miércoles, agosto 26, 2009

Arrabaleando

Difícilmente puede asegurarse que el arrabal es un género musical en el sentido estricto del término. No obstante, es innegable que condensa en sí el espíritu indómito de una época reciente de nuestro país. En el campo del cine evoca a un mundo poblado por ficheras que despliegan sus estrategias de seducción en la pista de baile, y padrotes que entre humo de cigarrillos y cubas libres buscan imponer su voluntad, también, bailando, en una especie de mixtura de inocencia y perversión preclara. En la música se retrata a la perfección lo anterior, puesto que las temáticas, tonalidades, instrumentaciones, etc., aluden a la sabrosura, al calor, a la sensualidad, al rompe y rasga y, en última instancia, al cuerpo irredento. A pesar de ser un fenómeno eminentemente urbano y capitalino, cada ciudad tiene sus arrabales, es decir, espacios culturales y simbólicos de disputa, lugares donde se pone de relieve el dulce encanto de lo sórdido, donde converge la música, el cine, la vida; sitios donde la atmósfera es dura, y la realidad, finalmente, se vuelve imaginaria.

*Texto que se uso en la producción de Puerta Uno, el programa radiofónico del CUCSH.

martes, agosto 18, 2009

Arqueología del yo. Relato mínimo de una breve trayectoria académica

I

Vaya tarea tan placentera —y complicada al mismo tiempo— la de poner por escrito, en el reducido espacio de alguna cuartillas, el conjunto de accidentes institucionales a los que con ironía y comicidad me atreveré a llamar “carrera académica”. ¿Por dónde comenzar? ¿Qué criterios utilizar para darle relevancia a ciertos aspectos y relegar otros al más puro olvido? ¿Desde qué perspectiva narrar y para quién? Quizá en esta ocasión iniciar por el principio resulte lo más sensato. Tal vez sea adecuado acudir a la introspección desde una mirada foucaltiana, y escarbar en la memoria casi como una especie de arqueología mínima del yo. Aunque es preciso reconocer que toda rememoración es un viaje infructuoso, un esfuerzo que intenta domesticar cronológicamente el pasado. Por ende, el itinerario es caprichoso y elige al azar los puntos que constituyen su trayecto. Antes de continuar, quiero aclarar que, como es evidente, en esta reunión hay personajes con verdaderas trayectorias, las cuales debemos seguir con admiración y respeto; y por supuesto, aprender de ellas. En cambio yo, como dijera Juan Rulfo, soy un simple ovejero. Por ende, en mi intervención trataré de no aburrirlos con el recuento de un currículum que es escueto en comparación con el que ostentan quienes nos acompañan aquí. Más bien, buscaré, en la medida de lo posible, enfocar la nostalgia en aquellos pequeños eventos que se sitúan más cerca del margen de la actividad institucional, pero que al final de cuentas, también contienen una fuerte carga de significado y que dan sentido a lo que uno hace.

En primer lugar, no está de más señalar que todavía soy relativamente nuevo en este pequeño mundo de la Academia. Hace apenas un par de años que egresé del doctorado, y me incorporé al campo laboral como profesor investigador en la Universidad de Guadalajara; casi sin pena y con muy poca modestia señalo que a pesar de ser el integrante más joven de mi departamento, hasta ahora soy de los más productivos, como buen egresado de El Colef. Por supuesto, hablaré sobre este punto más adelante. Por ahora es pertinente mencionar que este recorrido empezó hace poco más de una década, una mañana de agosto de 1997, en la que llegué al Instituto de Estudios Económicos y Regionales de la Universidad de Guadalajara (INESER), para cumplir con el servicio social al que estaba obligado. En ese entonces cursaba el último semestre de la facultad, trabajaba por las noches, y la idea de hacer un posgrado era apenas una inquietud mínima y bastante dispersa. Ahí conocí a Basilio Verduzco y a Basilia Valenzuela, egresados, también, del Colef. Aún cuando en otra parte les he agradecido infinitamente por haberme regalado el norte, creo que no están conscientes del impacto real que tuvieron en mí. A partir del día en que crucé el umbral del INESER, y que comencé a trabajar con ellos, supe exactamente qué quería hacer con mi vida: dedicarme por completo al oficio de investigar.

La atmosfera que reinaba en segundo piso del edificio B del CUCEA —donde estaban ubicadas las oficinas del INESER— aquella mañana de 1997 (el cual, casualmente, más de una década después, albergaría las instalaciones de otra institución universitaria en la que fui directivo; pero de lo cual hablaré más adelante), me indicó que no había vuelta de hoja. “Esto es lo que quiero hacer”, me dije. Desde entonces y hasta ahora he estado atravesado por un conjunto de circunstancias y encuentros, la mayoría afortunados, aunque otros no tanto, que me han permitido cursar una maestría en una de las mejores escuelas del país, y luego un doctorado en otra institución también de altísima calidad, para después venir a conversar acerca de ello hoy aquí.

En fin, mi estancia en el INESER se extendió por poco más de un año. En ese periodo aprendí muchas de las minucias y vericuetos del oficio de investigar: desde la redacción básica de una ficha bibliográfica y la identificación de problemáticas sociales, hasta mis primeros coqueteos con los Sistemas de Información Geográfica y el manejo intensivo de bases de datos. No me cabe duda que la experiencia que obtuve en aquel entonces fue crucial para lograr un desempeño adecuado en mi tránsito por el Colef. Antes de terminar el servicio social, Basilio y Basilia ya me habían contratado como asistente para ayudarles en diversos proyectos (entre los que destacaban temáticas ambientales y tópicos como el de la migración). El trabajo era intenso, pero también había tiempo para departir. En una de las tantas ocasiones en que ellos me invitaron a comer, durante la sobremesa, trajeron a colación la existencia de El Colegio de la Frontera Norte; y por supuesto, de la Maestría en Desarrollo Regional, de la cual eran egresados notables. Sobra decir que conforme me había adentrado en las labores de investigación, el interés por seguir con mi preparación académica creció, y en las semanas siguientes a aquella comida me dediqué a buscar información sobre el posgrado que ellos, con intención maquiavélica, habían mencionado. Recuerdo con claridad esa fecha porque celebrábamos mi cumpleaños número 23.

El trabajo en el INESER continuó sin demasiados sobresaltos. Terminé mi carrera y en 1998 me gradué a través de un mecanismo que la Universidad de Guadalajara recién estrenaba, y al que denominó como “titulación por desempeño académico”. Ello gracias a que obtuve el tercer mejor promedio de mi generación. En los días en que esto ocurrió, también realicé el examen de admisión para ingresar en la Maestría en Desarrollo Regional, y envié la documentación correspondiente al Colegio. La suerte estaba echada. Una tarde de julio de ese año, regresé a casa de trabajar como siempre, y encontré a mis familiares llorando en la sala (no sé si de tristeza o de alegría porque me marchaba). Habían recibido una llamada telefónica de parte de Marla Morales, entonces asistente de la Maestría, para comunicarles que había sido aceptado en el programa de posgrado impartido en el Colef. Era preciso presentarse a clases el 7 de septiembre, a primera hora. Sobra decir que en esos días el cuerpo se me llenó de maletas, y la brújula apuntó, determinada, hacia el norte.

II

En este punto quiero hacer una pequeña digresión para recordar Tijuana y lo que ello ha significado para mí. Tal vez lo más correcto sería iniciar esta parte de la intervención con mi llegada al Aeropuerto Internacional de la ciudad menos austral de México; con las sensaciones que experimenté al bajar del avión; con el orgullo que me infundía —e infunde— sentirme parte del Colegio de la Frontera Norte; con el primer desconcierto que me provocó enfrentarme al “pollero” que, ante mi evidente provincialismo, intentaba convencerme de que sus precios eran los mejores, y de que con él, el paso al otro lado estaba garantizado. Quizá debería mencionar que la situación geográfica de las instalaciones del Colef me resultó espectacular, privilegiada, idónea, y que esa sensación nunca me abandonó durante los cinco años que rondé por aquí. Sería pertinente hablar de la enorme calidad de las cátedras (verdaderas conferencias magistrales) que recibí a diario en las aulas; de las discusiones en los pasillos; e incluso, de los enormes debates establecidos en la cafetería, a la hora de ingerir los no tan sagrados alimentos. Sin duda, resultaría fundamental retratar cronológicamente la atmósfera reinante, por lo menos la de mi generación, la cual era una mezcla de la bohemia más radical con el compromiso estudiantil más profundo. Pero sería incoherente de mi parte pretender someter a un supuesto orden la experiencia de una ciudad inaprensible, caótica, que se esfuma en cuanto se intenta capturarla, y que aparece cuando pretendemos olvidarnos de ella. Por eso insisto que hay ocasiones en que enfocarse en los pequeños detalles resulta más productivo que ofrecer una mirada panorámica. De ahí la pertinencia de intentar una arqueología del yo.

En este sentido, rescato del olvido, o mejor dicho, de los polvosos pasillos de la memoria, algunos momentos que me marcaron de manera profunda. Tengo presente, por ejemplo, la soledad brutal de mi primer resfriado en tierras tijuanenses: aniquilado en el frío exilio de un colchón de tercera o cuarta mano, que escupía resortes por todos lados, escuchaba el rugir de los obligados fuegos artificiales que demarcan cada 16 de septiembre. Otro momento imborrable: luego de haber habitado por varias semanas el departamento de Playas donde vivía, me di cuenta que éste tenía vista al mar; ello gracias a un extraño día soleado entre tantas neblinas. Uno más: las interminables y sabrosísimas noches que transcurrían en La Ballena, El Estrella, El Dandy del Sur o El Adelitas, esos lugares donde el aire se tornaba duro, y la realidad dejaba de ser imaginaria, a los cuales uno acudía por un purísimo interés antropológico; bonito eufemismo que usábamos en aquel entonces para disfrazar la sed de noche, juerga y cantina que nos habitaba.

III

Como quiera que sea, luego de esta digresión más bien afectiva y poco ortodoxa, volvamos a lo aparentemente importante. No quiero dejar de comentar que cursar la maestría implicó, para mí, un esfuerzo doble. Sin duda, tuve una preparación universitaria excelente en lo que refiere a las ciencias económico-administrativas. En consecuencia, a diferencia de mis compañeras y compañeros que habían egresado del área de humanidades, yo me vi forzado a aprender, también y a la par, el lenguaje de las ciencias sociales. Desde luego, ello me costó más desvelos y contrariedades de las que quiero acordarme. Pero al final de cuentas, considero que esta especie de “aprendizaje paralelo” rindió frutos, y me otorgó una perspectiva más amplia y diversa que no podría tener si hubiera sido de otro modo. Ahora trato de transmitir a mis alumnos dicha perspectiva, o por lo menos la necesidad de contar con cierta apertura; intento fomentar la disposición a maravillarse continuamente.

Por supuesto que volveré sobre las satisfacciones que me brinda la actividad docente. Por ahora me interesa enfatizar el hecho de que los encuentros afortunados son cruciales para la configuración que adquieren las trayectorias académicas. En mi caso, fue determinante el vínculo que establecí con Nora Bringas, actual Directora General de Docencia de esta casa de estudios. Ella fue quien en realidad condujo a buen puerto la tesis con la que me gradué de esta institución (y por qué no decirlo: en gran parte, gracias a su disciplina férrea, a sus conocimientos, y al empeño que pone en cada cosa en la que se compromete, Nora es la merecedora de la mención honorífica con la que fue premiado mi trabajo). Pero no sólo eso. Aparte de brindarme su incondicional amistad, también me abrió las puertas para que, una vez titulado, se me invitara a laborar aquí, en el Colegio, como investigador asociado. Junto con Lina Ojeda y Roberto Sánchez (de la UCSC), Nora me permitió participar en un proyecto que buscaba conjugar un Atlas de Riesgo para la ciudad de Tijuana. Fue mi primera experiencia, por demás desafiante y satisfactoria, en el campo de trabajo real, ya no como asistente, sino como investigador. Ni siquiera había cumplido 28 años. También, durante ese tiempo, comencé a dar clases en la Universidad Autónoma de Baja California. Sé que no es tema de esta reunión, pero no quiero dejar de mencionar que ahí conocí a la que todavía es mi cómplice en esto de caminar por la vida.

En aquellos años, mis planes estaban centrados en realizar un doctorado. Roberto Sánchez me había sugerido que hiciera los trámites pertinentes para ingresar en uno de los programas doctorales que se ofrecían en la institución en la que él trabajaba, puesto que se me otorgarían todas las facilidades para asegurar mi estancia allá. Por supuesto, a mí me resultaba tentador en extremo y comencé a hacer los planes correspondientes. No obstante, quienes son espirituales piensan que planear el futuro es una de las pocas cosas que le provocan sonrisas socarronas a Dios. Los que estamos lejos de los asuntos divinos, y creemos poco o nada en ellos, asumimos con gusto el carácter indomable de la contingencia y el caos. Como quiera que sea, en el 2002 tuvo lugar la que ha sido la jornada más difícil de mi vida. Un día, justo antes de venir a trabajar al Colegio, recibí una llamada que anunciaba que a mi madre le aquejaba una enfermedad terminal y que había que prepararse para lo peor. Esta especie de inmersión en la finitud me escindió de manera brutal y me hizo replantear gran parte de lo que hasta entonces era mi vida. Sin dudarlo, decidí intempestivamente regresar a Guadalajara, sin tener claro qué era lo que iba a hacer más adelante. Empaqué buena parte de mis cosas, y tomé el avión de regreso, prácticamente sin despedirme de nadie. Mi particular y eterno retorno al origen ocurrió un domingo 30 de junio de 2002. No quiero hablar mucho de esto. Sólo diré, junto con Luis Chaves, el único poeta que importa, que todo el invierno es agosto, y llueve siempre como su voz.

IV

Los últimos cinco años de mi vida han sido realmente intensos. Lo más importante que me ha ocurrido es que me convertí en padre de una niña que cada que está junto a mí, me sonríe con todo el cuerpo y me regala el universo entero con cada mirada. Desde luego, ella opaca por mucho cualquier cosa que pudiera contar a partir de este punto. De cualquier manera, aunque sé kunderianamente que la vida está en otra parte, me esforzaré por centrarme en lo académico. En el 2006 me gradué con honores del doctorado en Ciencias Sociales que ofrece el Colegio de Jalisco. Al igual que aquí, allá departí con profesores y estudiantes admirables, con quienes discutí por horas, y de quienes aprendí algo nuevo cada día. Como dato curioso, justo en la fecha en que se me terminaba la beca Conacyt que me permitió sostener mis estudios, casi de la nada, recibí una llamada telefónica para invitarme a laborar como director de investigación del Centro de Estudios de Mercadotecnia y Opinión de la Universidad de Guadalajara (CEO). Dicho Centro era una especie de franquicia del INESER, y su principal campo de acción, entre otros tópicos, era el estudio del ámbito político local y nacional; la oficina que ocupé durante el año en que laboré en la mencionada institución era, precisamente, aquella en la que casi una década antes me apretujaba con otros tres asistentes cuando comencé a trabajar con Basilia y Basilio. No cabe duda que la querencia es fuerte y siempre se vuelve al punto de partida. En fin, mi participación en el CEO me trajo experiencias invaluables que valdría la pena relatar, pero como siempre ocurre en estos eventos, el tiempo es terriblemente corto y temo que en cualquier momento me manden callar.

Hasta aquí me había resistido a poner demasiado énfasis en mi currículum. Pero también entiendo que la reunión que nos convoca tiene como uno de sus ejes la idea de compartir nuestra experiencia profesional. Por lo tanto, trataré de enunciar de manera breve qué es a lo que me dedico en estos días. Luego de haber cursado el doctorado en Ciencias Sociales en el Colegio de Jalisco, y después de haber trabajado como director de investigación en el CEO, en enero de 2008 me incorporé como profesor investigador al Departamento de Estudios sobre Movimientos Sociales de la Universidad de Guadalajara. Unos meses después fui aceptado en el Sistema Nacional de Investigadores. Mi línea de investigación principal tiene que ver con la construcción de la democracia en Jalisco, y sobre todo, con el papel que en ello representa la juventud. He escrito varios artículos sobre estas temáticas, y estoy finalizando un par de libros que espero parir lo más pronto posible. Cabe destacar que también me fue asignada la tarea de coordinar la Maestría en Gestión y Desarrollo Social de la mencionada casa de estudios, la cual es de reciente creación, y se busca que en el cortísimo plazo se incorpore al Padrón Nacional de Posgrados de Calidad. Aparte de ello, junto con otros compañeros, produzco un programa de radio titulado Puerta Uno. Discusiones sobre Estado y Sociedad, el cual es un espacio en el que los investigadores del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades divulgan sus líneas de investigación de manera más o menos accesible en la estación de radio de la Universidad. Por último, no puedo dejar de mencionar que la docencia es una de las tareas que más satisfacción me genera. Quizá por ello poco a poco el cuerpo se me ha llenado de clases y más clases. Es que, tal vez después del goce corpóreo y el ajedrez, estar frente a grupo es una de las actividades que me produce más descargas tanto de endorfinas como de adrenalina. Entre las materias que imparto y que me resultan más entrañables destaco Sociedad y poder político (licenciatura en Sociología), Métodos cualitativos de investigación (licenciatura en Comunicación Social), Cultura política (Maestría en Ciencias Sociales) y Tendencias actuales del desarrollo (Maestría en Gestión y Desarrollo Social). Por supuesto, la formación que obtuve en el Colef ha sido fundamental para mi desempeño en todos estos campos.

V

Pues bien, llegamos al final de este trayecto. Le dediqué mucho tiempo a pensar cómo terminar esta intervención. En principio, la afirmación más contundente que puedo emitir a manera de conclusión indica que todo tránsito por la Academia es un proceso abierto, muchas veces fortuito, flexible, e influenciado por el conjunto de redes y relaciones que se establecen a lo largo de la vida. Pero una vez dicho eso, me quedaba todavía una especie de desasosiego, una necesidad de contar más. E Inevitablemente, mis pensamientos volvían a Tijuana. Ahora que ha transcurrido casi una década de que, como el caballo blanco, también saliera un día domingo de Guadalajara, con la mira de llegar al norte, comprendo que experimentar Tijuana, que vivirla, al menos del modo en el que yo lo hice, exigía una triple apertura. Por una parte, quizá situada en el centro de mi estar aquí, se ubica la férrea disciplina y las demandas del mundo académico. Estudiar una maestría en el Colef realmente requería una entrega y un compromiso totales. Puedo decir, con orgullo, que en sus aulas —y también, de manera significativa, en los pasillos— conocí y conversé con alguna de la gente más lúcida e interesante con la que me haya topado nunca. Sus huellas están aquí por todas partes, indelebles, en esto que soy ahora. Y todo lo apr(h)endido ha mostrado ser eficaz en otros contextos, más allá del ámbito académico. Suena a cliché, pero haber vivido en Tijuana es lo que podría denominarse como una near life experience. Para ilustrar lo anterior quiero recordar una anécdota de esas que se cuentan como si le hubieran ocurrido a uno, que resume a la perfección la vida [muchas veces monacal] en el Colef: luego de varios días y noches de observar las actividades de un grupo de jóvenes, uno de los guardias de la institución pidió audiencia con el director. Ello con el objeto de hacerle saber a éste que había estado vigilando a unos sujetos, y había descubierto que éstos eran unos desobligados y que por supuesto tendría que echarlos a patadas del Colegio. ¿Por qué? Porque no trabajaban ni hacían nada. Permanecían en las instalaciones hasta altas horas de la madrugada, improductivos, y a lo único que se dedicaban era a estar ¡leyendo y escribiendo día y noche! Desde luego, eran estudiantes.

En segundo lugar, más hacia la periferia de mi estar aquí, en el norte, emergía la necesidad de sorber la médula de Tijuana, ciudad rizoma, fragmentada, viva. Aquí lo que me viene a la memoria son los detalles ínfimos, como el lugar en el que viví durante el primer mes de esta aventura norteña, el cual no tenían ni un solo mueble, ni gas, ni energía eléctrica; ahí nos apretujábamos seis flamantes alumnos. Además, recuerdo con añoranza las septentrionales e intensas discusiones que sostenía con mis compañeros hasta altas horas de la madrugada, aderezadas siempre con vino tinto, queso crema, manzanas verdes y Carlos Gardel. Éstas, casi siempre giraban alrededor de los temas menos trascendentes [y por ello importantísimos] que puedan imaginarse: desde la ineficacia conspicua de la Selección Mexicana de Futbol, las múltiples lecturas de The Simpsons o Friends, hasta las ingenuidades garrafales cometidas por Habermas en su Teoría de la Acción Comunicativa. Quizá lo que más disfrutábamos era despotricar contra los investigadores que publicaban dos o tres libros al año, gracias a que —dicen las malas lenguas— firmaban sin pena como suyos los que sus asistentes les redactaban arduamente. Así era mi habitar Tijuana, mi estar en el Colef.

Por último, en el fondo o detrás, casi como una presencia ominosa, estaba la sensación de no estar del todo en la última frontera, la escisión entre dos mundos, la urgencia de un impreciso retorno. Insisto, escribo desde aquí, ahora, acerca de ese pasado que persiste, que aún está presente. Epítome de la nostalgia, juego de espejos, Tijuana ya no es para mí una ciudad. Es más bien una metáfora; una paradójica forma de ser; un estado mental; el puerto al que siempre es posible llegar. No me cabe duda: yo viví el Colef apenas un lustro, pero el Colef, al igual que Tijuana, me habitará para siempre.

Gracias.



[1] Trabajo presentado en el Primer Congreso de Egresados COLEF, realizado en Tijuana, B. C., del 9 al 11 de septiembre de 2009.

domingo, agosto 09, 2009

Otra Cumbre medio borrascosa

Luego de que se terminó la Marcha del día de hoy me habitó una sensación extraña. Es algo casi imperceptible; así como una especie de desazón ínfima, de inquietud mínima. No sé. Trato de encontrar palabras para describirlo y me resulta imposible. Quizá lo más cercano sea a aquello que produce el creerse observado sin que nadie esté ahí, cerca, para verlo a uno (y lo digo sin ninguna pretensión paranoide, porque como el buen hijo de vecino que soy, estoy cierto que nadie se toma la molestia de vigilarme); tengo el cuerpo como si tuviera un puño frío apretado en la boca del estómago. Chale. Definitivamente no encuentro los términos adecuados para expresarlo. Tampoco estoy seguro a que atribuir el desasosiego que nomás no se larga (o quizá sí lo sé; tal vez sea que a estas horas, hace siete años, comenzó la jornada más terrible de mi vida; o a lo mejor es otra cosa; whatever). En fin, la Marcha de hoy transcurrió como tantas otras que acontece por estas tierras: con una organización inicial que dejó bastante qué desear, pero que conforme se caminaba se solventó de manera eficiente; con una afluencia escasa (los entre 300 y 500 de siempre; los que uno espera encontrarse) que caminó en santa paz; con las consignas ya sabidas que aluden al fervor patrio y a la defensa de los intereses e ideales nacionales (i. e. “Si Calderón tuviera, a su madre la vendiera”; “la patria no se vende”; “el pueblo, unido, jamás será vencido”, etc.). Sin duda, se cumplieron con creces los objetivos del acto, puesto que la voz de los manifestantes se hizo escuchar fuerte y clara. Me parece que entre los triunfos más destacables se encuentra la toma del quiosco de la Plaza de Armas (a. k. a. la plaza borracha). La potencia simbólica de haber “conquistado” ese pertrecho postula la fuerza y la significación de una movilización que fue escueta en apariencia. La puesta en marcha de foros alternos a la Cumbre indica que, por lo menos, la plebe no nos dejamos pisotear tan fácilmente.

Y sin embargo… el desasosiego está ahí.

Una vez más, la vocecita en mi cabeza insiste en la urgente necesidad de re-pensar el desacato y exigir(se) una doble apertura. Por una parte, se requiere (primero, que no me hagan caso… y luego) dejar atrás ciertos anacronismos; adaptarse a los tiempos e innovar los modos y mecanismos en que se expresa la inconformidad. Por otro lado, es preciso que los pensadorcitos locales se arriesguen y se decidan, ya, a estructurar nuevos modos de ver y conceptuar el campo político, la acción colectiva, y… bueno. Ya. Hoy no se mi mejor día, y esta hora es bastante aciaga. Mejor dejo esta discusión para cualquier otro ensayo…