miércoles, junio 16, 2004

Payasadas


Este relato fue inspirado tanto por la segunda parte de un librito titulado Los animales que imaginamos, de Luis Chaves, como por los cuadros ochenteramente kistch de payasos tristes que se encuentra uno casi en todos los tianguis...

Este es el final del último acto. En el ambiente todavía reverbera el eco de los pocos aplausos y los muchos lugares vacíos, mientras aquel payaso, desde un rincón situado en el fondo, observa cómo el circo se desangra lentamente por la herida del hocico sur. Fila a fila salen los padres que toman de la mano a sus hijos y a sus esposas, regresando con paso cansino a aquella realidad nocturna de calles polvorientas, de lámparas inservibles y de calor húmedo y pegajoso que hacen aún más evidente lo obvio: al igual que nuestro circo, este pueblo está herido de muerte. Este nuestro enorme animal de rayas azules y blancas se llena poco a poco de vacío, las luces se apagan y entra en escena un interminable silencio. En el corral del fondo apenas y se mueven un león casi moribundo y una cebra a la que la sarna le ha borrado el orgullo, ambos humillados al grado de compartir la misma jaula. Tras haber sido testigo del total vaciamiento de la platea, metáfora inútil de su propia soledad, el viejo payaso se larga hacia los camerinos. El circo muere: la mujer barbuda se está quedando calva, y al enano le ha dado por crecer. La esclerosis ha hecho presa de los trapecistas, y no queda ya nada que pueda hacerse. Todo huele a rancio, a animales apretujados y a serrín y orines.
Frente a un espejo enmarcado por varias bombillas, de las cuales ya sólo funcionan dos, el payaso se despoja de su nariz ruidosamente roja. Al tiempo que se despinta las antiguas alegrías, en el espejo aparece un rostro demacrado que apenas le es familiar. «Hoy es el último acto», piensa, «el circo se muere». Pasa su mano enguantada por el reflejo, casi como para comprobar que el tiempo no cura nada, que la baba del tiempo nos reblandece hasta dejarnos huecos y olvidados, llenos sólo de experiencias inservibles cuando no queda otra salida más que el llanto. La mano del payaso se detiene en cada arruga, en cada signo de abandono y debilidad mostrado por el reflejo. Hace un esfuerzo para que no se le escape la última nostalgia por los ojos, y se siente tan patético que ríe un poco: al fin y al cabo sigue siendo un payaso. De nuevo mira aquel rostro que no le dice nada. Se levanta despacio pero decidido, y con graciosos pasos de zapatos gigantescos camina hasta llegar al centro de la pista. El payaso imagina que el reflector se enciende, y en el centro del haz de luz hay una solitaria silla que para él condensa el poco asombro que producen los camellos, o la pena que dan las famélicas yeguas montadas por acróbatas que apenas llenan sus minúsculos trajes escarlata. Piensa en su extraviada capacidad para hacer reír, en las miradas serias de los niños que no entienden por qué, en última instancia, llora el payaso.
Con el rostro adusto, libre de toda máscara, y cargando una inenarrable pesadez sobre los hombros, el payaso se trepa a la silla e imagina o intuye el redoblar de un tambor. Luego se hace el silencio. El inexistente público contiene la respiración, y todos sienten el vértigo del asombro en sus estómagos. Éste es el último acto y requiere de la mayor concentración posible. El payaso alza la vista al cielo y de pronto tanta amargura tiene sentido, porque hay en esa situación, en ese preciso momento de pies enormes y equilibrios, una especie de metafísica, de ritual de paso, de puertas que se abren, como si aquel estar de pie sobre la silla condujera a otro lugar menos desolado, a un estado de paz y tranquilidad que ahora parecían tan lejanas, como si tomar la soga que se cuelga del techo fuese un anclaje, un tirar las amarras, como si anudársela alrededor del cuello fuera la constatación de un (re)encuentro con lo perdido, como asistir a un funeral (el propio)que termina en grandes estallidos y carcajadas. Casi se escucha un nuevo redoble del tambor que acompaña a aquel enorme zapato cuando se sitúa en la parte alta de la silla. El redoble termina justo cuando la silla cae al suelo, y todo es como en cámara lenta. Se levanta un poco de polvo que le da cierta corporeidad al haz del reflector, casi como una nube, como un telón que anuncia la cercanía del fin. En el estrado resuenan todos los aplausos de los ausentes, se escuchan gritos y risas desde la oscuridad de la platea, mientras las piernas del payaso se agitan con violencia. Es tan cómico. Luego todo se vuelve como un péndulo gigante hasta que aquel cuerpo encuentra la quietud de la vertical total. Suena una música de volantín, y este es el final del último acto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Solo tengo algo que decir: La Yume Num Tox Muk Il In Tial...