jueves, mayo 09, 2013

Café-te-ando.




Pregunta central: ¿por qué me gusta el café? Más específicamente ¿por qué el café matutino, ese cuyo primer sorbo ocurre mucho antes de que salga el sol, ejerce una poderosa fascinación sobre mí? Intuyo muchas respuestas, claro. Pero si he de ser honesto, ninguna es la correcta. O dicho de otra manera, todas lo son a su modo. Así que puedo elegir cualquiera. Intuyo además que las respuestas que pueda ofrecer(me) no serán compartidas por grandes mayorías. Tampoco me importa. Lanzo de nuevo la pregunta: ¿por qué me gusta el café? La contestación estándar es: por el sabor amargo y poco refinado (lo tomo negro, por supuesto).  A diferencia de la infusión, de características más sofisticadas, el café es un golpe duro y seco al paladar. En ocasiones, muy de vez en cuando, me gusta aderezar esta bebida con un poco de crema en polvo y azúcar mascabado. Y aún así, el sabor permanece terriblemente denso; terriblemente gordo (robusto, dicen los que saben).
Otra posible respuesta a la pregunta que coloqué al principio tiene que ver con los efectos estimulantes que esta bebida produce. La cafeína, en tanto alcaloide, permite sentirnos como un búfalo suelto en una tienda de figuras de cristal. Basta el primer sorbo matutino para recobrar el enfoque, la determinación y la disciplina que se habían quedado refugiadas entre la tibieza de las sábanas.
Hasta aquí hay dos factores alrededor de los que se acuerpa mi gusto por el café: el sabor y los efectos estimulantes. No obstante, éstos no son suficientes. El café es mucho más. Mejor dicho, el café matutino es mucho más. En principio, involucra una ritualidad particular, un levantarse, un sacar el frasco del congelador, un colocar los granos en el molino, un presionar el botón y escuchar el estridente motorcito; un quitar la tapa y aspirar el aroma… Aunque es preciso señalar que la sucesión de procesos no es suficiente. El café requiere además una actitud muy específica, vinculada con el deseo de beberlo. Preparar café de mala gana no tiene chiste. Mejor toma te. O agua. O leche. Pero mi café de buenas, por favor. En fin, hay en todo ello un empeñarse minuciosamente en repetir día a día cada paso. De lo contrario, se corre el riesgo de que la magia no ocurra, y el sabor y los efectos se conviertan en otra cosa, en agua entintada, en un líquido acre y ácido. En todo menos en café.
Aparte de la ritualidad involucrada en el café; además del sabor y de los efectos que dicho brebaje produce, existen otras posibles respuestas a la pregunta con que se abre esta disquisición. Así, puede decirse que aún cuando el café se tome en la más profunda soledad de la cocina, éste nos hermana siempre con los otros que, aún desde la ausencia, beben junto a nosotros. El café es, pues, un vehículo que permite compartir nuestras soledades. Y no sólo eso. El café también democratiza las relaciones sociales. Por un lado, me coloca en el mismo plano que los hombres que extienden un mapa sobre el cofre de su camioneta destartalada para planificar su intervención en la construcción. Por otro lado, también me sitúa en la esfera de las magníficas abuelas que preparan desayunos igualmente magníficos y masivos para familias enteras. Y por supuesto, un café espectacular. De igual forma, me pone en el nivel de quienes sólo tienen un trago de café (frío) para llevarse al estómago, y nada más. Amargo como la vida misma. Negro como el futuro.
En fin, respuestas hay muchas. La que más me convence hasta ahora es que el café me gusta porque me gusta. Tautología incluida. Y mejor no entremos en el conjunto de las referencias sexuales que esta dichosa bebida connota y denota, porque no paramos…
Salud.