Hoy me levanté como de costumbre, a las cinco sesenta y seis de la mañana. Todo parecía ser lo de siempre: escapar de las sábanas, vestir el frac azul turquesa y los zapatos rojos, despeinarme un rato, hurgarme la nariz frente a la pared y elegir una profesión, en fin, todo el atavismo y la ortodoxia juntos. Pero había algo raro que me hacía pensar que, al mismo tiempo, todo era distinto (ay, Parménides; ay, Heráclito: en qué divertidísimos vericuetos me encasquetan). Era una vaga sensación de extrañeza, casi como tener una piedra fría dentro del zapato izquierdo, o una mano apretando el estómago por dentro. Distraído como soy, sentía como si en el sueño hubiese dejado algo olvidado (cosa que me ocurre con frecuencia: el otro día desperté sin las llaves que abren las sábanas, así que tuve que quedarme acostado hasta la noche). Esta duda hizo que el corto trayecto de la cama al baño se convirtiera en un pasillo minuciosa y excesivamente largo, el cual recorrí cabizmundo y meditabajo, pisándome las barbas una que otra vez. Al llegar allá, encendí la luz y caí en la cuenta: al observar mi reflejo en el espejo, ya sólo tenía dos ojos. El otro había desaparecido.
3 comentarios:
No me gusta sis... Esta medio menson... Duh! Ya que machinazo... Mañana en la morning nos pegamos un tiro! MFCL!
Tal vez yo olvidé una parte del corazón, o los pulmones y por eso ya no puedo seguir respirando...
genial, ren, este texto está alucinante! un abrazo con todo y rebozo de la juana
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