viernes, marzo 06, 2009

¿Suprema libertad?

Paradoja: escribo la palabra libertad y quedo atrapado irremediablemente en el acto mismo de escribir, en las pantanosas trampas del lenguaje. Me explico: mientras disecciono con minuciosidad la memoria queriendo encontrar algún momento de suprema libertad, me doy cuenta que la búsqueda es infructuosa. Un desfile patético de recuerdos. En primer lugar, pienso que quizá lo más cercano a ello sea la sensación que me produjo aquella tarde fría y lluviosa en la que mi única compañía era la voz bajita de Gardel, la carretera y un café frío… Luego llega otro recuerdo deshilachado: la ocasión en la que poco antes del amanecer, solo, en una playa virgen, me sentí terriblemente absorbido, como si fuese parte de algo más grande que yo y que, al mismo tiempo, era yo mismo. De allí en adelante, el agolpamiento fragmentario de recuerdos es tan reducido que resulta casi obsceno. Todo esto constituye un conjunto de momentos de alegría, felicidad u otra de esas tantas piorreas evanescentes. Hablaría quizá de experiencias liberadoras [pero que lo libran a uno ¿de qué o de quién?]. Pero jamás me atrevería a sugerir que he experimentado algo cercano a la libertad suprema.

Desde los antiguos filósofos griegos, hasta John Stuart Mill  o Mordecai Roshwald, expandir o acotar la libertad ha sido una preocupación central de la teoría política. Sin duda, el estatuto jurídico que remite a la facultad natural [palabras frente a las cuales es inevitable esbozar una sonrisa irónica] que tiene el ser humano de actuar de una manera o de otra, o de no actuar, es, cuando mucho, un útil ejercicio heurístico. No obstante, la libertad es completamente algo distinto, y constituye una escalinata en espiral que conduce a… [¿qué escribir después de la vistosa “a”?]. Estatutos y facultades naturales, como todo orden moral o ético, son ideas restrictivas, relativas, construcciones históricas situadas que delimitan la frontera entre lo bueno y lo malo, entre lo permitido y lo no permitido. De modo que una definición formal indicaría que la libertad radica en mi capacidad de elegir entre esto y aquello; o entre ser y pensar así y no de otra forma. Soy libre de optar, sí, pero mi elección alude a un conjunto predeterminado de vías de acción, en cuya configuración nada tuve qué ver y, que además, si no se sigue, tiene cierto carácter punitivo. ¿Relativa libertad o títere del destino? ¿Soy yo el que elige o alguien/algo más jala mis hilos?

En este sentido, puede decirse que la libertad no existe como tal: carece de esencia, es intangible y etérea. Se construye a cada momento en el devenir cotidiano. Eufemismo vil e ideológico que está ahí en lugar de otra cosa [¿quizá como núcleo del enmascaramiento del garrote y la zanahoria que nos permiten seguir andando?]. Cuando se le evoca y se cree tenerla, la metáfora se diluye en la más pura y opresiva literalidad, dejando sólo un profundo vacío: la libertad como un abismo, como la lejana e inalcanzable línea del horizonte. La búsqueda de la suprema libertad implica reconocer la paradójica imposibilidad de su existencia.  Más allá de Berdayev, Locke, Rousseau, Hegel o tantos otros; por encima (o por debajo, quién sabe) de cualquier estatuto u orden moral, la libertad es relacional, siempre en oposición a otra cosa, blanquinegro y burlesco ying e yang de la vida diaria. Entre más se busca la libertad más queda uno atrapado en un entramado de palabras [enormes y gastadísimas] que vuelan alrededor de la idea, la rodean, intentan atraparla como si ello fuera la función de las palabras, tarea inaplazable y liberadora [¡Ja!]. La libertad, creo, es otra cosa, algo que se esfuma en el momento mismo de nombrarla. Bella evocación que no es sino pseudo-presente contaminado de pasado o de futuro, virtualidad enorme, la libertad es siempre retrospectiva o prospectiva: no bien termina uno de decir/escribir “soy libre” cuando ello ha quedado atrás, se ha convertido en libertad-ya-fue, y sólo resta la libertad-por-venir. Siempre es ayer o mañana, nunca hoy. Quizá la libertad suprema obligue al reconocimiento de la contingencia, es decir, a la aceptación a rajatabla de algo azaroso que se siente en las vísceras como un golpe seco y caliente, falsa domesticación del caos, caída ineludible en la nada. La libertad como el más puro horror, la prisión última.  

Duda: ¿qué tal si al pensar en/escribir sobre la libertad suprema hemos equivocado el camino? Es frecuente sancionar de manera positiva a quien recorre esta vía. Prácticamente toda historia dramática tiene detrás de su trama la búsqueda y conquista de mayores grados de libertad por parte del héroe en turno. Los ejemplos son tantos que resulta ocioso enumerar aunque sea alguno. Más bien, es preciso atreverse y preguntar: ¿qué tal si la verdadera libertad se encuentra en el goce perverso de quien siente en las venas la anticipación que produce la cercanía de la jeringa; o en el placer desgarrador del asesino que lentamente introduce el cuchillo en las entrañas de su víctima? Mejor aún: tal vez la única libertad posible se encuentra en la sensación que nos produce la daga alrededor de las vísceras (o en la mirada propia, cuando se posa en los ojos de nuestro atacante). Gran paradoja: si la libertad dejara de ser tal, quizá nos haría más libres. Tal vez si lográsemos reunir una enorme cantidad de aprisionamiento, la libertad podría cristalizar, estallar de repente, en otro plano. No obstante, habría que reconocer, por último, que la búsqueda de la libertad es la instancia menos liberadora. Encarcela. Cabría preguntarse si ¿acaso pensar en un momento de suprema libertad no implicaría reificar a golpe de lápiz y papel, o a fuerza de teclazos, lo inaprensible? Bah. Seguramente la libertad es la más grande mentira que nos hemos inventado para sentir una seguridad ontológica que, en última instancia, es un acto que intenta la reconciliación con… [¿con? Otra vez las palabras —las malditas palabras—].

 

 

 

 

1 comentario:

Plumalba dijo...

Interesante...

Tras la lectura de tu ensayo, busco momentos de libertad y mi memoria los halla en aquellos instantes, o breves periodos de tiempo, en que sería yo (o por mejor decir: mi ego) incapaz de desarrollar un pensmiento como el que acabo de leerte, esto es: siendo primate sin más, sintiéndome, como tú en esa playa, uno con la naturaleza, sintiéndome cuerpo nomás, deslastrado de filosofías naturales y axiomas y demás lastres culturales.
Paradójicamente, hallo que es en Libertad (o quizás sea solo libre y olvidado del acerbo cultural, social y psicológico) cuando no puede uno pensar la Libertad.
Y pongo entonces en duda ese lema de los libreros que proclama "Más libros = Más libres".