Apenas es mediodía. Estoy metido en una biblioteca, sentado frente a un ventanal enorme. De aquél lado del vidrio llueve. De este lado todo es libros viejos, silencio, ganas de café y tal vez un poco de frío. Aquí faltan tú y Gardel, y nuestra cama, y quizá aquella habitación atestada de pinturas y botellas de tinto, inciensos y libros apilados y ropa sucia esparcida por el piso, todo aquello que constituía nuestro primer refugio, impregnado ya con nuestro olor, al cual ahora añoramos de vez en cuando. Sólo resta eso para que el universo se alinee y todo sea como debe ser, para que aquello que somos tú y yo (oficinas y libros, tu estar allá y mi ser aquí) se disuelva en ese tibio y húmedo reconocimiento que trasciende nuestros cuerpos y nos funde en el encuentro de aquello que en nosotros es más que nosotros mismos y que sigue ahí a pesar de las tristezas y las ausencias que me agobian y la abuela y el hospital y la evocación de mamá a cada rato. Aquí, de este lado del cristal se respira melancolía y soledad y todo es casi como una dulce tristeza que lentamente entra por los poros, como un sopor que humedece el alma y se coagula en algo como la nostalgia de épocas ancestrales en que la lluvia era más que esto que ahora vemos, de algo incomprensible que nos arrinconaba en nuestras madrigueras, en torno a una pequeña hoguera en la que el fuego era parte de nosotros, en la que decir afuera no tenía sentido porque dentro —igualito que hoy aquí dentro— estaba nublado y llovía y todo era lo mismo. Afuera, por seguir con esa inútil distinción, hoy la lluvia cae casi de manera caótica, con ese orden particular con que las gotas qua pequeñas bestias kamikaze van formando sendos lagos sobre el césped, lavando el lomo de cantera de aquellas escaleras enromes como tortugas, estrellándose contra la palidez de los muros, haciendo salir a las lombrices de sus agujeros sólo para cumplir su papel en la cadena alimenticia (terminar devorado por pajaritos, suerte perra).
Una hoja cae de aquél árbol. Se mece lentamente. Otra se desprende. Al mismo tiempo, en un movimiento paralelo, las nostalgias que de pronto irrumpen por aquí, sobre todo cuando llueve, me transportan a una especie de sustrato inaprehensible, de memoria colectiva en la que de vez en cuando compartimos ausencias, un espacio en el que, desde distintos lugares, pero vinculados en una extraña manera, vemos la misma lluvia resbalar como lágrimas por el frío rostro del cristal, por la transparencia de este ventanal que es frontera, que delimita y me (nos) circunscribe a un orden en el que salir y voltear el rostro hacia el cielo, ver llover, realmente ver la lluvia de frente y eliminar minuciosamente la insulsa distancia entre el afuera y el adentro estaría mal visto: qué desfachatez de tipo, miren al loco, etcétera. Ahora viene la calma. Afuera la lluvia cesa poco a poco, desaparece y se cierra el telón de este mediodía gris. Afuera queda algo como una especie de renacer en la que todo es limpio y nuevo, casi refulgente pero triste, en donde salir equivale también a entrar —para decirlo junto con Luis Chaves— en una habitación en la que una niña que acaba de llorar está bañada y lista para asistir a un funeral. Casi patético. El blues de la poesía o la poesía hecha blues. Afuera solo quedan rastros de la lluvia. Adentro —adentro— sigue lloviendo.
1 comentario:
Excelso!, me dejaste el sentimiento a flor de piel...='(
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