miércoles, febrero 18, 2009

I

Estarás de pie bajo el marco de la puerta. Lo primero que llamará tu atención será la reproducción de un cuadro de Kandinsky, que cuelga en la pared de enfrente. Recorrerás con la mirada la habitación de cinco por cuatro. No habrá paredes que detengan tu recorrido. A tu derecha estarán dos escritorios atestados de libros, hojas sueltas, anotaciones, bocetos, botellas de vino vacías, velas, máscaras, diarios, discos, y un universo innumerable de objetos caóticamente dispersos. Siguiendo con la exploración visual te encontrarás, en el piso más libros, apilados en torres increíblemente estables. Verás un par de viejas guitarras  en un rincón, casi como abandonadas. Te encontrarás con otro escritorio en donde una computadora desentona con la atmósfera del sitio.  Tu mirada seguirá su viaje de inspección y te darás cuenta que las paredes están llenas de hojas sueltas, recortes, dibujos, anotaciones, grietas, y una hermosa litografía de Chagall. Habrá un pequeño librero, más libros, más botellas vacías, un par de sillas, más caos. Finalmente, en el extremo izquierdo de la estancia, descubrirás una cama baja, amplia, situada frente al closet que ocupa casi todo el muro. Sonreirás un poco, casi como un reflejo, al descubrir que las puertas del armario son dos grandes espejos que duplican la cama. La trayectoria visual terminará por encontrarse conmigo. Tomaré tu mano y te invitaré a entrar. Se producirá un ligero estremecimiento, entre ambos, algo como una descarga eléctrica terriblemente placentera recorriendo la columna vertebral. Y culparemos al frío, porque ya somos adultos, y nos sentimos incapaces de aceptar que a esta edad, que después de tanto tiempo y tantas cosas, todavía, increíble y maravillosamente, somos unos críos…

                Cerraré la puerta. Y esto sellará de algún modo una especie de pacto tácito. Nos miraremos a los ojos y sin hablar nos diremos que el cierre de esa puerta implicará, también, la clausura de un círculo, el cruzamiento de un punto en el que no hay retorno. Pero entenderemos que toda clausura también es una inauguración, la apertura a nuevas posibilidades. Y sabremos que todo límite está ahí sólo para ser atravesado, y que la presencia de ambos en aquel estudio será un acto de subversión enorme, y por esto mismo, necesario y fundamental, inaplazable. Me deslizaré detrás de ti, para abrazarte, lento, para envolverte con mis brazos y acercarte a mí. Estando así, de pie, mis manos recorrerán tu vientre, indecisas entre el norte y el sur. Tú inclinarás el rostro, invitándome a besarte en el cuello. Yo percibiré tu aroma, te absorberé despacio hasta saciarme de tu olor. Sentirás  mi respiración, tibia, cerca de tu oído, y será como una anticipación de mis labios, de ese beso profundo y húmedo que más tarde se extenderá por toda la geografía de tu cuerpo. Absolutamente por todo tu cuerpo.

                Me dirás que espere. Te darás vuelta para quedar frente a mí. Te pararás de puntillas para alcanzar mi boca. Me besarás profundamente y sentirás cómo mis manos entran por debajo de tu blusa para acariciar tu espalda. Sentirás mis labios cada vez más húmedos. Del bolsillo de mi pantalón extraeré una mascada. “Ensayemos la ceguera”, sugeriré. Te reirás un poco por la alusión involuntaria a uno de los dos autores portugueses que me gustan tanto. Ataré la mascada alrededor de tus ojos. Comenzaré a desnudarte poco a poco, muy lentamente, disfrutando del descubrimiento, memorizando cada pliegue de tu cuerpo, cada claroscuro. Primero quedarás descalza, luego, apenas notarás cómo el pantalón va deslizándose hacia el piso. Destino inevitable. Te rehusarás un poco, tímida. Pero la resistencia será mínima, porque disfrutarás mis manos y mis labios recorriéndote, sin avisar, cada pequeña parte, cada rincón de tu cuerpo. Seguirás de pie, sin saber en dónde será la próxima caricia, el próximo beso. Yo estaré de pie y te besaré en los labios; me pondré en cuclillas para acariciar tus piernas, en un movimiento ascendente desde los tobillos y hasta las rodillas. Sonreirás porque tu respiración estará demasiado agitada, y sentirás cosquillas, y mis manos se deslizarán lento por cada centímetro de tu piel. Me detendré un poco en las costuras de tus bragas, indeciso. Las dejaré para el final. Te quitaré, por fin, la blusa. Me acercaré a ti para abrazarte, para sentirte así, semidesnuda. Te besaré profundo en la boca. Iré bajando por tu cuello, deteniéndome ahí donde tu respiración y tu voz me lo indiquen. Seguiré mi viaje hacia el sur. Acariciaré cada espacio, besaré cada palmo, despacio. Recordaré un viejo poema de Sabines. Quizá lo recitaré en voz baja: “…tiene los pechos dulces/y de un lugar a otro de su cuerpo hay una gran distancia/de pezón a pezón cien labios y una hora/de pupila a pupila un corazón, dos lágrimas…”.  Y tus manos se enredarán en mi cabello, intentando evitar mi viaje, pero a la vez todo ello será una incitación, un mandato ineludible, la necesidad urgente de seguir, de sentir mis labios sobre tu vientre…

 

 

 

 

                

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