Ese día, como todos los demás en aquella ciudad de mierda, era tarde y hacía frío. El sol estaba ocultándose, por lo que todavía era posible ver el mar, allá al fondo. A través de la mugre de la ventana se sucedían primero el rojo, luego el violeta, y finalmente el azul. Así, la noche se hizo espacio entre nosotros. Adentro del departamento la iluminación era tenue, acorde con la voz dulce de Bebel Gilberto. Casi todos se habían marchado, y ya sólo quedábamos los cuatro de siempre alrededor de aquella mesa. Pero también estaba Luis. Él era un tipo raro, distraído. Caminaba por los pasillos del instituto hablando solo. A veces, en los jardines, se detenía horas frente a una araña para observarla tejer su trampa. Aunque se llevaba bien con nosotros, él no era uno de los asiduos a las reuniones del Círculo.
«Ahora piensa en tres preguntas» —dijo él, con su característico acento sudamericano. Yo estaba distraído observando las extrañas figuras de aquella baraja y el humo de su puro me tenía un poco mareado. «La verdad es que no creo en eso —contesté. Me has dicho algunas cosas ciertas, pero cualquiera que medianamente me conozca puede decirme lo mismo, sin necesidad de cartitas». Tomé un trago de vino. Miré a Adrián y a Luz, a quienes ya les había tocado su turno, y sonreí sarcásticamente. Laura quiso decir algo, pero se arrepintió, fingiendo un bostezo. Yo comenzaba a aburrirme, y pensaba en lo mucho que me gustaría estar acostado, leyendo a Luis Chaves. Unté un poco de queso crema a un trozo de manzana y me lo llevé a la boca. Para formular las preguntas acudí a los cajoncitos de siempre, como si la vida pudiera reducirse a esto y aquello. «Listo. Soy un cliché con patas» —le dije a Luis. Éste hizo una especie de pase mágico, casi teatral, sobre el mazo de cartas. Sacó cuatro de ellas. Una la puso boca arriba, en el centro de la mesa. «Éste eres tú» —dijo, colocando su dedo índice sobre una especie de viejo ermitaño. Colocó el resto de las cartas sobre el paño rojo, con la cara frontal oculta. «Voltéalas. Esta es la respuesta a tu primera pregunta». Yo agregué, también, un poco de dramatismo al asunto, fingiendo que me temblaba la mano. Antes de levantar aquellas cartas, bebí de un sorbo el poco vino que quedaba en mi vaso. Suspiré profundo aparentando un nerviosismo que estaba lejos de tener.
«Pues sí» —dijo Luis. «indudablemente, vas a conocer al amor de tu vida. Y pronto». Luz y Adrián intercambiaron unas miradas burlonas. Laura se sonrojó un poco, desviando la mirada. Me reí. «¿Yo, el amor? Ja. No tienes idea Luis. El amor, como dicen los polivoces, es una cosas esplendorosa, o lo que es lo mismo, la policía está siempre en vigilia; o sea que no tiene sentido». Él me miró con sorna. «Las cartas no mienten, señor» —sentenció con un gesto divertido. En aquél momento no le presté atención al asunto, pero ahora, con la distancia y el tiempo, tengo dudas acerca de cómo es que Luis supo que esa había sido mi primer pregunta. Hizo a un lado las cartas usadas y, reincidiendo en su teatralidad, sacó otras tres cartas. Las volteé sin tantos miramientos. Él se llevó la mano derecha al mentón, como si quisiera aligerar el peso de lo iba a decir. Dudó un poco, pero al fin se decidió. «Lo siento, pero vas a perder a alguien muy querido y muy cercano a ti» —sentenció lacónico. «Así es la vida» —dije incrédulo. Por tercera vez repetimos la operación, pero esta vez con mayor naturalidad. La verdad es que estaba deseando terminar para irme a dormir. Sentía pesadísimos los párpados, y mi mente comenzaba a divagar.
De pronto, la estancia se puso helada y, por un instante, todo quedó en silencio. El disco de Bebel se terminó justo en ese momento. Afuera los perros dejaron de ladrar. Todos contuvimos la respiración. Era como si un hueco se hubiera abierto en el centro de todo aquello, como un remolino de tiempo en el que todo se confabulaba y encajaba en su sitio. Adrián rompió ese fugaz equilibrio cuando pidió que alguien le pasara el pan de centeno y la mantequilla con especias. Parecía que todo volvía destempladamente a la normalidad. Excepto por Luis. Éste estaba pálido y con los ojos desorbitados. Veía alternadamente a las cartas y luego a mí. Estaba como en trance, entre incrédulo y horrorizado. «¿Qué te pasa Lu…?» —quise preguntar, pero fue demasiado tarde. Salió corriendo de la casa, espantado. Quisimos alcanzarlo, pero desapareció, como si se hubiese evaporado. Al día siguiente lo busqué en su casa y no había señales de él. En el trabajo (éramos colegas) no tenían noticias de nada. Simplemente desapareció. Tratamos de rastrearlo por todos los medios, pero no logramos nada. Entre varios amigos sacamos las cosas de su departamento, y las guardamos en una bodega por si regresaba a buscarlas. Eso fue hace más de dos años. Nunca supe qué había puesto así a Luis. No había entendido qué pudo haber visto en aquellas cartas que le provocara semejante reacción. Tal vez por ello las tres enigmáticas figuras quedaron tatuadas a fuego blanco en mi memoria, por lo que pude, hace poco, descifrar su significado. Al principio pretendí ignorar las posibilidades de que todo aquello fuera cierto. Total, Luis era un ser humano como cualquier otro. Yo mismo era un tipo común y corriente. Carajo, por qué tuve que hacer esa maldita pregunta. Yo lo había tomado como una broma, como una noche en la que en lugar del ajedrez estaba el tarot. Así de simple. Quise minimizarlo todo, restarle importancia. Pero en todo este tiempo no había logrado comprender la magnitud ni la trascendencia de todo aquello. Había estado ciego. Hasta hoy, en que, finalmente y después de haber entendido todo, después de haber visto, me arranqué los ojos porque no soporto más.
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