domingo, septiembre 21, 2008

Sariñanazo

Desde el comienzo fue algo fuera de lo común. Pero definitivamente el final fue de película, una odisea con todas sus letras. Hace un par de meses Laclau llegó con la sorpresa de que había comprado un par de boletos para ir al concierto de Ximena Sariñana. Los había adquirido en línea, así que había que ir a canjear el comprobante por unos boletos “de carne y hueso”. Hace una semana andábamos por el centro y ella decidió, como si nada, meterse a Botas los Potrillos porque ahí vio un módulo de Ticketmaster. Por supuesto, yo me quedé afuera, porque me salen ronchas con ese tipo de lugares. Aunque después me di cuenta que debí haber entrado, porque el atuendo de las dependientas consiste en unas chiqui-minifaldas que les llegan, cuando mucho, al cuello. Pero ni modo, cuando me di cuenta de ello, Laclau ya venía de salida con los boletos en la mano, y una sonrisa de satisfacción pintada en el rostro. No está de más aclarar que a quien le gusta la Sariñana es a mí (no, no me da vergüenza admitirlo, y las razones particulares de este placer culposo ya las expuse hace unos días aquí mismo), y Laclau se puso bella con el detallazo de los tiquetes. Así que, la verdad sea dicha, yo tenía un par de meses saboreándome el dichoso conciertito.

                Luego de presumirle a cuanto se me atravesaba enfrente que Laclau y yo iríamos a ver a la Sariñana (y por supuesto, de recibir las críticas y mentadas correspondientes), se llegó el día. El concierto estaba programado para comenzar a las 20:30. No obstante, en el boleto había una nota aclaratoria que señalaba que la última persona entraría, a lo sumo, 15 minutos antes. La cómplice y yo nos pusimos de acuerdo para dejar a Lanaila en casa de su abuelo, o sea, mi jefecito, bajo sus diligentes cuidados, y los mimos del G. Yo me saldría del trabajo e iría a casa para recoger biberones, pañales, leche, y demás aditamentos necesarios para disminuir los decibeles berrinchescos de la heredera. Porque ha desarrollado un carácter igualito que el de su madre, y cuando se emberrincha, lo mejor es tirar pa’l monte (segurito voy a pagar caro este comentario). El caso es que a las cinco y media de la tarde ya estaba yo en casa del abuelo, a la espera de que llegara la cómplice. Para entrar en calor, mi Ghermano me regaló una cervecita que acepté de buena gana. Mientras brindábamos, sonó el celular. Era Laclau para avisar que ya se dirigía a mi hogar paterno. Me pedía que estuviera listo, porque el plan consistía en ir a tomar un café o una michelada en algún lado, previo al concierto. Total, teníamos tiempo. Qué iluso.

                Comenzó a llover, como otros tantos días. No me preocupé. Pero pasaron dos horas y nada. De Laclau, ni sus luces. Intentamos comunicarnos con ella desde tres celulares diferentes, y nada (extrañamente, como casi nunca, el mío tenía crédito, pero como casi siempre, no enlazaba). Finalmente, cerca de las ocho, entró una llamada: Laclau estaba encharcada en la Av. Lázaro Cárdenas. Yo de inmediato pensé y dije, en el más puro y elegante castellano: ¡Ya valió madre! No hace mucho, de regreso de León, estuve cinco horas parado en esa maldita avenida, debido a las grandiosas obras de recolección de aguas pluviales, y a la magnífica labor de planeación urbana que llevan a cabo nuestras honrosas autoridades. Casi dos meses saboreando el concierto; tanta presunción entre conocidos y desconocidos; tanto recomendar el disquito de la Sariñana; y nada. Todo se iba al drenaje, literalmente. Eran las ocho diez cuando a Laclau se le ocurrió comunicarse de nuevo para sugerir que nos encontráramos en otra parte, cerca del Teatro Diana. Yo, marcado por una estela de frío pesimismo, dije que sí. Le dije al G que me acompañara, por si por alguna extraña casualidad, lográbamos llegar a tiempo al lugar. El plan era cambiar de carro el asiento de Lanaila, así, mientras Laclau y yo veíamos el modo de entrar al Diana, el G se traía a Lanaila a hacer sus piruetas a la casa del abuelo. Pues bien, íbamos por Av. Alcalde a una velocidad más o menos aceptable. Hasta que llegamos a la altura de El Santuario. Ahí, una vez más, acudí a mis casi tres décadas de preparación académica para decir: ¡Puts, ya valió madre! Desde esa zona y hasta llegar al SevenEleven de El Parque Agua Azul (ese era el punto de reunión), conduje a vuelta de rueda. El G, como era de esperarse, se iba destornillando de la risa.

                Por fin llegamos. Eran las 20:50 de la noche. Yo ya había dado por perdido el asunto, y tenía la esperanza de que por lo menos, Laclau me invitara una cena más o menos agradable en algún sitio decente. Pero ella no. Implacable, como es, no se dio por vencida. Decía: “hasta que el cabrón de la puerta me diga que no puedo pasar, entonces veo que lío armo. Pero mientras no te des por vencido, #### (aquí va el nombre secreto con el que me nombra; obviamente no lo voy a revelar)”. Yo entré al Seven a comprar un café. El G se seguía burlando de mí y de mi desgracia. Y Laclau no aparecía. Un rato después llamó para decir que iba por Av. Federalismo, a la altura de la calle Hospital. El tráfico estaba insufrible. O sea, le faltaba un buen para aparecerse por ahí. En el teléfono, allá al fondo, se escuchaba el llanto de Lanaila. Pobre, debe haber estado harta de tanto andar en el auto. Finalmente, cerca de las diez, vi las inconfundibles luces de “La bala”, el septentrional carrito de Laclau. Yo, más sosegado, ya había aceptado el hecho de que me perdería el concierto. “Ándele guey, por presumido”, pensé (hasta en mi Nick del msn tenía escrito: hoy: Ximena). “Ni modo”.  Pero la cómplice estaba decidida. Cuando se bajó de su auto sólo dijo: “necesito cinco minutos, estoy hasta la madre”. Entretanto, el G y yo extrajimos de La Bala a la heredera, y la subimos al Imóvil. Laclau todavía tenía un ligero rayo de esperanza. Yo, como siempre, hacía juego con el clima imperante y tuve que ser llevado casi a rastras.

 Afuera del Diana no había Valet Parking. Laclau se bajó a preguntar que qué pex. Le dijeron que el toquín recién había comenzado, que todavía faltaba cerca de una hora para que se terminara. Buscamos estacionamiento y, por fin, entramos. El lugar, como era de esperarse, estaba repleto de morritos. En cuanto nos sentamos, yo puse mi cara de circunstancia, como si estuviese ahí a fuerza, para que la gente pensara que quien realmente iba a escuchar a la Sariñana era Laclau. De la música no voy a hablar. Esa me la guardo para mí. Lo cierto es que toda la odisea valió la pena. Aún la profunda empapada que nos pusimos a la salida. Definitivamente, lo volvería a repetir.