Ella está desnuda sobre la cama. Enciendo la cámara de video con un cuidado inusitado y la enfoco para que capte bien la escena. El sedante debe estar a punto de perder su efecto. Saco el mazo del armario. Me acerco hasta la cama tratando de hacer el menor ruido posible. Enciendo la luz. Ella se despierta lentamente, sorprendida. Trata de despabilarse. Entrecierra los ojos, y protege su vista formando una pequeña visera con su mano. Parece que quiere preguntar algo. Un golpe en seco se lo impide. De su boca sale un apagado quejido. Yo sigo golpeando, tratando de hacer blanco en sus ojos. Su rostro se ha convertido en una máscara de sangre. De su cráneo, abierto como una sandía, sale un líquido lechoso y espeso que al mezclarse con la sangre adquiere un oscuro tono rosado. Sigo golpeando, pero ahora ataco sus senos. Un sonido hueco me avisa que una de sus clavículas se ha fracturado. Comienzo a tener una erección.
Con la respiración agitada y el cuerpo salpicado por una miríada de pequeñas gotas de sangre dejo el mazo en el suelo y me acerco a ella aún más. Toco su rostro ensangrentado y ella gime. Introduzco un dedo en una de sus cuencas y siento la inminencia de un orgasmo. La tibia y viscosa humedad de la sangre me excita. Le doy un par de bofetadas cariñosas pero ella no responde. Las sábanas están empapadas. Parece que su esfínter no resistió. Acerco mis labios a los suyos, que debido a la inflamación parecen una orquídea oscura, violácea. Comienzo a besarla. El sabor salino de la sangre me hace temblar de placer. Me tumbo encima de ella por completo y comienzo a retorcerme como un gusano. Me doy cuenta que ella todavía respira. Alcanzo el mazo y comienzo a golpearla de nuevo, sin fuerza, apenas tocándola. Me inclino para besarle los amoratados pechos y muerdo un pezón hasta que logro arrancarlo. El dolor la hace recuperar la conciencia por unos instantes, sólo hasta que recibe un nuevo mazazo en el rostro. La golpeo de nuevo en la frente y luego en la boca. Sus labios se rasgan y sangra de nuevo.
Ahora levanto sus piernas. Deslizo el mango del mazo por su pubis. La rugosa madera se atora unos instantes en un mechón de vello. De un tirón lo arranco para introducirlo con violencia en el hueco palpitante. Siento que algo va a estallar dentro de mí en cualquier momento. Sus piernas están sobre mis hombros. Muerdo los dedos de sus pies. Retiro el mazo de su interior e introduzco mi miembro, expulsando un chorro de semen casi al instante. Me dejo caer de nuevo encima de ella. Una pesadez terrible me invade. Comienzo a besarle el rostro de nuevo. Sin querer, quedan en mi boca algunas pequeñas astillas de hueso. Escupo. Esto me provoca mucha gracia y suelto una carcajada. Miro hacia la cámara. El foco rojo aún está encendido.
¿Quién soy? Mejor dicho: ¿qué soy? No lo sé bien. Aunque en realidad tampoco importa. Sé que soy alguien que no tiene una relación significativa o coherentemente moral con los otros, con ese Gran Otro del que habla Lacan (ese enorme perverso que sólo quería ver cuántas excentricidades le aguantaban los franchutes). De hecho, mis contactos reales con el mundo exterior son distantes y esporádicos. Me he vuelto un individuo aislado, alienado, anómico (y esto no es una barrabasada dieciochesca, querido Marx: yo soy yo, me myself and I). Soy un hombre solitario (pero no en el sentido de Hesse, sino en uno más profundo). Aún cuando convivo con tanta gente a diario no estoy relacionado con nadie ni con nada, sino con ese algo abstracto y distante que veo siempre en mis sueños, casi como una mancha ocre que me obliga a… Me caracteriza una aceptación tácita, casi narcótica de la alegría y la tragedia, de la estabilidad y el cambio, de la incertidumbre. No hay desafío intelectual ni estimulación de ningún tipo en ninguna parte. Estoy harto. El escapismo y la fantasía fácil son las puertas que se abren ante mí de manera constante, cotidiana. Me alimento de ansiedades, miedos, hostilidades. Dejo el privilegio de juzgar y arbitrar a otros.
Pero ojo. Esto no es gratuito. Te estoy hablando a ti a través de esta cámara. Quiero que sepas que la muerte se acerca cada vez más y te sonríe con dos hileras de filosos dientes, llenos de sangre y gusanos; el fétido olor que sale de su boca te saluda, recordándote lo frágil que eres. ¿Sabes qué es lo peor? Que no soy el único. Somos muchos y estamos cerca. Muy cerca. Somos tu vecina que llega del trabajo a las cinco y treinta de la tarde y te saluda amablemente. Somos el novio de tu hija, al que invitas a pasar a la sala de tu casa y le ofreces de cenar. Somos la persona junto a la que te sientas en el autobús y te regala una sonrisa. Somos la señora que enseña religión a tus hijos mientras tu atiendes los servicios dominicales. Somos el joven al que saludas por la mañana mientras trotas por el parque. Somos la persona que está del otro lado del teléfono, justo ahora, marcando tu número. Quiero aclararte que esto no es un club ni nada parecido. No somos gregarios; somos una enfermedad para la cual no existe cura. Somos asesinos. Somos asesinos que saben fingir muy bien.
Saco la pistola del buró. La pongo en mi boca. Está fría. Inhalo fuerte. Contengo la respiración. Bam. Ahora resbalo por las paredes, lento, dejando un rastro rojizo. ¿Lo ves?
1 comentario:
Esta chido Carnal... Aun cuando me lo hayas faroleado... Juar, juar, juar!
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