sábado, julio 10, 2010

Verde y rosa

No le bastaba con habitar el mundo, le gustaba dejarse habitar por él. Tenía por costumbre encontrar la grandeza en las cosas que la mayoría da por sentado, aquellas a las que simplemente no se les presta atención. Así, por ejemplo, había ocasiones en que el sutil movimiento de una sombra proyectada en la pared lograba arrancarle una lágrima, porque le parecía brutalmente poético; en otras, la ponía feliz el rayo de luz que se colaba por su ventana y le calentaba los pies, mientras sus manos se aferraban a la vespertina taza de té que la hermanaba con la vida. Todo ello la situaba como por encima de sí misma, en una especie de distanciamiento que le permitía contemplarse detenidamente, extrañada, pero reconociéndose a veces en aquella mujer de rostro pálido y ojos inmensos, que miraba la lluvia maravillada, como si fuera la primera vez. Quieta. Inquieta. Siempre tenía algo qué hacer; algo qué decir. El sosiego, igual que el silencio —aseveraba— equivalía a la muerte. Por ende, le gustaba pensarse como un trayecto, y no como un destino. Nada tengo. Pero tampoco soy de nadie, decía.

Esa mañana, los colores no la dejaban en paz. Se le colaban por todas partes. Esto le ocurría casi siempre. Pero hoy el desasosiego la apresaba y la apresuraba algo como una intuición de verde y rosa. Era necesario hacer algo al respecto. ¿Qué? En la mesita de la sala había varias monedas que la inquietaban. Las miraba fijamente. Las contaba. En total, sumaban poco más de trescientos pesos. En aquel entonces –y como siempre– el dinero escaseaba. Pero los víveres estaban completos y no había nada más en qué gastarlo. Ponderó la compra de una botella de un tinto sudamericano que le había hecho ojitos, y la adquisición de un galón de pintura para remozar un poco el techo de la cocina, que parecía insistir en descarapelarse, pero se deshizo de estas ideas casi de inmediato, por imprácticas. Verde y rosa. Versa y rode. Arves y edor. Sady ed Radver. Rosa…

¡Rosa! [Y no cualquier rosa, sin un rosa bastante rosa, casi químico, artificial].

Maldita/bendita memoria asociativa. La última vez que estuvo en el tendejón que está en la acera de enfrente, compró una caja de clips con la intención de explorar sus diversas variantes arquitectónicas. Aparte de dos pinchazos en los dedos, aquella tarde había tenido como resultado la producción de un conjunto de figuras móviles que podían ser utilizados como lámparas, como pisapapeles, o como tarjeteros. Como si le importara que las cosas fueran útiles. El caso es que aquello le había servido para recordar que en uno de los estantes se apilaban decenas y decenas de panecillos empaquetados de color rosa. Intensos. Esponjosos. Pero sobre todo, rosados. Recogió las monedas de la mesita y se dirigió al tendejón. La cara de la dependienta era una mezcla de asombro e indignación ante la muchachita que desperdiciaba su dinero en guzgueras, y carretes de hilo. Las siguientes horas las invirtió en el arduo proceso de transformar el empaque de los panecillos en un artilugio listo para ser colgado. El rosa estaba listo.

Resolver el asunto del color verde fue (para estar a tono con las circunstancias) pan comido. Nada más verde que la vegetación. Árboles. Muchos. ¿Dónde? Era necesario salir a explorar la ciudad. Ella colocó cuidadosamente los panecillos en una mochila gigantesca, montó su bicicleta, y se enfiló rumbo al centro. Tenía en mente un sitio específico. Sólo era cuestión de llegar allá. Era necesario, inaplazable, llegar allá.

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Trepar a los árboles no es un asunto fácil. Hay que dedicar cierto esmero. Más si a cuestas se lleva una mochila cargada de panecillos rosa. Distribuirlos de manera equitativa entre las ramas hace aún más compleja la tarea. Luego de algunas horas, y varios ajustes al proceso de “colgamiento”, la labor quedó eficientemente terminada. El contraste entre verde y rosa era hermoso. La gente pasaba por el lugar. Y en ocasiones reparaba en el rosa sobre el verde. Sobre todo los pequeños, quienes tironeaban a sus padres para que se acercaran a ver… Lo único que uno podía hacer era sentarse al pie de uno de los árboles y esperar. Quizá permitir que rodara una lágrima ante lo sobrecogedor de la obra. Y esperar.

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