Al entrar en la casa, a Fátima le costó un poco de trabajo acostumbrarse a la escasa iluminación. Estaba cansada y le dolía la cabeza. Pero era un día especial e intuía una sorpresa por parte del idiota de Orfeo. Y por supuesto, de la incansable Triana. Los quería, sí, pero… «Sorpresa, mi vida», se escuchó desde el fondo de la sala. Cuando la mirada de Fátima se ajustó a la penumbra, aquella escena le llegó como un golpe de viento cálido y sintió, después, algo como un vértigo que le atravesaba el cuerpo. Orfeo la miraba tranquilo, desde su sillón favorito, tan normal, tan sereno y mediocre como siempre. La única diferencia en él era el revolver que se había metido entre los dientes. Lo primero que sintió Fátima fue un pasmoso desconcierto. Luego, su rostro se transformó en una mueca horrible al descubrir que Triana, la hija de ambos, su pequeñita, yacía en la alfombra con un tajo en la garganta. Al ver el letrero en la pared, escrito con la sangre de la niña [«feliz cumpleaños, puta»], quiso gritar, huir, abalanzarse sobre Orfeo. Pero le fue imposible: estaba paralizada. Luego bang, un destello, hedor a pólvora, un agudo silbido en los oídos. Fátima temblaba. Sin apartar la vista del rastro púrpura que manchaba el sillón, se acercó y tomó el arma [¿Entonces sabías de lo mío con Irene, Orfeo?]. Cogió de la mesita una de las polaroid donde aparecía desnuda. Miró una vez más a Triana. «Feliz cumpleaños a mí», dijo —sin llorar casi— justo antes de jalar del gatillo.
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3 comentarios:
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