del conocimiento precisamente delimitadas, hoy se diluyen. Ante una época de cambios acelerados, es necesario proponer nuevas alianzas, nuevas relaciones, nuevos paradigmas. Es necesario liberarse de una ortodoxia que puede llegar a ser estéril. Sin embargo, la búsqueda de la heterodoxia conlleva el riesgo de caer en fundamentalismos, en relativismos absolutos. ¿Entonces el cuestionamiento profundo al quehacer del científico social conduce necesariamente a la inmovilidad, como parece desprenderse de la condición posmoderna?
Considero que no. Desde mi punto de vista, los diversos acercamientos disciplinares a la investigación de la sociedad participan de manera recursiva en la conformación de las matrices sociales de las que formamos parte (i. e. la ciencia; la cultura). De tales matrices adquirimos fundamentos cognitivos, modos de comprender y participar en las mismas. La posmodernidad es nihilista. Y sin embargo se mueve.
De cualquier forma, me permito aquí una pequeña licencia literaria para lanzar una pregunta cuya respuesta me facilita cerrar este post: Si a principios del siglo XX el matiz cientificista de la época evocaba una imagen en la que el cadáver de Dios aún estaba tibio y la Razón ya proclamaba su trono, hoy, en pleno siglo XXI, en que la modernidad enfrenta una severa crisis y la posmodernidad se niega incluso a sí misma: ¿quién está llamado a ocupar el trono?
Desde mi punto de vista, la respuesta radica en la noción de sujeto. Y para confirmarlo, hago mío el manifiesto con el que Castells cierra la introducción del segundo tomo de su más reciente y monumental obra acerca de la sociedad red: creo en la racionalidad y en la posibilidad de apelar a la razón, sin convertirla en diosa. Creo en las posibilidades de la acción social significativa y en la política transformadora, sin que nos veamos necesariamente arrastrados hacia los rápidos mortales de las utopías absolutas. Y sí, creo, a pesar de una larga tradición de errores intelectuales a veces trágicos, que observar, analizar y teorizar es un modo de ayudar a construir un mundo diferente y mejor.
Aunque de cualquier modo, las ciencias sociales son como el macramé que estudiaban las señoritas de los siglos XVII y XVIII: nada más para pasar el tiempo (lo dice un doctorante en tales menesteres macraméicos).
lunes, agosto 23, 2004
Lars Von Trier, el profeta
"He aquí, yo vengo como ladrón. Bienaventurado el que vela, y guarda sus ropas, para que no ande desnudo, y vean su vergüenza."
Apocalipsis 16:15
"Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, entonces pagará a cada uno conforme a sus obras."
Mateo 16:27
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¿Qué se obtiene si pasamos por el crisol de la posmodernidad del séptimo arte a una profecía anunciada hace poco más de dos mil años? Una posible respuesta se encuentra en Dogville, la más reciente creación de Lars Von Trier. El guión perpetrado por este genial director se fundamenta en una estética minimalista y oscura que invita a participar al espectador de manera profunda en la creación misma del filme. Más allá de unas actuaciones más o menos aceptables (habría que destacar quizá a Zeljko Ivanek por su interpretación de Ben), la intención intersubjetiva de Von Trier se pone de relieve al mostrarnos un mundo en el que las fronteras entre lo público y lo privado son inexistentes, por lo menos para la audiencia. De este modo, es el espectador quien crea [en el imaginario] los muros, las puertas, las calles, y toda demarcación que parcela lo cotidiano: mientras que para los actores dichos elementos tiene existencia real, nosotros somos transformados en ojos omnipresentes, omnisapientes y ubicuos (casi encerrados en una pirámide, como en los billetitos verdes del gabacho). En este desafío intersubjetivo que obliga al espectador a ser partícipe en la manufactura fílmica se ponen de relieve, ya, los cortes «espiritualistas» y las evocaciones de «lo divino» que subyacen a buena parte de la propuesta de Von Trier. Es una suerte que el tratamiento que el filme hace del tema sea extremadamente ácido y no moralino, lo cual requiere una buena dosis de talento para no caer en una exposición vulgar de la miseria humana. Veamos pues, en qué podemos fundamentar una posible respuesta a la pregunta con que inicia este texto.
En primera instancia, recordemos que el prólogo nos muestra a una comunidad (convertida en Gran Sanedrín) que es obligada a enfrentarse con una serie de dilemas morales, condensados en la figura de Tom Edison Jr (Paul Bettany), un pseudoescritor y autonombrado líder espiritual de Dogville, un pueblito perdido en las montañas de Colorado, allá por la década de los treinta, en el siglo XX (época de tribulaciones y depresiones terribles). Con el desarrollo del filme, Tom se va convirtiendo poco a poco en una especie de Juan Bautista, en un anunciador del regalo de la Gracia Divina. Para recibirla, a la comunidad de Dogville sólo le falta aceptación, algo de humanidad piadosa, y Tom sólo necesita un buen ejemplo para demostrarlo. Precisamente, Grace llega como caída del cielo, y tal como reza la vistosa profecía del epígrafe, ella aparece como un ladrón. No es gratuito que el personaje interpretado por Nicole Kidman se llame Grace, y que su primera entrada en Dogville sea para robarle un hueso a Moisés, el perro. La referencia hecha por Von Trier tiene un giro interesante: la profecía anuncia la segunda venida del hijo del hombre, pero nunca señala que aquél va a regresar encarnado en una mujer. Cabe mencionar que esto tiene resonancias con concepciones filosóficas acerca de un dios hembra que trascienden los límites de este texto (pero que abren otras vetas de exploración).
Así, ante la insistencia de Tom, la comunidad de Dogville en pleno acepta poner a prueba la presencia de Grace. Debido a la recomendación de Tom, Grace se dedica a hacer labores que en el pueblo «nadie necesitaba». Ello con el objeto de apelar al lado humano tanto de la comunidad como de Grace. Vemos entonces que la Gracia Divina es colocada en una posición de subordinación con respecto a lo que ella supone sus inferiores. Recordemos que Grace llega al pueblo investida en un manto lúgubre pero elegante, que la diferencia del resto de los habitantes. Sin embargo, ella asume gozosa hasta las tareas más innobles (como limpiar la suciedad de la hija de la sirvienta del pueblo). Esto hace referencia al famoso lavatorio de pies que Cristo hace a sus apóstoles para demostrar la virtud de la humildad. Debido a la posición privilegiada que tenemos como espectadores, nos damos cuenta de las transformaciones de la intimidad que experimentan los habitantes de Dogville: sus lazos se estrechan, y la vida comunitaria deviene armónica, feliz y radiante. Hasta que llega el comisario y coloca, en la iglesia, un cartel donde se anuncia la desaparición de Grace (¿simbolizando el propio extravío de la humanidad que busca sin cesar la gracia divina? Ello tendría un aspecto aún más trágico). Este evento sitúa a la comunidad de Dogville frente a un dilema que los va atravesar hasta el fin de la película: seguir con la reconfortante presencia de Grace en el pueblo, o entregarla a sus enemigos, quienes están prestos a crucificarla. La segunda venida del comisario, ahora ofreciendo una jugosa recompensa por Grace, agudiza los ya de por sí filosos bordes del problema (y no es gratuito que sea hasta la segunda venida en la que se desatan los eventos de mayor tensión del filme).
La presencia de las manzanas, durante buena parte del filme, tienen una resonancia demasiado evidente como para abundar en ella. Luego de secuencias en las que Grace es convertida involuntariamente en adúltera, y se va hundiendo en una vorágine de humillaciones por parte de Chuck (una magistral interpretación de Stellan Skarsgard), Tom decide que es hora de que Grace escape. Para ello le pide a Ben que se la lleve del pueblo en un camión repleto de manzanas, por diez dólares (¿Judas y los treinta denarios de oro?). Durante el trayecto, Grace se come una manzana y se queda profundamente dormida. Hasta que es despertada por un terrible ladrido de Moisés, el perro de Chuck. Grace se da cuenta que aquellos a quienes creía sus amigos la han traicionado, la han condenado a llevar una pesada cadena al cuello, la cual simboliza, en última instancia, los propios pecados de los habitantes de Dogville. El desarrollo posterior de la trama enfrenta de manera terrible a Tom consigo mismo, con la miseria de su propio fracaso. Ante la incapacidad de soportarlo, éste decide entregar a Grace al gangster que, en un principio, la estaba buscando: ese hombre todopoderoso, el Gran Otro Lacaniano que encarna al Nombre-del-Padre, al cual no le veremos el rostro sino hasta el final de la cinta. Después de una relativa calma, la llegada de la comitiva gangsteril a Dogville se torna en todo un suceso: el pueblo en pleno sale de sus casas a ser testigos de la entrega de Grace. Ésta ingresa al auto y dialoga con su Padre, quien la inviste con todo el poder (tal como lo relata la otra biblia, la que narra las crónicas de Urantia). Los injustos habitantes de Dogville no olvidarán nunca esa tarde, la de su propio y particular día del Juicio: su Armagedón). Definitivamente, Lars Von Trier es un genio profeta y visionario posmoderno que nos narra, en buena medida, la segunda y deseperanzadora venida de Cristo.
domingo, agosto 22, 2004
(Tro)poesía
Harold Bloom plantea que la poesía es uno de esos raros campos que i-lustran la manera en la que es posible romper la forma para producir un significado. De este modo, el «lustre» de la poesía —o mejor dicho, de la significación poética— radicaría en la desintegración de la forma: en el «estallido de un destello visionario» —señala el mencionado autor. Así, en la medida en que un tropo es metaforizado se tendría siempre un traslado desde el signo a la intención, una transformación casi teleológica en la que el signo encajaría en su propia ausencia, llenándola consigo misma. Ello le otorgaría un sorprendente filo liberador, por ejemplo, a la lectura de la poesía, una especie de desacato como el que movía a las poetizas en la plaza de Tiananmenn, allá a finales de la década de los ochenta. Cuánta magia hay en ello.
Pero ¿y si la poesía es sólo un desierto, un paisaje intimista de relieves y dunas marcado, por ejemplo y en mi caso, por las interminables soledades de vino tinto y manzanas con queso crema, de antiguas habitaciones llenas de vacío y ropa sucia? Pero ¿y si resulta cierto —como dice Luis Chaves— que la poesía no es un oficio, sino una desgracia, una especie de deformación del pensamiento (i. e. «como el padre que a escondidas mete las narices en la ropa íntima de su hija» —Chaves dixit—)? ¿Acaso verdaderamente sucede que cuando el poeta escribe le crece la nariz? Si la poesía es así, qué lástima me da... [no ser un más que un poetry wannabe y compose it in the air].
Pero ¿y si la poesía es sólo un desierto, un paisaje intimista de relieves y dunas marcado, por ejemplo y en mi caso, por las interminables soledades de vino tinto y manzanas con queso crema, de antiguas habitaciones llenas de vacío y ropa sucia? Pero ¿y si resulta cierto —como dice Luis Chaves— que la poesía no es un oficio, sino una desgracia, una especie de deformación del pensamiento (i. e. «como el padre que a escondidas mete las narices en la ropa íntima de su hija» —Chaves dixit—)? ¿Acaso verdaderamente sucede que cuando el poeta escribe le crece la nariz? Si la poesía es así, qué lástima me da... [no ser un más que un poetry wannabe y compose it in the air].
viernes, agosto 20, 2004
Com-placiendo
En la vistosa partecita de los comentarios, muy al sótano de este blog, a.m. me sugiere escribir algo sencillo con respecto a la (sic) «sobervia intelectual». Conociendo a a. m., seguro que al ejecutar el vistoso cambio de una B por una V está implicando un intrincado y capcioso juego semántico sobre el cual podría discutirse posmodernamente un buen rato (i.e. resemantizaciones con respecto a un intelecto que se afirma y se contradice en la in-ortografía y en los vericuetos de la a-gramática: al mismo tiempo que se comete una falta ortográfica evidente y se reduce la soberbia a sobervia, también se pone de relieve la agudeza intelectual de a. m., lo que convertiría a la «misteriosa persona» en un lúcido y desafiante representante de la intelectualidad tapatía; inmerso en el desafío de a.m. también estaría, por decirlo así, la resignificación angla del término, transformando la sobervia en algo como so-verb, as in "ya me verbeaste, vatillo"). El reto de a.m. resulta en extremo desafiante. Pero como la sugerencia solicita sencillez, lo único que me resta decir es que en mí, y sobre todo en este blog, la sober(v)bia intelectual se oye como pleonasmo hegeliano/heideggeriano. Ergo: me creo un intelectual por mi soberbia y soy soberbio por creerme un intelectual. Indudablemente.
PD
Maripositabc: el problema no es tuyo. Es mío: tengo graves deficiencias comunicacionales (no creas que no lo he notado, jejeje). Además, si yo a tu edad hubiese sabido lo que tú sabes, uf, uf, uf y recontra uf. Cuídese mucho jovencita.
jueves, agosto 19, 2004
¡Oh limpiadas!
¿Somos un país [cuyo deporte es] mediocre?. Indudablemente. Hace días había decidido no escribir acerca de las olimpiadas. Todo lo referente a la Grecia deportiva que satura los medios en estos días me provoca una flojera inaudita. En realidad me importa poco lo que suceda con la delegación mexicana que se fue, abanderadita y todo, para Atenas. Pero es inevitable no referirse al tema. A donde quiera que he ido en estos días, ese es el tópico de conversación más recurrente (¡hasta mi abuela está afectada por el virus olímpico!). Así que ya me contagié. Lo peor es que dormí mal anoche, así que mi humor está como para agarrarme a pedradas. Como decía mi jefecita santa: “No estoy buscando quién me la hizo, sino quién chingados me la va a pagar”. Además, los terribles resultados en la justa olímpica que se han obtenido hasta el día de hoy ponen de relieve un montón de cosas de las cuales creo que vale la pena burlarse un poco. O mucho, depende quién lo haga. Por lo pronto, yo voy a jugar aquí un poco. Va.
En primer lugar, simplificando brutalmente los argumentos de Max Weber, puede decirse que éste, hace ya un rato, se interesaba en rastrear y comprender los orígenes del espíritu capitalista. Según él, uno de los factores fundamentales de dicho espíritu radica en el ethos del protestantismo (la distinción entre el Calvinismo y el Luteranismo es fundamental para Weber, pero resulta intrascendente dado lo que pretendo argumentar). Esto equivale a plantear una relación entre la confesión religiosa y la estructura social. Así, una ética ascética, emprendedora, parca, capaz de manejar los sentimientos de culpa a su favor, produjo el desarrollo de una sociedad marcada por una ideología capitalista (la cual, por cierto, hoy es la dominante a escala mundial). La predestinación (los llamados al reino eran elegidos a priori, desde en denantes) no era un impedimento para que el individuo se autoflagelase trabajando con el objeto de hacerse digno y respetable en sociedad. De hecho, la profesión, o mejor dicho, la concepción luterana de la profesión implicaba una misión divina, la cual había que desempeñar lo mejor posible, aún cuando uno no fuese de los elegidos.
No quiero señalar que tal o cual sociedad, por ser protestante, tenga un mejor desempeño (i. e. deportivo, económico) Con enunciar los nombres de China y Corea sería suficiente para derrumbar una hipótesis tan ingenua. Pero, siguiendo con el juego, aceptemos por un momento que Weber no estaba tan alejado de la realidad. Lo que intento destacar, medio en broma, pero también medio en serio, es, que el ethos católico y moralino de buena parte de la sociedad mexicana influye de manera radical en las construcciones simbólicas/ideológicas que subyacen a nuestro hacer. Y el caso de los deportistas mexicanos (sobre todo la selección mexicana de futbol) resulta bastante ilustrativo. Pero vamos por partes. ¿Dónde puede apreciarse mejor el ethos al que me refiero? ¿en dónde se condensan los elementos que constituyen tal ethos? Desde mi punto de vista, los medios de comunicación son fundamentales (un supuesto de la escuelita de Francfort indica que los medios son los transmisores de la ideología dominante de la clase capitalista; ahora vemos con sorna a tal supuesto porque implica una audiencia idiota. Pero para seguir con el juego, aceptémoslo un poco). Como ejemplos tenemos a las campañas de las grandes televisoras de nuestro país: «Vive sin drogas», de TV Azteca y «Tienes el valor, o te vale», de Televisa. Recurro a ésta última porque ahorita acaba de salir un anuncio en la tele. En dicho anuncio aparece una familia más o menos típica a bordo de un auto familiar más o menos típico: el padre va manejando, y al ver un auto mejor que el de él, piensa «ese es un auto, y no la carcacha que vengo manejando»; la hija, al ver a una jovencita que transita por la acera, piensa «esa es ropa, y no las garras que traigo puestas»; con la madre sucede igual, al ver una casa mejor que la suya piensa «esa es una casa, y no donde vivimos». Los rostros de todos ellos se notan amargados, tristes. No así el del hijo menor, el cual lleva a contraviento, por fuera de la ventana, un pequeño avión de plástico, vistosamente verde. Sonríe ampliamente y piensa: «!Éste es el mejor avión del mundo!». Luego viene una voz en off que dice «la gratitud es un valor». Finalmente, el niño interroga (cuasitelepática e inquisidoramente) al espectador ¿y tú, tienes el valor, o te vale?.
Si uno mira ese spot con cierto dejo de desconfianza y de ladito, puede entrever un montón de cosas. Siguiendo con el juego, aceptemos entonces los supuestos de la escuela de Francfort y las hipótesis de Weber. En ese sentido, lo que importa destacar aquí es cómo en los medios, y sobre todo en las campañas actuales que dictan el contenido de las buenas conciencias, se condensa un ethos moralino y católico que está marcado por el conformismo. Recordemos que en el citado spot se privilegia la gratitud que muestra el niño con respecto a su avión, y se descalifica el inconformismo del resto de la familia porque, como podemos verlo, eso les ha amargado la mirada y les ha puesto adusto el rostro. Pero la línea argumental del multicitado spot tiene detrás de sí un fuerte mensaje ideológico (ideología entendida como falsa conciencia, otro supuesto risible, cortesía de Marx): confórmate con lo que tienes, goza tu pobreza, que en el reino de dios todo te será compensado. Recuerda que este mundo es para sufrir y expiar. En el otro, en el mundo de la gracia divina, todos tus pesares te serán recompensados. Siéntete culpable si acumulas, vulgar capitalista y hereje. No trabajes en este mundo, ni luches por mejorar, al fin y al cabo, con tus penas, te estás ganando el reino (diferencia fundamental entre catolicismo y protestantismo), ya tienes el mejor avión del mundo (iluso), tu equipo de futbol es el quinto mejor del mundo según la FIFA (iluso), sólo está atravesando por una mala racha (a pesar de que esos tipos ganen un millón de pesos mensual, pero en eso mejor no hay que fijarse). Se, pues, un mediocre. Nice ¿no?
Finalmente para avanzar una casilla más, cabe mencionar que lo que estoy tratando de plantear aquí no se reduce a la esfera del deporte, sino que se extiende a otros ámbitos que poco a poco se van llenando de mediocridad. Diablos, ni siquiera en piratería podemos obtener un primer lugar (somos el tercer país productor de piratería en el mundo). Habría que romper, pues, con el lastre que representa la dominación colonial, que en última instancia es de donde se origina el ethos católico que nos atraviesa. Como ejemplo tenemos a las viejas futboleras. Ellas sí. ¿Acaso el equipo femenil de futbol no hizo, ya, un mejor papel que la selección “varonil”? Ellas rompieron la regla de que el fucho es un deporte de hombres y mírenlas: quién quita y hasta se traigan una medalla. Y ojo, esto no es intolerancia contra ninguna religión, ni un fundamentalismo velado. Por favor, no se me tome en serio. No niego que soy el peor malinchista de la historia, y gracias a dios, soy ateo. Pero no quiero aparecer como un macho idiota y superficial. O por lo menos no tanto. Lo que escribí hoy no tiene nada qué ver con ello; es, más bien, una simple observación de un tipo que durmió mal y que amaneció con el hígado hecho trizas porque no hay nada más que deportes y deportes y deportes en la tele. Chale. Qué hueva me doy. Ya no puedo ni ver Ventaneando y La Oreja a gusto. De cualquier modo, acepto de entrada todas las mentadas. Me las gané a pulso.
Abur.
En primer lugar, simplificando brutalmente los argumentos de Max Weber, puede decirse que éste, hace ya un rato, se interesaba en rastrear y comprender los orígenes del espíritu capitalista. Según él, uno de los factores fundamentales de dicho espíritu radica en el ethos del protestantismo (la distinción entre el Calvinismo y el Luteranismo es fundamental para Weber, pero resulta intrascendente dado lo que pretendo argumentar). Esto equivale a plantear una relación entre la confesión religiosa y la estructura social. Así, una ética ascética, emprendedora, parca, capaz de manejar los sentimientos de culpa a su favor, produjo el desarrollo de una sociedad marcada por una ideología capitalista (la cual, por cierto, hoy es la dominante a escala mundial). La predestinación (los llamados al reino eran elegidos a priori, desde en denantes) no era un impedimento para que el individuo se autoflagelase trabajando con el objeto de hacerse digno y respetable en sociedad. De hecho, la profesión, o mejor dicho, la concepción luterana de la profesión implicaba una misión divina, la cual había que desempeñar lo mejor posible, aún cuando uno no fuese de los elegidos.
No quiero señalar que tal o cual sociedad, por ser protestante, tenga un mejor desempeño (i. e. deportivo, económico) Con enunciar los nombres de China y Corea sería suficiente para derrumbar una hipótesis tan ingenua. Pero, siguiendo con el juego, aceptemos por un momento que Weber no estaba tan alejado de la realidad. Lo que intento destacar, medio en broma, pero también medio en serio, es, que el ethos católico y moralino de buena parte de la sociedad mexicana influye de manera radical en las construcciones simbólicas/ideológicas que subyacen a nuestro hacer. Y el caso de los deportistas mexicanos (sobre todo la selección mexicana de futbol) resulta bastante ilustrativo. Pero vamos por partes. ¿Dónde puede apreciarse mejor el ethos al que me refiero? ¿en dónde se condensan los elementos que constituyen tal ethos? Desde mi punto de vista, los medios de comunicación son fundamentales (un supuesto de la escuelita de Francfort indica que los medios son los transmisores de la ideología dominante de la clase capitalista; ahora vemos con sorna a tal supuesto porque implica una audiencia idiota. Pero para seguir con el juego, aceptémoslo un poco). Como ejemplos tenemos a las campañas de las grandes televisoras de nuestro país: «Vive sin drogas», de TV Azteca y «Tienes el valor, o te vale», de Televisa. Recurro a ésta última porque ahorita acaba de salir un anuncio en la tele. En dicho anuncio aparece una familia más o menos típica a bordo de un auto familiar más o menos típico: el padre va manejando, y al ver un auto mejor que el de él, piensa «ese es un auto, y no la carcacha que vengo manejando»; la hija, al ver a una jovencita que transita por la acera, piensa «esa es ropa, y no las garras que traigo puestas»; con la madre sucede igual, al ver una casa mejor que la suya piensa «esa es una casa, y no donde vivimos». Los rostros de todos ellos se notan amargados, tristes. No así el del hijo menor, el cual lleva a contraviento, por fuera de la ventana, un pequeño avión de plástico, vistosamente verde. Sonríe ampliamente y piensa: «!Éste es el mejor avión del mundo!». Luego viene una voz en off que dice «la gratitud es un valor». Finalmente, el niño interroga (cuasitelepática e inquisidoramente) al espectador ¿y tú, tienes el valor, o te vale?.
Si uno mira ese spot con cierto dejo de desconfianza y de ladito, puede entrever un montón de cosas. Siguiendo con el juego, aceptemos entonces los supuestos de la escuela de Francfort y las hipótesis de Weber. En ese sentido, lo que importa destacar aquí es cómo en los medios, y sobre todo en las campañas actuales que dictan el contenido de las buenas conciencias, se condensa un ethos moralino y católico que está marcado por el conformismo. Recordemos que en el citado spot se privilegia la gratitud que muestra el niño con respecto a su avión, y se descalifica el inconformismo del resto de la familia porque, como podemos verlo, eso les ha amargado la mirada y les ha puesto adusto el rostro. Pero la línea argumental del multicitado spot tiene detrás de sí un fuerte mensaje ideológico (ideología entendida como falsa conciencia, otro supuesto risible, cortesía de Marx): confórmate con lo que tienes, goza tu pobreza, que en el reino de dios todo te será compensado. Recuerda que este mundo es para sufrir y expiar. En el otro, en el mundo de la gracia divina, todos tus pesares te serán recompensados. Siéntete culpable si acumulas, vulgar capitalista y hereje. No trabajes en este mundo, ni luches por mejorar, al fin y al cabo, con tus penas, te estás ganando el reino (diferencia fundamental entre catolicismo y protestantismo), ya tienes el mejor avión del mundo (iluso), tu equipo de futbol es el quinto mejor del mundo según la FIFA (iluso), sólo está atravesando por una mala racha (a pesar de que esos tipos ganen un millón de pesos mensual, pero en eso mejor no hay que fijarse). Se, pues, un mediocre. Nice ¿no?
Finalmente para avanzar una casilla más, cabe mencionar que lo que estoy tratando de plantear aquí no se reduce a la esfera del deporte, sino que se extiende a otros ámbitos que poco a poco se van llenando de mediocridad. Diablos, ni siquiera en piratería podemos obtener un primer lugar (somos el tercer país productor de piratería en el mundo). Habría que romper, pues, con el lastre que representa la dominación colonial, que en última instancia es de donde se origina el ethos católico que nos atraviesa. Como ejemplo tenemos a las viejas futboleras. Ellas sí. ¿Acaso el equipo femenil de futbol no hizo, ya, un mejor papel que la selección “varonil”? Ellas rompieron la regla de que el fucho es un deporte de hombres y mírenlas: quién quita y hasta se traigan una medalla. Y ojo, esto no es intolerancia contra ninguna religión, ni un fundamentalismo velado. Por favor, no se me tome en serio. No niego que soy el peor malinchista de la historia, y gracias a dios, soy ateo. Pero no quiero aparecer como un macho idiota y superficial. O por lo menos no tanto. Lo que escribí hoy no tiene nada qué ver con ello; es, más bien, una simple observación de un tipo que durmió mal y que amaneció con el hígado hecho trizas porque no hay nada más que deportes y deportes y deportes en la tele. Chale. Qué hueva me doy. Ya no puedo ni ver Ventaneando y La Oreja a gusto. De cualquier modo, acepto de entrada todas las mentadas. Me las gané a pulso.
Abur.
Desierto
miércoles, agosto 18, 2004
Currently...
R?ncoria
Como podrán darse cuenta, estoy tratando de rediseñar este asunto del template... QUería postear algo y big blogger no me lo permitía, debido a la dichosa barrita que introdujeron en la parte más septentrional... En fin, tanto que me gustaba el template anterior... Regreso pronto...
Como podrán darse cuenta, estoy tratando de rediseñar este asunto del template... QUería postear algo y big blogger no me lo permitía, debido a la dichosa barrita que introdujeron en la parte más septentrional... En fin, tanto que me gustaba el template anterior... Regreso pronto...
viernes, agosto 13, 2004
U-turn
Vuelta en U
Fue como un sutil vértigo lo que hizo que Damián apartara la vista del libro. Para él, aquél viernes trece de agosto era una tarde como casi todas: luego de impartir su cátedra de pensamiento social contemporáneo en la Universidad, se había dirigido al café de siempre. Caminar por la ciudad era ingresar a un caos, a una masa gelatinosa y confusa que se adhería al cuerpo como mugre rancia: edificios vomitando rostros como muros, estridencias de humo negro, venas esclerotizadas por el asfalto y el plomo. Hacía frío y estaba a punto de llover. Como era su costumbre, Damián se acomodó en la mesa del fondo y pidió lo de siempre. A esas horas el lugar estaba semivacío, salvo aquellos pocos parroquianos —como él— que buscaban lugares pequeños, mal iluminados y tolerablemente sucios para rumiar a gusto sus soledades y escapar un poco de sí mismos. Colocó su saco en el respaldo de la silla y tomó asiento. Extrajo de su bolso militar un libro de aquél filósofo esloveno que lo tenía fascinado, se ajustó las gafas y se concentró en la lectura. Involuntariamente, a sus recién estrenados treinta se había convertido en un cliché, en el estereotipo esnob e intelectualoide de un joven profesor universitario: pantalón de mezclilla, botas para escalar sucias y gastadas, camisas sin marcas ni letreros, todo en colores parduscos, oscuros. Lo distrajo un poco la anónima llegada del latte y el muffin de zarzamora, pero siguió leyendo. Sin aspavientos, un peculiar olor a lluvia se coló por entre las mesas e inundó el lugar, mezclándose con el café y el pan recién horneado. Todo era lo de siempre: un sorbo, un mordisco, una página. Pero ahora estaba aquel vértigo fuera de lugar, esa fugaz sensación de malestar que lo había hecho apartar la vista del libro y fijarla en aquella familiar silueta que se perfilaba en la puerta del local. No era posible. Hacía tanto tiempo, casi quince años, y ahora ahí, como si nada, estaba ella. Definitivamente no era posible. Lo mejor era volver a la lectura, ignorar el recuerdo, desaparecer antes de que.
«¿Damián? ¿De verdad eres tú, Damián?» sonó desde el centro del lugar la voz de Ximena. «No lo creo. Te veo y no lo creo» dijo ella al tiempo que se acercaba. Sus ojos de avellana, grandes y expresivos mostraban una sorpresa auténtica. Sonrió ampliamente: aquellos jugosos labios no habían perdido el encanto con el paso de los años, y Damián no pudo evitar notarlo. Él la recordaba envuelta en colores brillantes, pero ahora ella vestía toda de negro, y quizá por ello se veía un poco pálida. Ya no era la delgada jovencita con cara de niña. Su cuerpo era ahora el de una mujer hermosa. A sus treinta y un años y sus dos hijos aún conservaba esa aura extraña, mezcla de inocencia infantil y sensualidad perversa. Se movía con gracia, ligera y segura. Sus pies seguían siendo bellísimos y bien cuidados [aún usas esos zapatos tan extraños, Ximena]. Dejó su pequeño bolso sobre la mesa. Se inclinó para besar en la mejilla a Damián. Éste, un poco sorprendido, percibió el tenue aroma a violetas que se desprendía del cabello de Ximena. Sintió como si se sumergiera en una especie de sopor envolvente, como si ese olor le perteneciera a él por derecho, o más bien, como si él fuera el esclavo de aquel olor y ahora le estuviera reclamando la potestad. Pero había también otro olor, como detrás o lejano, una especie de fragancia etérea un tanto desagradable que él no supo identificar. La nostalgia comenzó a tomar forma y se tendió un puente inmenso entre ellos, en aquella pequeña mesa, en aquel café cualquiera [tanto tiempo Ximena, tanto tiempo pensándote, extrañándote]. «Este es el último lugar en el que hubiera imaginado encontrarte», dijo Damián, oculto detrás de una sonrisa a medias, al tiempo que la invitaba a sentarse con un ademán.
«No alcancé a llegar al estacionamiento. Paco, mi marido, está fuera de la ciudad, e Isidora y Paquito están en casa de mamá», dijo Ximena. «Entré a este lugar escapando de la lluvia y mira, te encuentro aquí, leyendo. No has cambiado nada, Damián. ¿Qué haces? ¿Cómo te va la vida? ¿Hace cuanto que?». Damián, en silencio, la miró con interés. Estaba perdido en aquellos ojos, en lo profundo de aquellos ojos, recorriendo con la mirada los frágiles perfiles de los labios de Ximena, la delicada blancura de sus dedos, recordando la suave curva de su vientre desnudo y cómo éste encajaba perfectamente en su mano, el dulce abrazo de aquellas piernas, la terrible y deliciosa lentitud de los años de bachillerato en los que todo es búsqueda interminable, exploración casi penosamente gloriosa de una adultez que cuando llega ya es demasiado tarde [Ah, Ximena, siempre tú Ximena, nunca nadie sino tú, distintas manos y bocas y cuerpos pero siempre tú, Ximena, siempre tú. Pensar que me he empeñado minuciosamente en olvidarte]. «Pues yo igual, escapo un poco», dijo Damián. «Aunque a mí la lluvia no me molesta tanto; o, mejor dicho, esa lluvia, la de afuera, no me molesta. A casi diario vengo aquí para evadir un poco esta otra lluvia», dijo mientras se llevaba el índice a la sien. A ello siguió una pausa tensa, en la que ambos se miraron fijamente por un instante. «¿Te pido un té de menta?», preguntó Damián, rompiendo, por fin, el incómodo silencio. «¿Todavía te acuerdas?», dijo ella, sonriendo enternecida. Damián desvió un poco la mirada. Se sentía turbado. Hace muchos años había deseado ese encuentro, casi de la misma manera en la que lo estaba viviendo, así, fortuito e inesperado. En aquél entonces se había formulado toda una batería de preguntas [¿por qué Ximena, por qué te fuiste?], memorizado una serie de temas [prometiste estar siempre conmigo], justo para cuando llegara ese momento. Había repetido tantas veces en su cabeza aquella escena. Tenía varias hipótesis acerca de cómo ella podría haber cambiado, de cómo pensaría y de cómo actuaría al verlo, de cómo el tiempo podría haber transformado su imagen y su espíritu. Había pensado en ella obsesivamente hasta que se enteró, por una amiga en común, que Ximena se había casado. Después supo de un par de hijos y ella se volvió borrosa, quizá algún recuerdo ocasional, una lágrima tal vez, pero nada más. Damián pensaba en ella como una cicatriz que se ha cerrado. Y ahora que la tenía enfrente, tan cercana, tan natural, hoy que había vuelto a respirar su olor, los recuerdos amenazaban con inundarle los ojos. Damián, como nunca antes, se había quedado absorto, sin palabras. Las cicatrices no terminan de cerrar nunca.
Afuera la lluvia y el frío arreciaban. La conversación dejaba atrás cualquier cantidad de lugares comunes, y se encaminaba a derroteros cada vez más íntimos, más intensos. Así, Damián fingió que no estaba enterado de que Paco, que luego Isidora y, finalmente, tres años después, Paquito, todos bien, gracias. Supo, eso sí de primera mano, que un departamentito de cuarto piso por el sur de la ciudad, luego Paco en su propio buffete, éxito grande, casa lujosa con jardín enorme y perro incluido, la niña ya a la primaria, y Jr. el año que entra. «No me puedo quejar. Tengo una buena vida», dijo Ximena con un leve dejo de ansiedad en la voz. Ella había fijado la vista en la pequeña tasa que aprisionaba entre sus manos. «A mí no me va tan mal», dijo Damián. «Después de la preparatoria [después de que te fuiste, Ximena, después de tanta soledad y tanta desesperanza, después de esa vorágine oscura en la que me hundí como un loco cuando rompiste tu promesa] entré a estudiar música. Sí. Un año de guitarra clásica. Luego, ya ves que me gusta dejar las cosas a medias, me salí. Anduve vagando un rato, haciendo de todo. Finalmente entré a estudiar administración o economía, o algo así. Luego me fui a estudiar una maestría. Recién terminé un doctorado y ahora soy un feliz y solitario profesor universitario», dijo Damián entrecomillando con sus dedos la palabra profesor. «Pero, ¿y tu vida?», preguntó Ximena. Ella había inclinado un poco el cuello. Un mechón de cabello le resbaló por el rostro. Con un movimiento de su mano lo colocó detrás de su oído. Damián notó una especie de mancha roja, difusa, cerca del lóbulo de Ximena [maldita sea Ximena, ¿por qué me haces esto? ¿Por qué me miras de ese modo? Yo ya te había olvidado]. «Sí, lo sé, soy patético, mi vida se reduce a una buhardilla en el centro, a un montón de libros viejos, y a unas cuántas botellas de vino. Eso sí, de muy buen vino». Por un instante el rostro de Damián se ensombreció un poco. «Ah, también soy un terrible adicto a los muffins que hacen aquí. Yo creo que por eso estoy tan panzón», dijo él, sonriendo. La lluvia diluía la tarde. Ella no paraba de hablar, de interrogarlo. Él trataba de. Bah, sólo trataba, a secas.
El roce de sus manos fue fortuito. Sucedió en plena conversación, sin pensarlo. Ambos buscaban una servilleta justo en el mismo momento y nada más. Fue instantáneo, casi eléctrico: todo el pasado, lo que habían vivido juntos, se coaguló en sus memorias, el tiempo que habían estado separados se hizo trizas. Bastó un roce para que ellos fueran concientes de sus propios cuerpos, de su estar ahí, de esa vergonzosa barrera que la cotidianeidad había erigido entre ellos, y que ellos mismos se habían esforzado por hacer patente. Se derrumbaron así los pequeños mundos, burbujas protectoras de cristal que se habían construido para exponerlos uno frente al otro, como si no se conociesen tan profunda, tan odiosamente. Al tocarla, Damián la miró extrañado. No supo si fue el toque de aquella piel tan suya, o lo extrañamente helada que estaba Ximena, lo que le había producido el ligero estremecimiento que le recorrió la espalda. «Tengo frío» dijo Ximena casi como una súplica. Él la observó un instante, y luego desvió la mirada hacia la puerta. Ella asintió, aceptando. Todo era tan igual que antes. Había dejado de llover hacía ya un rato, el lugar estaba abarrotado y parecía sensato irse. Ella no lo dejó pagar. Salieron sin hablar y caminaron hasta donde estaba el auto. Ya era tarde, estaba oscuro y en la calle no había casi nadie. La ciudad parecía nueva, húmeda y refulgente [y tú Ximena, estás aquí, por fin estás aquí]. Por el canalete de la avenida corría un pequeño riachuelo que llevaba algunas ramas secas. Él vio pasar una hoja de papel con su otronombre escrito en ella, pero eso no le pareció extraño: siempre le sucedían ese tipo de cosas. En el ambiente flotaba una especie de aura ambarina que emanaba de las pocas lámparas que aún funcionaban. Caminar junto a ella resultaba tan agradablemente familiar y ajeno al mismo tiempo. Había como un acuerdo silencioso entre ellos, un acuerdo en el que las palabras no eran necesarias ya que hubieran empañado todo aquello en lo que no había nada qué decir. El asunto era dejarse llevar. Al fin y al cabo, eran un par de adultos que se encontraban después de tanto tiempo, sabedores de que se pertenecían, que los ligaba una promesa.
Ximena subió al estacionamiento a por el auto. Él la esperó afuera. Se entretuvo repasando lo sucedido durante lo que había sido, hasta unas horas antes, un día rutinario. Levantarse, un café antes que nada, ducharse, desayunar un muffin, leer el periódico. El auto era rojo, elegante, le iba bien a Ximena. Se abrió la puerta. Damián subió y Ximena lo recibió con un gesto que pretendía ser una sonrisa. Olía un poco extraño. Justo en el instante en que Damián ponía el seguro de la puerta recordó la nota que había leído por la mañana, en el periódico. De pronto todo tuvo sentido. Ahora se explicaba por qué el rostro ensangrentado de la mujer de la fotografía le resultaba tan familiar [qué bueno que regresaste, Ximena, ahora sí estaremos juntos siempre]. Nadie volvería a saber nada de Damián.
Nota leída por Damián
Guadalajara, Jal. 13 de agosto (AP). En un extraño accidente automovilístico fallece la esposa del connotado abogado, Francisco Urrutia Juárez, fiscal de la Zona Metropolitana de Guadalajara. En el accidente también perdió la vida el acompañante de la distinguida señora, quien hasta el momento no ha sido identificado. Agustín Suárez, comandante en jefe de la policía municipal señala que aún no han sido averiguadas las causas del accidente, pero ya se llevan a cabo investigaciones para deslindar responsabilidades. «Al parecer, todo se debe a una falla mecánica del vehículo, porque no se tienen otros automovilistas involucrados en el incidente», señaló Suárez. El cuerpo de la Sra. Ximena Calvillo de Urritia será inhumado mañana al mediodía en . . .
Fue como un sutil vértigo lo que hizo que Damián apartara la vista del libro. Para él, aquél viernes trece de agosto era una tarde como casi todas: luego de impartir su cátedra de pensamiento social contemporáneo en la Universidad, se había dirigido al café de siempre. Caminar por la ciudad era ingresar a un caos, a una masa gelatinosa y confusa que se adhería al cuerpo como mugre rancia: edificios vomitando rostros como muros, estridencias de humo negro, venas esclerotizadas por el asfalto y el plomo. Hacía frío y estaba a punto de llover. Como era su costumbre, Damián se acomodó en la mesa del fondo y pidió lo de siempre. A esas horas el lugar estaba semivacío, salvo aquellos pocos parroquianos —como él— que buscaban lugares pequeños, mal iluminados y tolerablemente sucios para rumiar a gusto sus soledades y escapar un poco de sí mismos. Colocó su saco en el respaldo de la silla y tomó asiento. Extrajo de su bolso militar un libro de aquél filósofo esloveno que lo tenía fascinado, se ajustó las gafas y se concentró en la lectura. Involuntariamente, a sus recién estrenados treinta se había convertido en un cliché, en el estereotipo esnob e intelectualoide de un joven profesor universitario: pantalón de mezclilla, botas para escalar sucias y gastadas, camisas sin marcas ni letreros, todo en colores parduscos, oscuros. Lo distrajo un poco la anónima llegada del latte y el muffin de zarzamora, pero siguió leyendo. Sin aspavientos, un peculiar olor a lluvia se coló por entre las mesas e inundó el lugar, mezclándose con el café y el pan recién horneado. Todo era lo de siempre: un sorbo, un mordisco, una página. Pero ahora estaba aquel vértigo fuera de lugar, esa fugaz sensación de malestar que lo había hecho apartar la vista del libro y fijarla en aquella familiar silueta que se perfilaba en la puerta del local. No era posible. Hacía tanto tiempo, casi quince años, y ahora ahí, como si nada, estaba ella. Definitivamente no era posible. Lo mejor era volver a la lectura, ignorar el recuerdo, desaparecer antes de que.
«¿Damián? ¿De verdad eres tú, Damián?» sonó desde el centro del lugar la voz de Ximena. «No lo creo. Te veo y no lo creo» dijo ella al tiempo que se acercaba. Sus ojos de avellana, grandes y expresivos mostraban una sorpresa auténtica. Sonrió ampliamente: aquellos jugosos labios no habían perdido el encanto con el paso de los años, y Damián no pudo evitar notarlo. Él la recordaba envuelta en colores brillantes, pero ahora ella vestía toda de negro, y quizá por ello se veía un poco pálida. Ya no era la delgada jovencita con cara de niña. Su cuerpo era ahora el de una mujer hermosa. A sus treinta y un años y sus dos hijos aún conservaba esa aura extraña, mezcla de inocencia infantil y sensualidad perversa. Se movía con gracia, ligera y segura. Sus pies seguían siendo bellísimos y bien cuidados [aún usas esos zapatos tan extraños, Ximena]. Dejó su pequeño bolso sobre la mesa. Se inclinó para besar en la mejilla a Damián. Éste, un poco sorprendido, percibió el tenue aroma a violetas que se desprendía del cabello de Ximena. Sintió como si se sumergiera en una especie de sopor envolvente, como si ese olor le perteneciera a él por derecho, o más bien, como si él fuera el esclavo de aquel olor y ahora le estuviera reclamando la potestad. Pero había también otro olor, como detrás o lejano, una especie de fragancia etérea un tanto desagradable que él no supo identificar. La nostalgia comenzó a tomar forma y se tendió un puente inmenso entre ellos, en aquella pequeña mesa, en aquel café cualquiera [tanto tiempo Ximena, tanto tiempo pensándote, extrañándote]. «Este es el último lugar en el que hubiera imaginado encontrarte», dijo Damián, oculto detrás de una sonrisa a medias, al tiempo que la invitaba a sentarse con un ademán.
«No alcancé a llegar al estacionamiento. Paco, mi marido, está fuera de la ciudad, e Isidora y Paquito están en casa de mamá», dijo Ximena. «Entré a este lugar escapando de la lluvia y mira, te encuentro aquí, leyendo. No has cambiado nada, Damián. ¿Qué haces? ¿Cómo te va la vida? ¿Hace cuanto que?». Damián, en silencio, la miró con interés. Estaba perdido en aquellos ojos, en lo profundo de aquellos ojos, recorriendo con la mirada los frágiles perfiles de los labios de Ximena, la delicada blancura de sus dedos, recordando la suave curva de su vientre desnudo y cómo éste encajaba perfectamente en su mano, el dulce abrazo de aquellas piernas, la terrible y deliciosa lentitud de los años de bachillerato en los que todo es búsqueda interminable, exploración casi penosamente gloriosa de una adultez que cuando llega ya es demasiado tarde [Ah, Ximena, siempre tú Ximena, nunca nadie sino tú, distintas manos y bocas y cuerpos pero siempre tú, Ximena, siempre tú. Pensar que me he empeñado minuciosamente en olvidarte]. «Pues yo igual, escapo un poco», dijo Damián. «Aunque a mí la lluvia no me molesta tanto; o, mejor dicho, esa lluvia, la de afuera, no me molesta. A casi diario vengo aquí para evadir un poco esta otra lluvia», dijo mientras se llevaba el índice a la sien. A ello siguió una pausa tensa, en la que ambos se miraron fijamente por un instante. «¿Te pido un té de menta?», preguntó Damián, rompiendo, por fin, el incómodo silencio. «¿Todavía te acuerdas?», dijo ella, sonriendo enternecida. Damián desvió un poco la mirada. Se sentía turbado. Hace muchos años había deseado ese encuentro, casi de la misma manera en la que lo estaba viviendo, así, fortuito e inesperado. En aquél entonces se había formulado toda una batería de preguntas [¿por qué Ximena, por qué te fuiste?], memorizado una serie de temas [prometiste estar siempre conmigo], justo para cuando llegara ese momento. Había repetido tantas veces en su cabeza aquella escena. Tenía varias hipótesis acerca de cómo ella podría haber cambiado, de cómo pensaría y de cómo actuaría al verlo, de cómo el tiempo podría haber transformado su imagen y su espíritu. Había pensado en ella obsesivamente hasta que se enteró, por una amiga en común, que Ximena se había casado. Después supo de un par de hijos y ella se volvió borrosa, quizá algún recuerdo ocasional, una lágrima tal vez, pero nada más. Damián pensaba en ella como una cicatriz que se ha cerrado. Y ahora que la tenía enfrente, tan cercana, tan natural, hoy que había vuelto a respirar su olor, los recuerdos amenazaban con inundarle los ojos. Damián, como nunca antes, se había quedado absorto, sin palabras. Las cicatrices no terminan de cerrar nunca.
Afuera la lluvia y el frío arreciaban. La conversación dejaba atrás cualquier cantidad de lugares comunes, y se encaminaba a derroteros cada vez más íntimos, más intensos. Así, Damián fingió que no estaba enterado de que Paco, que luego Isidora y, finalmente, tres años después, Paquito, todos bien, gracias. Supo, eso sí de primera mano, que un departamentito de cuarto piso por el sur de la ciudad, luego Paco en su propio buffete, éxito grande, casa lujosa con jardín enorme y perro incluido, la niña ya a la primaria, y Jr. el año que entra. «No me puedo quejar. Tengo una buena vida», dijo Ximena con un leve dejo de ansiedad en la voz. Ella había fijado la vista en la pequeña tasa que aprisionaba entre sus manos. «A mí no me va tan mal», dijo Damián. «Después de la preparatoria [después de que te fuiste, Ximena, después de tanta soledad y tanta desesperanza, después de esa vorágine oscura en la que me hundí como un loco cuando rompiste tu promesa] entré a estudiar música. Sí. Un año de guitarra clásica. Luego, ya ves que me gusta dejar las cosas a medias, me salí. Anduve vagando un rato, haciendo de todo. Finalmente entré a estudiar administración o economía, o algo así. Luego me fui a estudiar una maestría. Recién terminé un doctorado y ahora soy un feliz y solitario profesor universitario», dijo Damián entrecomillando con sus dedos la palabra profesor. «Pero, ¿y tu vida?», preguntó Ximena. Ella había inclinado un poco el cuello. Un mechón de cabello le resbaló por el rostro. Con un movimiento de su mano lo colocó detrás de su oído. Damián notó una especie de mancha roja, difusa, cerca del lóbulo de Ximena [maldita sea Ximena, ¿por qué me haces esto? ¿Por qué me miras de ese modo? Yo ya te había olvidado]. «Sí, lo sé, soy patético, mi vida se reduce a una buhardilla en el centro, a un montón de libros viejos, y a unas cuántas botellas de vino. Eso sí, de muy buen vino». Por un instante el rostro de Damián se ensombreció un poco. «Ah, también soy un terrible adicto a los muffins que hacen aquí. Yo creo que por eso estoy tan panzón», dijo él, sonriendo. La lluvia diluía la tarde. Ella no paraba de hablar, de interrogarlo. Él trataba de. Bah, sólo trataba, a secas.
El roce de sus manos fue fortuito. Sucedió en plena conversación, sin pensarlo. Ambos buscaban una servilleta justo en el mismo momento y nada más. Fue instantáneo, casi eléctrico: todo el pasado, lo que habían vivido juntos, se coaguló en sus memorias, el tiempo que habían estado separados se hizo trizas. Bastó un roce para que ellos fueran concientes de sus propios cuerpos, de su estar ahí, de esa vergonzosa barrera que la cotidianeidad había erigido entre ellos, y que ellos mismos se habían esforzado por hacer patente. Se derrumbaron así los pequeños mundos, burbujas protectoras de cristal que se habían construido para exponerlos uno frente al otro, como si no se conociesen tan profunda, tan odiosamente. Al tocarla, Damián la miró extrañado. No supo si fue el toque de aquella piel tan suya, o lo extrañamente helada que estaba Ximena, lo que le había producido el ligero estremecimiento que le recorrió la espalda. «Tengo frío» dijo Ximena casi como una súplica. Él la observó un instante, y luego desvió la mirada hacia la puerta. Ella asintió, aceptando. Todo era tan igual que antes. Había dejado de llover hacía ya un rato, el lugar estaba abarrotado y parecía sensato irse. Ella no lo dejó pagar. Salieron sin hablar y caminaron hasta donde estaba el auto. Ya era tarde, estaba oscuro y en la calle no había casi nadie. La ciudad parecía nueva, húmeda y refulgente [y tú Ximena, estás aquí, por fin estás aquí]. Por el canalete de la avenida corría un pequeño riachuelo que llevaba algunas ramas secas. Él vio pasar una hoja de papel con su otronombre escrito en ella, pero eso no le pareció extraño: siempre le sucedían ese tipo de cosas. En el ambiente flotaba una especie de aura ambarina que emanaba de las pocas lámparas que aún funcionaban. Caminar junto a ella resultaba tan agradablemente familiar y ajeno al mismo tiempo. Había como un acuerdo silencioso entre ellos, un acuerdo en el que las palabras no eran necesarias ya que hubieran empañado todo aquello en lo que no había nada qué decir. El asunto era dejarse llevar. Al fin y al cabo, eran un par de adultos que se encontraban después de tanto tiempo, sabedores de que se pertenecían, que los ligaba una promesa.
Ximena subió al estacionamiento a por el auto. Él la esperó afuera. Se entretuvo repasando lo sucedido durante lo que había sido, hasta unas horas antes, un día rutinario. Levantarse, un café antes que nada, ducharse, desayunar un muffin, leer el periódico. El auto era rojo, elegante, le iba bien a Ximena. Se abrió la puerta. Damián subió y Ximena lo recibió con un gesto que pretendía ser una sonrisa. Olía un poco extraño. Justo en el instante en que Damián ponía el seguro de la puerta recordó la nota que había leído por la mañana, en el periódico. De pronto todo tuvo sentido. Ahora se explicaba por qué el rostro ensangrentado de la mujer de la fotografía le resultaba tan familiar [qué bueno que regresaste, Ximena, ahora sí estaremos juntos siempre]. Nadie volvería a saber nada de Damián.
Nota leída por Damián
Guadalajara, Jal. 13 de agosto (AP). En un extraño accidente automovilístico fallece la esposa del connotado abogado, Francisco Urrutia Juárez, fiscal de la Zona Metropolitana de Guadalajara. En el accidente también perdió la vida el acompañante de la distinguida señora, quien hasta el momento no ha sido identificado. Agustín Suárez, comandante en jefe de la policía municipal señala que aún no han sido averiguadas las causas del accidente, pero ya se llevan a cabo investigaciones para deslindar responsabilidades. «Al parecer, todo se debe a una falla mecánica del vehículo, porque no se tienen otros automovilistas involucrados en el incidente», señaló Suárez. El cuerpo de la Sra. Ximena Calvillo de Urritia será inhumado mañana al mediodía en . . .
martes, agosto 10, 2004
Chatita
"Es agosto y llueve como su voz"
Luis Chaves
Hace ya dos años. Hoy todavía hay noches, ya muy tarde, en que el insomnio se instala por aquí y te imagino. Trato de no despertar a LaClau. Me levanto de la cama y camino un rato por la sala. En ocasiones me encierro en el baño y converso contigo. Hay noches en que, cuando todo esto duele demasiado, me desdoblo un poco y pienso que esto no me pasó a mí, sino a aquél que me mira desde el espejo. Pobre tipo. En estos dos años él ha envejecido diez. En su rostro están las marcas de tanta ausencia. Sus ojos dicen insomnio, vacío. En estas noches él me mira interrogante, como explorando las posibilidades, como confirmando que a pesar de las apariencias, todavía está vivo. Entonces hay como una cruel vuelta a mí, una especie de vértigo que condensa todo esto que soy ahora, toda esta realidad que sé que es mía. Y sé, entonces, que esto sí me sucedió a mí, que tu cáncer fue verdadero, que ese doloroso sábado marcó un regreso a una realidad lluviosa y gris que me estalló en pleno rostro. Como ya lo decía en aquella carta que escribí hace mucho: ese sábado me hizo ver lo cotidiano de la muerte, que no es otra cosa que una máscara más de las tantas que se pone la vida para darnos pequeños sustos, que a final de cuentas se convierten en sombras que nos perseguirán toda la vida, instantes a los que regresamos una y otra vez, —como hoy, como cada mañana— pensando siempre en el hubiera, aún a sabiendas de que ese maldito tiempo verbal no existe, que es una falacia, que es el signo de la culpa, que lo deberían borrar de toda gramática para bien de todos. Entonces, en noches como esta, vuelven esas imágenes que tengo grabadas a fuego blanco en la memoria: ¿Cómo olvidar tu cuerpo inerte, cubierto con una sábana? ¿Cómo deshacerse de los gritos, las voces desesperadas de mis tías abalanzándose sobre tu cuerpo? ¿Cómo olvidar a mi hermano, apesadumbrado, casi niño, con su camisa azul cielo y su gorra del mismo color, sin escándalos, simplemente mirándote y dándose cuenta cómo su vida daba un vuelco hacia el vacío, hacia la desesperanza? ¿Como olvidar la manera en que papá, a un costado mío, se llevaba las manos a la cabeza, casi incrédulo, llorando como un niño, preguntando por qué, Chelo, por qué nos dejas, qué vamos a hacer sin ti?
Y yo sin poder llorar. Ese sábado era justo como ahora, como este desdoblamiento de juego de espejos. Yo observaba todo como desde fuera de mi cuerpo, como si yo no fuera aquél que sentía el terrible dolor en el pecho y en el cerebro, con los recuerdos lacerantes recorriendo cada palmo de piel, llenando de vacío y de silencio a todo y a todos, viendo cómo era yo y no era yo el que se acercaba a la camilla y lanzaba al pasar una mirada en la que se quedaba para siempre, como fundida en mi retina, aquella sábana blanca que te cubría el rostro. Y dejar ahí, de paso, el alma hecha trizas, las esperanzas muertas, esparcidas por el piso del hospital, mientras me ocupaba de actas de defunción, preparativos para el sepelio y toda la correspondiente burocracia que le sigue a la muerte. Hace ya dos años ¿recuerdas?.
En aquellos días nefastos alguien me llamó por teléfono para decirme que el tiempo lo cura todo. Entonces eso me pareció una soberana estupidez. Ahora que a pesar de todo hay tantas cosas buenas en mi vida, a pesar de que el tiempo ha incrementado mi lista de cariños, a pesar de que el futuro pinta mejor que nunca, a pesar de que hay momentos en que me siento verdaderamente feliz, sigo pensando igual. El tiempo no cura nada. Al contrario, hace que las heridas se vuelvan más profundas, que las ausencias sean horribles. Aunque lo cierto es que con el tiempo he logrado recordar algunas cosas tuyas con mayor detalle: el olor de tu ropa, la profundidad de tu regazo, tus sandalias, aquellas interminables conversaciones en las que casi nos amanecía, la manera en que entornabas los ojos detrás del humo de tu siempre presente cigarrillo, tus cientos de llaveros, tus insuperables enfrijoladas, la dulzura con la que contestabas el teléfono, tu manía con la limpieza, tu particular gusto por el cine, tus besos, tu enormísimo conocimiento de lo místico. En fin, tantas cosas. Pero ahora ya me tengo que ir. Acaba de sonar el despertador, LaClau está a punto de levantarse y yo tengo que volver, por tozudez, a hermanarme con aquello que llamamos vida. Te extraño tanto, mamá. Te extraño tanto. . .
jueves, agosto 05, 2004
I, human
Ayer vi por segunda vez —gracias a circunstancias ajenas a mi voluntad— la película de I, Robot . La primera ocasión traté de acercarme a dicha película sin ningún afán pseudo–analítico ni nada parecido. Quería disfrutarla como una obra de ciencia ficción basada en textos de un autor que desconozco totalmente. Y sólo eso. Pero en esta segunda ocasión mi mirada fue otra. Ahora la atención se fijó no tanto en los personajes centrales, sino en los elementos del segundo plano, en los argumentos subyacentes y cosas por el estilo. En principio había pensado —antes de comenzar a escribir— en poner de relieve los tintes y resonancias racistas que se destacan en buena parte de los argumentos. Así, iba a decir que las ideas de esclavitud y negritud resultaban significativas para desenmarañar la hipótesis anterior. Creo que una escena que condensa e ilustra en buena medida lo que quiero decir es aquella en la que Mr. Robertson, junto a su equipo de abogados, va a la estación de policía a reclamar la potestad de Sonny, el androide al que Spooner acusa de asesinato. En dicha escena la voz cantante la ostenta Mr. Robertson —casi un arquetipo ario—, mientras que el resto de los personajes es colocado en una posición de subordinación que raya casi en lo sumiso. Recordémos que Mr. Robertson literalmente le truena los dedos a su abogado de color para que entregue un amparo. La respuesta del jefe de la policía es tímida y titubeante, por lo que Spooner sugiere llamar al Alcalde de la ciudad para lograr retener a Sonny. Antes de que eso ocurra, Mr. Robertson ya tiene lista una conferencia, vía celular, con el Alcalde, lo cual muestra la influencia y poder de “el hombre más rico del planeta”, como lo llama Spooner en su primer encuentro con él. Y esa escena no es la única. Pero de lo anterior mejor no hablo porque implica entrar en vericuetos que no tienen salida. Creo que mejor me quedo con la reflexión que me produjo la primera vez que vi la película, la cual gira alrededor de lo que nos hace ser humanos. Este tema ha sido discutido por personajes tan dispares como Rob Zombie, Nietzsche, Heidegger, Hegel, Platón [quien era un tipo que cuando estaba borracho le gustaba que lo llamaran] Sócrates, Aristóteles, Heráclito, Parménides, Layne Staley (coloque aquí a su pensador de preferencia), etc. Es, incluso, quizá hasta más popular que el tema de la inmortalidad del cangrejo (¿realmente serán inmortales tales animalitos?). De cualquier modo, el tema se me vino a la cabeza porque recientemente lo leí en el blog de Antonio Marts, (un verdadero escritor y no un pálido intento como yo).
En fin, en el citado filme se exploran algunos aspectos que podrían servir de respuesta a la mencionada interrogante (no la de los cangrejos sino la de los humanos). Cabe mencionar, de entrada, que difícilmente será posible dilucidar la esencia del ser humano en un humilde blog como éste. Así, más que presentar algunas respuestas, con lo que me quedo es con un montón de preguntas, de las cuales planteo algunas aquí (mi hermanillo tiene una teoría con respecto al egoísmo como elemento definitorio del ser humano, pero eso es harina de otro costal). De este modo, para iniciar, me parece que una de las escenas que pone de relieve la discusión con respecto al ser humano es la del interrogatorio que Sponner le hace a Sonny en el precinto de la policía. Ahí se nota cómo Spooner intenta definir(se) y diferenciar(se) lo que él es con respecto a Sonny a partir de la desligitimación de las pretensiones de humanidad de este último. De lo que no se da cuenta Spooner es de que Sonny está aprendiendo a ser humano. ¿Acaso las emociones que muestra el robotín no son humanas, quizá demasiado humanas?. ¿Acaso el aprendizaje del guiño no convierte a Sonny en un tipo digno de confianza para Spooner, al grado que le confía la vida de su morra, la Dra. Calvin? ¿Acaso los giros en el lenguaje de Spooner (de ser una cosa, un algo, Sonny se transforma en un alguien) cuando se refiere a Sonny no lo van humanizando poco a poco?. Lo que quiero decir es que, en última instancia, los cimientos de lo humano son culturales. Al principio, para Spooner, Sonny era como una simple imitación de la vida humana. El propio ser de Sonny era siempre un «como si», casi una especie de realidad virtual. Pero ¿acaso nosotros mismos, tú, en este instante que lees, no está inmerso en una realidad virtual? Y esta virtualidad (este vivir «como si»)no se reduce a las cuestiones cyberinternéicas. Esto se transmina al ámbito de la vida cotidiana: ¿acaso no endulzamos nuestro latte matutino con algo que es «como si» fuera azucar? ¿Acaso no descongelamos nuestra comida en algo que es como si fuera lumbre (el microwave)? ¿Acaso el mismo maíz que comemos en las tortillas (nuestra esencia, casi una definición de la mexicanidad, según algunos) no está modificado genéticamente (es como si comiésemos tortillas)? Es innegable que la realidad virtual no es una cosa del futuro. Más bien, la RV es algo con lo que lidiamos día a día. Si Sonny termina al final de la película, por humanizarse, por aprender a ser humano: ¿ocurre lo mismo a la inversa? ¿Acaso en la medida en que convivimos de manera cotidiana con la RV nos deshumanizamos, nos convertimos en cyborgs (cada día más nos despegamos menos de nuestros walkman, de nuestros cellphones, de nuestras laptops, de nuestras agendas electrónicas, casi al grado de que todo ello se va convirtiendo, con el tiempo, en extensiones de nuestro prpio cuerpo)y construimos identidades transhumanas, para utilizar la figura expresada por Martin Mora (udg)? Para finalizar esta pseudoreflexión iba a apelar a la famosa pregunta por el ser, hecha por Heidegger. Pero no, mejor acudo al blanco/santo horror de lo real, expresado por Hegel. Creo que eso condensa mejor cómo me sentí ayer al salir del cine. Maldito cine. Maldito Robot. Yo hoy digo I, human...
En fin, en el citado filme se exploran algunos aspectos que podrían servir de respuesta a la mencionada interrogante (no la de los cangrejos sino la de los humanos). Cabe mencionar, de entrada, que difícilmente será posible dilucidar la esencia del ser humano en un humilde blog como éste. Así, más que presentar algunas respuestas, con lo que me quedo es con un montón de preguntas, de las cuales planteo algunas aquí (mi hermanillo tiene una teoría con respecto al egoísmo como elemento definitorio del ser humano, pero eso es harina de otro costal). De este modo, para iniciar, me parece que una de las escenas que pone de relieve la discusión con respecto al ser humano es la del interrogatorio que Sponner le hace a Sonny en el precinto de la policía. Ahí se nota cómo Spooner intenta definir(se) y diferenciar(se) lo que él es con respecto a Sonny a partir de la desligitimación de las pretensiones de humanidad de este último. De lo que no se da cuenta Spooner es de que Sonny está aprendiendo a ser humano. ¿Acaso las emociones que muestra el robotín no son humanas, quizá demasiado humanas?. ¿Acaso el aprendizaje del guiño no convierte a Sonny en un tipo digno de confianza para Spooner, al grado que le confía la vida de su morra, la Dra. Calvin? ¿Acaso los giros en el lenguaje de Spooner (de ser una cosa, un algo, Sonny se transforma en un alguien) cuando se refiere a Sonny no lo van humanizando poco a poco?. Lo que quiero decir es que, en última instancia, los cimientos de lo humano son culturales. Al principio, para Spooner, Sonny era como una simple imitación de la vida humana. El propio ser de Sonny era siempre un «como si», casi una especie de realidad virtual. Pero ¿acaso nosotros mismos, tú, en este instante que lees, no está inmerso en una realidad virtual? Y esta virtualidad (este vivir «como si»)no se reduce a las cuestiones cyberinternéicas. Esto se transmina al ámbito de la vida cotidiana: ¿acaso no endulzamos nuestro latte matutino con algo que es «como si» fuera azucar? ¿Acaso no descongelamos nuestra comida en algo que es como si fuera lumbre (el microwave)? ¿Acaso el mismo maíz que comemos en las tortillas (nuestra esencia, casi una definición de la mexicanidad, según algunos) no está modificado genéticamente (es como si comiésemos tortillas)? Es innegable que la realidad virtual no es una cosa del futuro. Más bien, la RV es algo con lo que lidiamos día a día. Si Sonny termina al final de la película, por humanizarse, por aprender a ser humano: ¿ocurre lo mismo a la inversa? ¿Acaso en la medida en que convivimos de manera cotidiana con la RV nos deshumanizamos, nos convertimos en cyborgs (cada día más nos despegamos menos de nuestros walkman, de nuestros cellphones, de nuestras laptops, de nuestras agendas electrónicas, casi al grado de que todo ello se va convirtiendo, con el tiempo, en extensiones de nuestro prpio cuerpo)y construimos identidades transhumanas, para utilizar la figura expresada por Martin Mora (udg)? Para finalizar esta pseudoreflexión iba a apelar a la famosa pregunta por el ser, hecha por Heidegger. Pero no, mejor acudo al blanco/santo horror de lo real, expresado por Hegel. Creo que eso condensa mejor cómo me sentí ayer al salir del cine. Maldito cine. Maldito Robot. Yo hoy digo I, human...
martes, agosto 03, 2004
Despertar
Lo que realmente despertó a Isabel fue el olor a café con piloncillo (y no tanto el terrible alboroto de los gemelitos). Había llovido toda la noche y afuera hacía frío. Los gemelitos correteaban en el patio alrededor del enorme naranjo. Les salía vapor de la boca y la nariz: jugaban a ser trenes que espantaban a las pocas luciernagas que volaban ajenas a todo aquello. De cuando en cuando, los gemelitos sacudían un poco el tronco de aquel árbol para crear sus propias y minúsculas lloviznas con olor a azahares. Reían como nunca.
Afuera hacía frío, pero adentro, envuelta en ese montón de cobijas, Isabel se sentía muy bien. Entreabrió los ojos y vio que aún estaba obscuro. Aspiró profundamente. A sus pies, el gringo —un gato deliciosamente gordo y negro— alzó un poco la cabeza para lanzar una mirada despreciativa. Luego de un corto maullido decidió volver a dormir. Isabel lo imitó un poco. En cierto modo, a sus catorce años ella tenía una especie de sensualidad felina. En ese cuerpo de niña ya se vislumbraban las pronunciadas redondeces de una mujer que se perfilaba ardiente. Isabel se acurrucó entre las sábanas, se llevó la mano a la entrepierna y cerró los ojos. Estaba en ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia y, a pesar de ello, fue tan consciente de su propio cuerpo —del tacto de su propio cuerpo; del olor de su propio cuerpo— que se estremeció un poco. Sentía el calor del gringo —que parecía casi un motorcito— a sus pies. Sentía sus piernas y su espalda pegadas al duro colchón, sus manos explorando sus senos y su pubis; todo aquello era un sensación como de diminutos pasos en su piel. Una especie de dulce sopor le fue subiendo por el cuerpo. Sus mejillas enrojecieron. Sus labios se despegaron lento, casi como una flor abriéndose (¿como un grito en silencio?). Estaba ya casi dormida cuando alcanzó a escuchar la llave que entraba en la cerradura de la puerta de la calle. Luego el familiar rechinido que producía aquella puerta al abrirse. «Es mamá que regresa de la iglesia...» —pensó, antes de quedarse completamente dormida. Unos instantes después su sonrisa desapareció. Soñaba y era horrible; otra vez esa maldita pesadilla: por el pasillo se deslizaban unos pesados pasos que llegaban hasta el patio. Aquello era como una sombra enorme y deforme que flotaba lenta. Los gemelitos jugaban alrededor del naranjo, y lo que escurría de sus hojas no era agua. Ellos no se dieron cuenta de nada. El rostro de Isabel se torno en una mueca de asco y angustia ante la visión de aquella imagen. Afuera sonaron seis campanadas que reverberaban como voces. Los nubarrones en el cielo adquirían una tonalidad violácea; el sol despuntaba y estaba a punto de amanecer. Isabel hubiera preferido no despertar jamás: justo en el momento en que abría los ojos, una filosa daga le desgarraba la garganta.
Afuera hacía frío, pero adentro, envuelta en ese montón de cobijas, Isabel se sentía muy bien. Entreabrió los ojos y vio que aún estaba obscuro. Aspiró profundamente. A sus pies, el gringo —un gato deliciosamente gordo y negro— alzó un poco la cabeza para lanzar una mirada despreciativa. Luego de un corto maullido decidió volver a dormir. Isabel lo imitó un poco. En cierto modo, a sus catorce años ella tenía una especie de sensualidad felina. En ese cuerpo de niña ya se vislumbraban las pronunciadas redondeces de una mujer que se perfilaba ardiente. Isabel se acurrucó entre las sábanas, se llevó la mano a la entrepierna y cerró los ojos. Estaba en ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia y, a pesar de ello, fue tan consciente de su propio cuerpo —del tacto de su propio cuerpo; del olor de su propio cuerpo— que se estremeció un poco. Sentía el calor del gringo —que parecía casi un motorcito— a sus pies. Sentía sus piernas y su espalda pegadas al duro colchón, sus manos explorando sus senos y su pubis; todo aquello era un sensación como de diminutos pasos en su piel. Una especie de dulce sopor le fue subiendo por el cuerpo. Sus mejillas enrojecieron. Sus labios se despegaron lento, casi como una flor abriéndose (¿como un grito en silencio?). Estaba ya casi dormida cuando alcanzó a escuchar la llave que entraba en la cerradura de la puerta de la calle. Luego el familiar rechinido que producía aquella puerta al abrirse. «Es mamá que regresa de la iglesia...» —pensó, antes de quedarse completamente dormida. Unos instantes después su sonrisa desapareció. Soñaba y era horrible; otra vez esa maldita pesadilla: por el pasillo se deslizaban unos pesados pasos que llegaban hasta el patio. Aquello era como una sombra enorme y deforme que flotaba lenta. Los gemelitos jugaban alrededor del naranjo, y lo que escurría de sus hojas no era agua. Ellos no se dieron cuenta de nada. El rostro de Isabel se torno en una mueca de asco y angustia ante la visión de aquella imagen. Afuera sonaron seis campanadas que reverberaban como voces. Los nubarrones en el cielo adquirían una tonalidad violácea; el sol despuntaba y estaba a punto de amanecer. Isabel hubiera preferido no despertar jamás: justo en el momento en que abría los ojos, una filosa daga le desgarraba la garganta.
domingo, agosto 01, 2004
Hermanito...
Fui a tu casa para felicitarte, pero no estabas. I'm quite sure that mom is already watching over you, and smiling proudly. Casi puedo escucharla diciendo "estoy que no quepo de gusto". Do you hear?... Estoy seguro que sí. Ánimo, carnal. Apenas es el comienzo...
Te quiero reteharto...
Y aprovéchalo: acuérdate que se quedaron fuera cerca de 47,000 vatillos....
Te quiero reteharto...
Y aprovéchalo: acuérdate que se quedaron fuera cerca de 47,000 vatillos....
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