sábado, julio 31, 2010

Husmear la llaga. Una lectura minima(lista) de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq

Se rumora que pensar el futuro es un ejercicio inútil, un esfuerzo condenado al fracaso. En este sentido, para quienes creen en lo divino, hacer prospectiva equivale a colocar una sonrisa irónica y burlona en el rostro de dios. A quienes no creemos en malabares espirituosos, nos vale un soberano grano de mostaza. De todos modos, no obstante lo anterior, a estas alturas todavía hay personajes que se aventuran por el camino de la futurología. Así, con un lenguaje directo, preciso, casi llano, más cercano al ensayo científico que a la retórica literaria, Michel Houellebecq logra resumir de manera eficaz y sin aspavientos, la historia de la decadencia de Occidente (Oxidente, como dicen algunos pseudoñoños), y el surgimiento de Lo Nuevo. Más aún, a través de una narrativa fragmentada y fragmentaria, en Las partículas elementales el autor nos confronta con la arriesgada y dura tentativa de la obsolescencia humana. Nada sencillo. Pareciera que como raza tenemos fecha de caducidad. A lo sumo somos larvas, gusanos fracasados que servirán de mascota para lo que está por venir. Composta, quizá. Constituimos la versión beta de la Humanidad 2.0, o algo parecido. Houellebecq, en consecuencia, sería el profeta que, luego de un apretado y crí(p)tico recorrido por buena parte de las tendencias cuasiculturales de las últimas décadas, anuncia el fin de la (hip[st]er)modernidad.

La certera dispersión y el desencanto (à la Camus meets Bret Easton Ellis) en los que se enfrasca el texto tienden a deconstruir la linealidad temporal de la novela tradicional, canónica y dieciochesca, lo cual permite establecer vasos comunicantes entre lo aparentemente banal, lo cotidiano y pueril, y las transformaciones estructurales/mutaciones metafísicas de amplia envergadura. En última instancia, lo anterior nos sitúa como testigos del patetismo radical que guía las vidas de Bruno y Michel, medios hermanos y “héroes de esta novela, papá”, quienes constituyen una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde escindido. Aquél es un profesor de literatura, clasemediero, obsesionado de manera casi mórbida con la dimensión sexual de la vida; éste es un afamado biólogo, candidato al Premio Nobel, incapaz de sentir algo, alejado del mundo, que constituirá el punto de quiebre y norte de la evolución humana. Pura mente y puro cuerpo. Las omnipresentes prácticas onanistas de uno, y el brutal desapego que raya en lo sociópata del otro, nos confrontan con una severa crítica a prácticamente todos los valores sancionados positivamente por la cultura judeocristiana. De la mano de Bruno y Michel, Houellebecq hunde sus narices en las llagas más supurantes y pestilentes de la sociedad, y regresa para escupirnos en el rostro, con lujo de detalles y latinismos, sus hallazgos. Los medios hermanos, sus padres, sus novias, sus hijos, todos personajes principales de la novela de este escritor francés, son las muchas caras de una cinta de Moebio. Su historia, irremisiblemente ligada a una tristeza infinita, a una perspectiva que asume la vida como una losa insoportable, es también la historia de la humanidad completa. A cada paso que da cada uno de estos sujetos, se percibe una estela de frío desencanto. Y es precisamente ahí donde radica la principal virtud de Houellebecq: en lograr colocar al lector en el centro de este proceso. Sorprendentemente, un verso de Luis Chaves resume a la perfección el conjunto de sensaciones que produce la lectura de Las partículas:

…el primer acto es un hombre desnudo.

Una explosión colectiva de risa

Atrae la mirada del reflector

La gradería está repleta

De payasos

En fin, la lectura de Las partículas elementales exige un involucramiento intenso. Desde luego, no voy a contar de qué va la historia; tampoco ofreceré detalles que arruinen el final. Lo que realmente me interesa señalar es que pareciera que existe un consenso general en torno al tono de Las partículas elementales: se asume que constituye una especie de himno al pesimismo o algo peor. Basta leer los epítetos con los que se describe a Houellebecq en la contraportada (de la edición de Anagrama): “atleta del desconcierto”; “experto en nihilismo”; “virtuoso del no-future”, entre otros igual o más vistosos. Considero que pensar lo anterior es un yerro garrafal, cuando menos un desatino ingenuo (común en quienes se dedican a hacer crítica literaria, el oficio más aborrecible del mundo). En última instancia, más que reflejar pesimismo, la mirada de Houellebecq es paternal y provoca ternura. Cuenta, sin lugar a dudas, una historia de amor. Por supuesto, no alude a la noción “rosa” e idiota del amor, sino a una visión desgarradora, cruda y descarnada. La que le toca vivir todos los días a los amorosos. Provoca un acercamiento obsceno con lo real, con la intensidad fundamental de los que aman verdaderamente. Más que un relato de la desesperanza, Houellebecq nos habla/escribe acerca de su amor por la humanidad. Evidentemente, en este punto, el autor debe estar de acuerdo con Žižek cuando éste afirma que el amor es la expresión más pura del mal. Esa es la impronta que seguramente busca plasmar Houellebecq en nosotros: la monstruosidad de lo bello; el patetismo de lo divino; la atracción abismal de la tristeza.

Sin duda.

sábado, julio 10, 2010

Verde y rosa

No le bastaba con habitar el mundo, le gustaba dejarse habitar por él. Tenía por costumbre encontrar la grandeza en las cosas que la mayoría da por sentado, aquellas a las que simplemente no se les presta atención. Así, por ejemplo, había ocasiones en que el sutil movimiento de una sombra proyectada en la pared lograba arrancarle una lágrima, porque le parecía brutalmente poético; en otras, la ponía feliz el rayo de luz que se colaba por su ventana y le calentaba los pies, mientras sus manos se aferraban a la vespertina taza de té que la hermanaba con la vida. Todo ello la situaba como por encima de sí misma, en una especie de distanciamiento que le permitía contemplarse detenidamente, extrañada, pero reconociéndose a veces en aquella mujer de rostro pálido y ojos inmensos, que miraba la lluvia maravillada, como si fuera la primera vez. Quieta. Inquieta. Siempre tenía algo qué hacer; algo qué decir. El sosiego, igual que el silencio —aseveraba— equivalía a la muerte. Por ende, le gustaba pensarse como un trayecto, y no como un destino. Nada tengo. Pero tampoco soy de nadie, decía.

Esa mañana, los colores no la dejaban en paz. Se le colaban por todas partes. Esto le ocurría casi siempre. Pero hoy el desasosiego la apresaba y la apresuraba algo como una intuición de verde y rosa. Era necesario hacer algo al respecto. ¿Qué? En la mesita de la sala había varias monedas que la inquietaban. Las miraba fijamente. Las contaba. En total, sumaban poco más de trescientos pesos. En aquel entonces –y como siempre– el dinero escaseaba. Pero los víveres estaban completos y no había nada más en qué gastarlo. Ponderó la compra de una botella de un tinto sudamericano que le había hecho ojitos, y la adquisición de un galón de pintura para remozar un poco el techo de la cocina, que parecía insistir en descarapelarse, pero se deshizo de estas ideas casi de inmediato, por imprácticas. Verde y rosa. Versa y rode. Arves y edor. Sady ed Radver. Rosa…

¡Rosa! [Y no cualquier rosa, sin un rosa bastante rosa, casi químico, artificial].

Maldita/bendita memoria asociativa. La última vez que estuvo en el tendejón que está en la acera de enfrente, compró una caja de clips con la intención de explorar sus diversas variantes arquitectónicas. Aparte de dos pinchazos en los dedos, aquella tarde había tenido como resultado la producción de un conjunto de figuras móviles que podían ser utilizados como lámparas, como pisapapeles, o como tarjeteros. Como si le importara que las cosas fueran útiles. El caso es que aquello le había servido para recordar que en uno de los estantes se apilaban decenas y decenas de panecillos empaquetados de color rosa. Intensos. Esponjosos. Pero sobre todo, rosados. Recogió las monedas de la mesita y se dirigió al tendejón. La cara de la dependienta era una mezcla de asombro e indignación ante la muchachita que desperdiciaba su dinero en guzgueras, y carretes de hilo. Las siguientes horas las invirtió en el arduo proceso de transformar el empaque de los panecillos en un artilugio listo para ser colgado. El rosa estaba listo.

Resolver el asunto del color verde fue (para estar a tono con las circunstancias) pan comido. Nada más verde que la vegetación. Árboles. Muchos. ¿Dónde? Era necesario salir a explorar la ciudad. Ella colocó cuidadosamente los panecillos en una mochila gigantesca, montó su bicicleta, y se enfiló rumbo al centro. Tenía en mente un sitio específico. Sólo era cuestión de llegar allá. Era necesario, inaplazable, llegar allá.

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Trepar a los árboles no es un asunto fácil. Hay que dedicar cierto esmero. Más si a cuestas se lleva una mochila cargada de panecillos rosa. Distribuirlos de manera equitativa entre las ramas hace aún más compleja la tarea. Luego de algunas horas, y varios ajustes al proceso de “colgamiento”, la labor quedó eficientemente terminada. El contraste entre verde y rosa era hermoso. La gente pasaba por el lugar. Y en ocasiones reparaba en el rosa sobre el verde. Sobre todo los pequeños, quienes tironeaban a sus padres para que se acercaran a ver… Lo único que uno podía hacer era sentarse al pie de uno de los árboles y esperar. Quizá permitir que rodara una lágrima ante lo sobrecogedor de la obra. Y esperar.