martes, junio 15, 2004

In extremas res

…ya sólo faltaba ocuparse de Lidia.

Eran poco antes de las doce de la noche cuando Emiliano se apeó del coche de alquiler. Abrió la barandilla del cancel que amurallaba simbólicamente aquella casa y anduvo tres pasos, deteniéndose frente a la enigmática y ennegrecida puerta de roble. A sus espaldas, el cielo se cerraba cada vez más oscuro e imponente, envolviéndolo en un místico e inmenso manto de lobreguez. No había luna ni estrellas, ya que ambas, tímidas –asustadas sería quizá el término correcto– se hallaban ocultas detrás de un descomunal y grisáceo conjunto de nubarrones, como si supieran de antemano lo que sucedería minutos después.

No obstante que él había atravesado a diario por aquel portal los últimos seis años de su vida, se sintió como si ésta fuera la primera vez que ponía los pies ahí. Todo le parecía extraño, lejano y ajeno. Incluso él se sentía otra persona; era como estar ausente de sí mismo se decía medio en serio, medio en broma. «Siento que no siento; es más, creo que he muerto» comenzó a tararear una canción que había compuesto un amigo suyo hacía ya algunos años.
De pronto, un lejano relámpago le recordó que la lluvia y el frío se cernían sobre él, inmisericordes, y lo devolvió a la realidad, ya que su cuerpo experimentó un movimiento fugaz, como un ligero estremecimiento que le recorrió varias veces la espina dorsal. El impulso involuntario hizo que su sombra –dibujada vagamente en el piso debido a la trémula luz que emitía el farol colgado en el dintel de la puerta– cambiara de forma varias veces en cuestión de segundos, asemejándose en ocasiones a la silueta de un ser toscamente encorvado; mientras que en otras hacía pensar en las alas rotas de un ángel sombrío y renegado que se arrastraba por el piso.

La oscuridad que reinaba en el entorno acentuaba las ojeras del –ya de por sí– anguloso y demacrado rostro de Emiliano. Esto le daba un aspecto aún más tétrico al conjunto: un cuerpo huesudo y desgarbado, con el agua de la lluvia calándole hasta el alma; una cara larga, sumamente pálida e irregular debido al mentón enorme y partido en dos que coronaba la parte inferior de su rostro; y para colmo, el cabello largo, hirsuto y desordenado no parecía obedecerlo nunca. Definitivamente su faz era el marco adecuado para aquellos ojos marrones, estáticos, hundidos en la profundidad de unas cuencas casi vacías.

Con un movimiento pausado de su brazo, sacó la llave del bolsillo derecho del pantalón, pero no la introdujo en la cerradura inmediatamente. Por alguna razón se detuvo a escasos milímetros del pequeño y enmohecido hueco, quedando inmóvil, como si de pronto hubiese entrado en una especie de trance o de animación suspendida. Una vocecilla se agitaba en su conciencia susurrando insistentemente: «¿De verdad eres capaz de hacerlo Emiliano?»

Sacudió un poco la cabeza intentando alejar las voces que escuchaba. Un rastro de agua resbaló lento por su rostro. La humedad que lo envolvía daba la impresión de que toda la ligera lluvia que había estado cayendo sobre la ciudad se condensaba en su cabello y en su ropa. Algunas de los cientos de gotas que temblando estilaban por la húmeda chaqueta negra parecían ser ínfimos animales capaces de oler el miedo, escurriendo en plena huida hacia el suelo e incluso más allá: hacia el infierno. ¿No sería acaso que en realidad era su conciencia la que tenía temor y se escondía farfullando entre dientes? ¿Eran acaso todas aquellas otras voces que habitaban en su cabeza, en ese mundo gris que le daba sentido a su maldita vida las que sentían que no eran capaces de terminar la obra?

Por fin Emiliano se había decidido a abrir la puerta lentamente, intentando no hacer ningún ruido. «Hola Lidia» gritó desde el quicio dirigiendo la voz hacia la estancia, en donde suponía que se encontraba su pareja, mientras se quitaba la chaqueta y sacudía las pesadas botas en el tapete que flanqueaba la entrada. Lidia era una joven delgada, alta, cuya blanca piel acentuaba sus suaves y estilizadas facciones. El pelo negro, largo, terso y ensortijado –el cual siempre trataba de mantener atado a una coleta que caía sobre su espalda– remataba su cabeza.

«Vaya, hasta que te apareces» reclamó Lidia desde la cocina dulcemente irónica, con su voz aflautada pero sin el menor dejo de enojo, mientras le arrojaba uno de los trapos con los que había estado secando la vajilla, después de haber limpiado los restos de una solitaria cena. «Vienes estilando» dijo entornando los enigmáticos ojos grisáceos. «Sécate la cabeza mientras te preparo un bocadillo». Abrió el refrigerador y sacó un trasto que contenía los vestigios de una tarta de atún y patata. «¿Cómo te fue?».

Emiliano, quien ya había llegado hasta la cocina, sin mediar palabra, se acercó hacia su mujer y la tomó por la cintura, atrayéndola hacia su cuerpo. Con la espalda pegada al vientre de él, ella sonrió al sentir como detrás suyo, a la altura de sus caderas, se inflamaba un bulto duro y palpitante. Emiliano lentamente subió su mano izquierda recorriendo el vientre de Lidia, hasta alcanzar los pequeños y firmes pechos; comenzó a presionarlos con dureza. Ella dejó escapar un quedo gemido mientras cerraba los ojos y se mordía los labios. Quiso voltear la cara para besar la boca de Emiliano, pero la poderosa mano de él se lo impidió, aprisionándole el cuello con una fuerza brutal.
«¿Qué haces amor?» Regurgitó ella sorprendida, intentando desesperadamente zafarse del poderoso puño que se apretaba en torno a su garganta «!Me lastimas¡».

«Nada» musitó entre dientes Emiliano mientras rozaba apenas la nuca y el oído izquierdo de ella con sus labios. Con la mano derecha, él había cogido el enorme cuchillo que reposaba en el pretil cerca de algunos trastos. El dulce y tibio olor de Lidia le inundaba los pulmones.

Emiliano observó cómo el brillo del afilado utensilio desaparecía al hundirse con un movimiento limpio y certero en la parte posterior del cuello de Lidia. Un chorro de sangre tibia saltó hacia su cara. Él sintió cómo Lidia se deshacía en sus brazos, como si lentamente se fuese desvaneciendo quedándose dormida. Ante la imagen él no pudo evitar esbozar una sonrisa que le pareció cursi, pero la cual, al dibujarse en su rostro, tenía más la apariencia de una mueca macabra: los destellos ambarinos que a contraluz emitía la hoja de metal le recordaron a un sol agonizante, justo en el preciso momento en el que muere detrás del horizonte.
«Nada… Simplemente te olvido».

Con esta última frase, cuyo colofón es un cursor intermitente e indeciso, he decidido rematar la historia de mi caída final. Desde hace cinco días, el monitor de la máquina es la única luz que ilumina la habitación en la que me encuentro. Doblo la computadora portátil y de súbito las sombras parecen devorar la de por sí escasa luz de la estancia. No importa, ya falta poco para que amanezca. Sin embargo, mis ojos se nublan y me cuestiono acerca de la decisión de haber roto todas las lámparas de la casa. Tal vez no haya sido una buena idea. En fin, lo hecho, hecho está.

Presiono un botón del reloj en mi muñeca derecha. Una florescencia azul señala las 04:53 a.m.: la hora perfecta para quitarse las máscaras y terminar con esto. Me dejo caer pesadamente en el suelo. El vello rojizo que cubre mis brazos y la parte posterior de mi cuello se alza como si tuviera vida propia; reacciona inquieto, como un animal de rapiña. Mis manos entrelazadas a la altura de mis tobillos intentan contener el temblor de mis piernas, pero es inútil. Trato de atribuírselo al frío, a la incesante lluvia de estos últimos días, a mi espalda recargada en un rincón helado de este maloliente cuartucho. De pronto me doy cuenta que no tengo miedo. Por el contrario, pareciera como si una serenidad un tanto familiar me invadiera. De hecho es tanta calma la que me hace temblar.

El silencio y la oscuridad que inundan la habitación son tan espesos que parecen ser totalmente sólidos. Poco a poco mi respiración se normaliza y me invade el sueño. Siento como la sangre se agolpa en mis sienes, mientras mi boca se llena de una saliva espesa y amarga. No me resta mas que esperar. Aunque sé que estoy en la casa de verano de mis padres, por alguna razón todo esto me hace pensar que me encuentro dentro de un ataúd que ha sido cerrado para siempre. Ah, cuánta paz. Quisiera pensar que afuera el mundo está tan tranquilo como ahora se encuentra mi mente, pero sé que sigue siendo un caos total. Ni modo, C'est la vie y qué se le va a hacer.

A lo lejos escucho el rumor del motor de un automóvil. La constante lluvia de los días anteriores ha convertido la brecha que conduce a la casa en un lodazal, así es que el auto se va a tardar en llegar hasta aquí. Creo que tengo tiempo suficiente para preparar un café. Claro, si es que logro llegar a la maldita cocina entre tantas tinieblas.

Un par de minutos después, mientras disfruto a pequeños sorbos el líquido amargo de la humeante taza, observo por la ventana cómo aparecen los primeros rayos del sol detrás de la muralla de cerros que protege este recinto. No cabe duda que mi padre se esmeró por encontrar un lugar como este. Se siente una gran paz. No puedo evitar sonreír. He oído decir que dios actúa de maneras extrañas, o algo así. Nah, déjenme las maneras extrañas a mí. Yo no considero que los aspectos que los humanos tendemos a reprimir sean anormales o patológicos. Al contrario, creo que son los puentes inevitables que nos conectan con dimensiones de la existencia en donde podemos establecer un contacto total con el mundo material e inmaterial. Insólitas puertas del inconsciente que se abren a realidades auténticas y que hasta entonces permanecían ocultas. Por fin, en esas puertas, en esas patologías y disfuncionalidades he encontrado la calma que tanto había buscado en todos estos años. Maldito afán de buscar en los lugares equivocados. De algún modo, he logrado salir de ese laberinto confuso. Las tinieblas desaparecieron y mi visión se ha aclarado. Es como si de pronto, por alguna razón incomprensible, hubiera encontrado mis anteojos perdidos hace mucho, mucho tiempo. Todo lo que he hecho hasta ahora, esta sangre seca en mis manos y mi ropa; y ese fétido olor que repta del sótano en donde guardo mis útiles de pintura y fotografía, me indican que ha llegado el momento de contarlo todo. De no hacerlo, créanme que nunca se sabría lo que ocurrió con ellas. Pero tampoco quiero facilitarles las cosas. La única tarea que tienen ustedes es distinguir entre lo real y lo ficticio. Nada fácil.

¿Porqué hago esto? Podría decir que un crimen perfecto no es de ningún modo perfecto si no hay un público que lo disfrute. Pero afirmar eso me parecería un despliegue vulgar de exhibicionismo. Prefiero pensar que, en cierto modo, el sufrimiento ajeno nos permite poner en perspectiva nuestras propias miserias. Las pistas están en el texto; el que tenga ojos que vea.

Por ello no pretendo que a través de estas líneas confíen en mí. Tampoco quiero que sientan lástima. No pido perdón ni me arrepiento de nada. No estoy tratando de exorcizar mis demonios. No pretendo guiarlos a través de este relato. Mi interés es engañarlos. Intento perderlos en la bruma de una trama inconexa y sucia. El método es lo que menos me importa. Tampoco tengo un leitmotiv que guíe mis letras. Soy falso, intolerable e intolerante. Ustedes no me importan. Me, Myself and I es mi lema, y nada más existe. Lo que trato de lograr con esto es encontrar algo que me permita justificar un deseo innoble de traicionar el recuerdo; descorrer lentamente la cortina del inconsciente para hacer público lo privado: catarsis propia y ajena que permite desanudar la garganta frente a un mar de cuerpos sin rostro.

Escucho pasos que bordean la entrada de la casa. Son ellos… ¡Sí, son ellos! Cuando hice esa llamada sabía que tardarían lo suficiente en encontrarme como para permitir relatar lo que he hecho. Ahora todo está consignado en los doscientos folios que almacena un archivo de la fría y eficiente memoria del ordenador portátil que yace en el escritorio del piso superior. Pero, diablos, no me di cuenta cuando arribó el automóvil a las puertas de la cabaña. Ni modo, me hubiese gustado recibir a las visitas como se lo merecen. En fin, welcome to my world –pienso– take it and read it. Ah, quisiera extender este instante por siglos. Si tan sólo pudiera tener los pies de Itzel recorriendo la geografía de mi espalda. Si tan sólo se escuchara en el background la trompeta de Luois Armstrong mientras sus labios se desgarran tocando St. James Infirmary, mi felicidad sería completa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

me encanta tu locura
si algún día publicas algún libro, podrías hacérmelo saber?! ;)

la lola
http://www.lalola.blogia.com/