viernes, julio 16, 2004

angst

«Angst» recordó por fin Ivana. «Angst, anxiety, angoisse» pensó –no sin cierto dejo de arrogancia– mientras abría y cerraba (si es que a un pequeño temblor podía llamársele abrir y cerrar) el puño de su mano izquierda. Poco a poco comenzaba a recobrar la lucidez, a volver en sí. «Esa es la palabra adecuada» se dijo convencida de que de los tres vocablos que había evocado, el de origen alemán era el que describía con mayor precisión lo que estaba experimentando. La sensación no le era extraña. Trató de esbozar una mueca de satisfacción por el pequeño triunfo de su memoria, sin embargo ello le fue imposible: sus músculos simplemente no respondieron. Un leve hormigueo casi electrizante le recorrió el brazo hasta la altura del hombro. Por los poros de su cuerpo comenzaba a salir un sudor frío. Ella no lo veía, pero sus labios se iban poniendo morados poco a poco.
Ivana había ido recobrando el escaso movimiento lentamente: primero los párpados, luego los globos oculares (¿dónde estoy? aquí está demasiado obscuro) y, finalmente, la mano izquierda (¿es seda lo que toco? ¿terciopelo?). Pero el resto de su cuerpo seguía inmóvil. Se dio cuenta que todos sus empeños resultaban inútiles. Estaba exhausta por el esfuerzo que había realizado al intentar levantar su brazo, sin lograrlo. «¿Cuántos tiempo habrá pasado?» —se preguntó, aún a sabiendas que le era imposible esbozar siquiera una respuesta acertada, ya que podían haber transcurrido minutos, horas, e incluso días enteros. No era la primera vez que esto le sucedía. Justo en su cumpleaños número siete le fue diagnosticada una extraña enfermedad, entonces desconocida. Así, había logrado vivir dieciocho años con esa maldita piorrea. Hasta hoy.
Intentó concentrarse en las partes de su cuerpo que comenzaban a recuperar movilidad, sin embargo no le fue posible. Quiso identificar el sitio en donde se encontraba, pero solo palpaba la dureza del muro próximo a su mano izquierda. Sintió un escalofrío que le recorría la espalda al pensar en la posibilidad de que… pero no. Sus padres no lo permitirían. Intentó evadirse. «Seguro estoy soñando» —pensó, intentando tranquilizarse. Algún mecanismo protector debió activarse en su mente, puesto que algunos recuerdos comenzaron a desfilar ante sus ojos. Su vida pasaba, lenta, en un desgastado y agrio tono sepia, como si fuese una vieja película muda. Se vio a sí misma de pequeña, con un fugaz dejo de ironía, en una de tantas ocasiones en las que sufría cuando su padre se retrasaba unos minutos en llegar del trabajo a casa. Ella, –sin importar la hora o sus escasos ocho años de edad– iba a esperarlo a la parada del tranvía. Siempre estaba ahí, sentada, sola, con lágrimas inundando sus pequeños ojos, sosteniendo valiente la mirada inquisidora de los transeúntes, imaginando que a su padre le había pasado lo peor. Hasta que minutos después, su vista alcanzaba a distinguir a lo lejos, entre los ya escasos pasajeros que hacían uso del transporte nocturno, la enorme figura de su progenitor.
Luego, el desfile de imágenes le hizo recordar que, en la adolescencia, la angustia y la desesperación habían sido sus signos vitales. Sus padres tenían algo de nómadas, y siempre estaban probando suerte en distintas partes. Desde que era niña Ivana vivió en grandes ciudades que la hacían sentir carente de toda identidad. Le era difícil hacer amigos. Siempre era tomada como la "rarita". Todo el mundo la despreciaba. Durante el difícil tránsito a la pubertad, su sobrenombre era el de «la lepra». Todo ello la había convertido en una mujer huidiza. Se sabía bella, pero se empeñaba minuciosamente en ocultarlo. Siempre vestida de negro, como si estuviera de luto. Muchas veces le era difícil relacionarse con las personas. Por eso, casi siempre prefería estar sola. Su único refugio era la lectura.
En su recién inaugurada etapa adulta, Ivana se había caracterizado por una inseguridad profunda y amenazadora acerca del presente y del futuro. Mientras pensaba en ello, sintió que su brazo recuperaba un poco de fuerza. Luego pudo mover el cuello y dar vuelta al rostro. Unos minutos después casi toda la parte superior de su cuerpo tenía una dolorosa movilidad. De este modo, Ivana logró darse cuenta del reducido espacio que la rodeaba. Súbitamente la angustia llegó a ella de manera total, y la invadió completamente un terror inenarrable. Sus manos se crisparon y una gota de sudor resbaló por su frente. El aire comenzaba a escasear. Ivana entendió. Quiso gritar pero su garganta estaba muda. Intentó golpear las paredes, rasguñarlas, hacerles saber que estaba siendo enterrada viva. Pero fue inútil. Como en toda su vida, antes de comenzar a luchar, ya se había dado por vencida. La terrible angustia cedió su lugar a una interminable soledad, a un frío sentimiento de resignación ante la inutilidad de cualquier esfuerzo. Ivana tuvo sueño. Entornó los ojos, mientras escuchaba caer, con inusitada tranquilidad, la interminable cascada de arena sobre la tapa del féretro. Se arrellanó incómodamente en el fondo de la oscura caja y aspiró, directamente de los fríos labios de la muerte, una última y casi placentera bocanada de un aire rancio y viciado. En su cara se dibujó una irónica última sonrisa.

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