lunes, mayo 18, 2009

Zoé281107: entre el ambulantaje mainstream y las pretensiones de documental musicaloide


Leí este texto luego de la presentación del supuesto documental citado, en el marco del FICG, en su más reciente edición. Fue terriblemente divertido porque el foro estaba lleno de fans de Zoé (y tengo entendido que uno de los tipos que estaba a un lado mío es el baterista. Supongo que sí porque el pobre se puso de todos colores conforme avanzaba en la lectura. Quién sabe).  


Celebrar una década de existencia en una escena musical tan complicada —y muchas veces tan sosa y mediocre— como la mexicana, no debe ser fácil. Sobre todo cuando se trata de géneros como el rock comercial, en donde proliferan: 1. Bandas a las que la creatividad les ajustó apenas para componer una o dos canciones antes del olvido radiofónico; 2. Aprieta-botones que consideran que presionar la pantalla táctil de su iPhone y producir un “ruidito” escasamente inteligible, equivale a hacer música de avanzada; y 3. Bandas que piensan que ponerse mascaritas de conejo rábido,  vestirse con overoles de color pastel, y recitar borucas en falsete, importa más que saber ejecutar un instrumento con la mínima solvencia. En este contexto, resulta aún más difícil pensar en llegar a los diez años de existencia como agrupación con un éxito comercial más o menos sólido, un reconocimiento internacional aceptable, y buenas expectativas para el futuro. Si a ello se le suma que el festejo conlleva la manufactura de un documental que pone de relieve el trayecto que se ha recorrido, como lo hace Zoé con Zoé281107, estamos ante un evento que, por sus características, es prácticamente inédito en el contexto del rock nacional contemporáneo.

De la mano de la ya famosa gira Ambulante en su edición 2009, santopatrocinada una vez más por el dúo dinámico nada rudo y demasiado cursi que todos conocemos, así como gracias a su trasmisión por el canal que antes era de malos videos y hoy es de peores series (MTV), la cinta titulada Zoé281107 logrará ser exhibida de manera masiva frente a diversos tipos de audiencias nacionales e internacionales. Esto le otorga al filme un alcance y una exposición que muy pocos documentales llegan a tener y que, seguramente, tanto algunos de los hacedores de este tipo de cine, como muchos de los rockstars en todo el orbe, envidiarían. Nada mal para un producto adscrito a uno de los géneros cinematográficos menos redituables en materia financiera. Sobre todo en un país donde la industria del cine es bastante escuálida y privilegia sin el menor pudor la racionalidad económica  y las tasas de retorno por encima de la calidad, el arte y el compromiso ideológico.

 

Desde luego, como buena parte de los trabajos de este tipo, Zoé281107 intenta vincular el primero y el séptimo arte: la música y el cine. Más allá de lo musical, nos importa aquí la discursividad cinematográfica que le da cuerpo al filme. Para el (o la) cineasta en general, un documental, en tanto que constituye un acercamiento privilegiado a lo real, tiene detrás de sí una relación estrecha con una especie de necesidad casi patológica y obscena de narrar la verdad, es decir, de contar las cosas tal y como éstas son. La esencia de este género radica precisamente en su vinculación con el mundo, con las cosas, con los hechos. Llevado al extremo, este estilo de hacer cine puede verse como un profundo despliegue de exhibicionismo que no existe sino sólo frente a la contemplación vouyeurista y morbosa de la audiencia, que busca enterarse, por ejemplo, de los detalles íntimos de sus ídolos: ¿cuáles son sus perversiones? ¿Qué sustancias psicoactivas prefieren? ¿Con quién y cómo duermen? Sobre todo cuando los protagonistas sonrockstars  con un destino [estereotipado] que los orilla a vivir rápido y a morir jóvenes, tal como lo dicta el canon: sexo, drogas y rocanrol en exceso. Se esperaría que en un producto que se presume de documental, se explorasen por lo menos algunos de estos aspectos. Así, debido a las expectativas que produce, filmes de este tipo pueden ser un arma de dos filos: por una parte, es posible verlos como una obra de arte en toda la extensión de la palabra, pero también como una versión condensada de un reality show que erosiona en lugar de erigir. Desde ambas aristas se exponen las “entrañas”  del mundo en su devenir. Se hace, pues, de la intimidad un espectáculo: aún cuando estas formas de manufacturar un filme están “hechas del mismo barro”, por decirlo desde el certero lenguaje de la cultura popular, no es lo mismo fabricar “bacinicas que jarros”.

De modo que la arquitectura de productos como el que ofrecen Gabriel Cruz y Rodrigo Guardiola transcurren, al mismo tiempo, cuando menos en dos planos distintos: uno es de naturaleza ética; el otro es de orden estético. Esto obliga tanto a los realizadores de este tipo de cine, como a las audiencias que participamos de él, a interrogarse acerca de la construcción misma del objeto que se contempla: por un lado, estamos tentados a preguntar si en Zoé281107¿la verdad de lo que se narra en la pantalla permanece inmutable, independientemente de cualquier consideración estética?  En otras palabras ¿será que el estatus ontológico de la mencionada cinta es el mismo que el de cualquier otro documental? Si es así, debería importarnos más el contenido que la forma en que se presenta el discurso cinematográfico. Por lo tanto, estaríamos obligados a pensar en si lo que ocurre en el filme es la verdad-siempre-ya-Zoé, pura y prístina y, por ende, la verdad del rock de factura mexicana. O es, por el contrario, una manipulación conspicua de imágenes que presenta apenas una visión idealizada de lo que constituye y significa Zoé in the making, en tanto banda. Esto se hace más patente cuando consideramos que en este caso, lo narrado es visto desde dentro, está mediado por el ojo de Guardiola, quien además de contribuir a darle cuerpo al filme, toca la batería en la agrupación; ¿énfasis puesto en la forma, y no en el fondo? Se consigna los hechos y también se es protagonista. Doble papel en el que la relación objeto/sujeto se diluye. La distinción entre documental y ficción resulta evanescente. Y quizá, para algunos, irrelevante (i. e. el comité encargado de seleccionar la cartelera que conforma la gira de documentales Ambulante).  

En este sentido, en el plano estético, no cabe duda que la cinta cubre con solvencia los aspectos técnicos asociados con la arquitectura de un filme. Es evidente que cuenta con una producción y un despliegue de recursos impresionante. Resalta el excepcional trabajo de fotografía que hacen Kenji Katori y Guillermo Garza. Salvo algunos detalles, la edición a cargo de Gabriel Cruz y de Rodrigo Guardiola, también directores de la cinta,  muestra una labor sobria y dota de ritmo, organización y estructura  al conjunto de escenas que se nos proyectan. El producto como tal, en tanto objeto en sí, resulta aceptable. A pesar de ser una especie de opera prima de los directores, brilla con luz propia y consigna un dominio del lenguaje cinematográfico que es redituable. Las sanciones positivas que marcan la reacción de las audiencias que participan del filme así lo demuestran. Con seguridad satisfará las exigencias más profundas de los fans de “hueso colorado”. Y hasta las de los que no lo son tanto. Es indudable que el adecuado despliegue ornamental del filme contribuirá a que éste pueda hacerse acreedor de varios premios y reconocimientos. Sobre todo si se piensa que el producto está expuesto en el contexto de la giraAmbulante. La exploración visual cumple con creces y muestra desde un conjunto de primeros planos más o menos íntimos que colocan al espectador en el centro de la familia Zoé, hasta la vorágine de la relación afectiva que mantiene la banda con sus fans a través de la música, en medio de un concierto por demás significativo.  Pero la inquietante duda persiste: ¿Zoé281107 es realmente un documental, o estamos frente a la filmación de un concierto aderezado —interrumpido— por algunas opiniones de los integrantes de la banda, y de sus seguidores? ¿En verdad debería ocupar el mismo espacio que  Mi vida dentro, de Lucía Gajá, o que Cocalero, de Alejandro Landes, por mencionar sólo algunos? Quién sabe. Tal vez no. Sería pertinente hacer la pregunta a los citados cineastas.  En todo caso, convendría reflexionar acerca de lo que la inclusión del filme en el contexto de Ambulante nos dice acerca de la legitimidad que pudiera (o no) tener esta gira.

Por otro lado, además de mostrar los vínculos estrechos que la banda tiene con sus seguidores, y de exponer la propuesta musical a otros públicos que no son estrictamente los suyos, Zoé281107 también se arriesga a ofrecer elementos que contribuyan a entender “el panorama de la música y la cultura rock en México”. Cumplir este objetivo parece una tarea titánica que trasciende por mucho los límites de un documental. ¿Por qué? Porque asume de entrada que el rock de manufactura nacional es homogéneo y desjerarquizado, y lo postula como una esfera casi autónoma, regida por la armonía y la convivencia hermanada con la “buena vibra”. Quien haya tenido algún acercamiento a la escena del rock nacional sabrá que lo anterior es, por lo menos, una falacia ingenua que se cuela por todos lados en la sinópsis de la cinta. Desde luego, ello alude por completo al otro de los planos en los que transcurre todo documental, es decir, a la dimensión ética. Esto es crucial porque interpela directamente a la audiencia, la obliga a participar en la propia construcción de la significación y el sentido del filme, más allá del producto que se proyecta en las pantallas. Habría que situar la verdadera importancia de la obra de Gabriel Cruz y Rodrigo Guardiola precisamente en este plano, ya que, sin buscarlo, abre algunas preguntas sobre las que vale la pena reflexionar: ¿quienes hemos sido testigos del documental, realmente estamos en condiciones de entender con mayor precisión la “cultura rock” (sic) nacional? En caso de que tal cultura exista ¿la realidad que experimenta Zoé es la excepción o la regla que prevalece en el mundo del rock de nuestro país? Por supuesto, el filme no ofrece respuestas a estas preguntas. Ni tiene por qué hacerlo, puesto que su función es otra. Más bien, lo importante es que, sin pretenderlo, nos invita a plantearlas, a emitir algunos cuestionamientos acerca tanto de la industria fílmica en México, como de la escena musical roquera de la nación.

No cabe duda que habrá quien se pregunte si un grupo como Zoé tiene la densidad musical suficiente como para merecerse un documental de esta magnitud. Más aún, independientemente de la dimensión del filme, habrá quien al hacer un recuento de la cantidad de bandas verdaderamente alternativas, independientes, y con una calidad insuperable, que hay en nuestro país, cuestione (desde luego, yo entre ellos) si vale la pena hacer una cinta en torno a esta banda. Ello independientemente del género y del presupuesto invertido. Punto.  No obstante, el gusto personal ocupa aquí un papel secundario. Además, cada quien hace con su dinero lo que le venga en gana. Seguro la apuesta comercial de los productores traerá consigo buenos dividendos. En fin, lo que resulta destacable es la función que desempeña el documental con el que Zoé festeja su primera década de existencia. Esta exploración visual abre una vía prácticamente desconocida por las agrupaciones mexicanas que tienen como bandera al rock en todas sus vertientes. La importancia de Zoé281107 no sólo se reduce a su carácter individual de objeto que vincula a la música con el cine. En la medida en que la cinta logre un éxito comercial significativo, permitirá que el ejercicio se replique, y que con ello se den a conocer otras agrupaciones que, en última instancia, posibilitarán la diversificación de la muchas veces aburrida constelación del rock made in México. Nada mal para una cinta que como documental tiene todo para ser un concierto delicioso (tongue in cheek). He ahí donde deberíamos buscar su verdadera grandeza y su significado real, si es que la cinta los tiene.

martes, mayo 12, 2009

El temible Dr. Fox

“Du sublime au ridicule il n'y a qu'un pas

Napoleón

 

Hay pocos sujetos que logran descubrir la grandeza que hay en la humillación y el ridículo. Pienso, por ejemplo, en Tranquilino, el entrañable mayordomo interpretado por Fernando Soto “Mantequilla” en Los tres García, película dirigida por Ismael Rodríguez, en 1946. En principio, pareciera que “Mantequilla” interpreta un papel segundón, lleno de ingenuidad, el cual es sometido hasta el tuétano por la férrea mano de Doña Luisa (Sara García), sin duda, la abuela más popular del cine mexicano. No obstante, la figura de este actor resulta central cuando se observa a la luz del contraste que establece con Luis Antonio (Pedro Infante), José Luis (Abel Salazar), y Luis Manuel (Víctor Manuel Mendoza), los nietos pendencieros de la más vieja de la casa de los García. Cada desliz, cada ingenua estupidez, cada patético tropezón del mayordomo, constituyen el trasfondo que permite elevar a los protagonistas a la categoría de héroes, en el contexto del filme. Una lectura superficial —y errónea— de la cinta indicaría que el empequeñecimiento de Tranquilino equivaldría a la grandeza de los García. Sin embargo, basta un ligero ex-centramiento del espectador, una especie de mirada oblicua, para poner de relieve que el verdadero héroe de la película es el mayordomo. Sobran razones para argumentar lo anterior. Aquí es suficiente con señalar una de ellas: Tranquilino ejerce la función del elemento coagulante, el vacío alrededor del cual se estructura el ser de los García.[1] Así como Cristo no sería nadie sin Judas el Iscariote, tampoco los nietos de Doña Luisa serían nada sin Tranquilino. Es precisamente en la humillación, en la pequeñez y el achicamiento, que Mantequilla logra dotar de grandeza a su personaje. No cabe duda que la heroicidad está en otra parte.

                Desafortunadamente, la lógica de esta afirmación también funciona a la inversa: hay gente que sólo encuentra humillación y ridículo en la grandeza. Si no ¿qué otra cosa puede pensarse frente a la noticia que anuncia que al ex-presidente Vicente Fox le fue otorgado un reconocimiento honoris causa (así, con minúsculas) por la Universidad de Emory, en Atlanta? A la letra, el lauro le fue ofrecido por su (sic) “liderazgo internacional en temas de democracia y por sus iniciativas emprendedoras”. Con seguridad, en Emory se tomó en cuenta aquella ocasión en que, en el 2002, el entonces presichente mostró su lúcida capacidad diplomática y su gigantesco conocimiento de las relaciones internacionales, frente a Fidel Castro, entonces (y todavía) rey magnánimo de Cuba. Vale la pena darle una leída a las palabras de Vicente:

"Que puedas venir el jueves y que participes en la sesión y hagas tu presentación como está reservado el espacio para Cuba a la 1:00 pm. Después tenemos un almuerzo que ofrece el gobernador del estado a los jefes de Estado; inclusive te ofrezco y te invito a que estuvieras en este almuerzo; inclusive que te sientes a mi lado y que terminado el evento y la participación, digamos, ya te regresaras. Y así ..."  

Como se observa, la discursividad esgrimida por el ex-mandatario mexicano muestra el alcance de su visión en materia democrática y en términos de las relaciones internacionales. Como si esto fuera poco, desde antes de su llegada a la presidencia, Vicentillo ya anunciaba con bombo y platillo sus dotes de gestión en lo que refiere a la política interna: durante su candidatura a la silla presidencial, Fox aseguraba que le bastaban quince minutos para resolver el conflicto armado en Chiapas. Ejemplos como éste se cuentan por cientos: desde colocarse boletas electorales a modo de orejas de burro, en el Congreso guanajatense, hasta el (pseudo)descubrimiento crucial que desenmascaró a un sistema político nacional, lleno de víboras prietas y tepocatas, Fox ha desarrollado un conjunto de estrategias innovadoras que, sin duda, justifican el otorgamiento de cualquier honoris causa. Para aclarar este punto se requiere volver a Tranquilino: no cabe duda que, dadas las características de este personaje, intentar sublimarlo sería una ridiculez. Cada pretensión de dignificación redundaría en la humillación más bárbara. En este  mismo sentido, el enaltecimiento del ex-mandatario mexicano opera bajo una lógica similar: en la medida en que se le encumbre, también se pondrá de relieve su soberana y monumental imbecilidad. En tanto que el cuerpo se le siga llenando de reconocimientos (o de supuestos centros de investigación), se hará cada vez más y más adecuado el mote que tan atinadamente le impusiera Muñoz Ledo a Fox: el de ser un alto vacío. En fin, para cerrar este texto, resulta ilustrativo mencionar aquella ocasión en la que, a principios del 2007, Vicente dictó una conferencia magistral en Los Ángeles, en dónde puso de relieve, con precisión, su papel (papelón) en el ámbito de la construcción de lo democrático, al señalar: “América Latina debe huir de la ‘dictadura perfecta’, como lo dijo el premio nobel colombiano de literatura Mario Vargas Llosa”. No more words but honoris causa a quien honoris causa merece.



[1] Hay que tener cuidado con una lectura aún más pueril: aquella que señala que los López, la familia archienemiga de los García, constituyen la razón de ser de éstos últimos. Dicha lectura es terriblemente ingenua y carente de todo sustento. 

domingo, mayo 10, 2009

Ver llover

Una vez más la lluvia. La temible lluvia. Demos la bienvenida a los familiares rastros de agua sobre las ventanas polvosas. Saludemos a los ríos que impacientes se deslizan por el lomo de las calles arrastrando basura y penas y secretos. Celebremos cada gota,  cada inevitable resonancia cursi y, por lo tanto putrefacta, que seguramente plagará cada conversación de café;  recibamos con gusto cada patética metáfora que haga alusión al llanto, a la melancolía, y al conjunto de estados de ánimo y de buenas vibras que parece traer consigo cada temporal. Festejemos todos los sentimientos de renovación espiritual que despierta cada final de tormenta, como si el agua brindara la oportunidad de ser otro, de convertirse en alguien mejor. Esperemos, pacientes, a que el diluvio nos borre a todos para, entonces sí, arrojar la última e irónica carcajada.  

jueves, mayo 07, 2009

El robo

Primero me invadió una inmovilidad brutal, casi pasmosa. Luego vinieron la incredulidad, el coraje y la impotencia en cantidades industriales. Y finalmente, después de unos instantes en que estuve atónito, llegó la inevitable y catártica carcajada, esa especie de reconocimiento irónico que se produce cuando nos damos cuenta de que alguien se está divirtiendo a nuestras costillas. Lo único que acerté a balbucear fue: “no mames, me robaron”. Antes de continuar, quiero aclarar que, cuando de conducir se trata, soy, quizá, uno de los tipos más cuidadosos que existen: procuro ser amable y atento; respeto el reglamento de tránsito y le cedo el paso a los peatones, y me he apropiado del lema que sugiere usar más freno y menos claxon. Manejo, pues, como “viejito”. Salvo hoy, que para mi mala suerte, iba en la lela buscando una dirección. Resulta que mientras estaba detenido frente a un semáforo en rojo, trataba de identificar el nombre de la calle en la que estaba. Pero entre mi miopía, mi astigmatismo, y la conspicua ausencia de letreros indicativos, me fue imposible hacerlo, por lo que decidí dar vuelta a la izquierda en lugar de seguir derecho. En cuanto se puso en verde la luz del semáforo, arranqué. Despacio, obviamente. Insisto, no soy de esos que “queman llanta”. Entonces escuché un “clack”. Un joven a mi izquierda se vio en la necesidad de frenar bruscamente su motocicleta. No hubo rechinido ni nada por el estilo. Parece ser que le obstruí el paso. Como buen ciudadano, me detuve (no había tránsito), le ofrecí una disculpa por el espejo lateral, y seguí mi camino. Un par de metros más adelante, este joven me alcanzó. Yo me detuve, por supuesto. Con aspavientos me preguntó si tenía idea de cuánto costaba el faro que había estado a punto de dañarle. Por supuesto, le dije que no. Insistí en las disculpas, porque soy buena gente y tenía prisa. En cambio, él seguía aferrado y aferrado. Ni a él ni a su moto les había pasado nada, por lo que no entendía la tozudez del tipo. Entre grito y grito me pidió mi licencia. Hizo esto apuntando al asiento del copiloto. Yo, ingenuamente, voltee hacia donde él señalaba. Y fue entonces que aprovechó para meter su mano en el bolsillo de mi camisa y extraer limpiamente el celular que traía ahí. Así, sin más. Dijo: “ya te chingaste”, y arrancó, llevándose mi teléfono. Lo único que pude hacer fue enarcar una ceja y balbucear un “¿eh? Qué poca madre. Me robaron”.   

martes, mayo 05, 2009

Diet Coke

Cierto día, por azares del oficio, me tocó compartir la mesa con una persona a la que recién me habían endilgado los jefazos. En un intento por iniciar una conversación amena, mi compañero de cubiertos me increpó amablemente por haber ordenado una Coca-Cola de dieta para acompañar el New York que recién había pedido: “¿De dietaaaa?”, me reclamó fingiendo incredulidad.  Luego esbozó su mejor sonrisa. Seguramente esperaba alguna de las respuestas estándar que sobrevienen a este tipo de interrogantes, y que sirven de lubricante para la socialización civilizada: a. La tomo porque me gusta su sabor, no creas que soy tan superficial como para preocuparme por mi figura; o b. Es que mi nutrióloga así me lo indicó; y c. Alguna variante de las dos opciones anteriores. A ello seguiría el consabido: “¿y sabías que el endulzante que utilizan tiene componentes cancerígenos?”. “Sí, pero qué se le va a hacer. De algo nos tenemos que morir ¿no?”, sería el remate perfecto. Luego de un par de carcajadas hipócritas, se explorarían temas como el clima, el futbol o la política. Todo por la insana costumbre que tiene alguna gente de evitar a toda costa el silencio porque les parece incómodo. Pero yo, como casi siempre prefiero el callar, opté por espetarle un sólido: prefiero la Coca-Cola de dieta porque es, precisamente, la encarnación más conspicua de la nada. Frente a la perplejidad del que se dibujó en el rostro del comensal que tenía enfrente, me divertí asediándolo.  Uno ingiere bebidas por dos razones: para apaciguar la sed o por el valor nutricional de la bebida. A diferencia del vino o el agua, la Coca-Cola no satisface ninguna necesidad. Tiene un sabor extraño que te pone más sediento y además carece de nutrientes.  Los elementos constitutivos de la Coca Cola regular (o para el caso, de cualquier refresco) se encuentran ausentes. Lo que uno se bebe es la pura semblanza, un suplemento, la artificialidad en su más pura expresión. Al tomar Coca Cola de dieta, uno se mete al cuerpo el vacío, la encarnación más conspicua de la nada envuelta como si fuera algo.[1]



[1] Desde luego, todo esto no es sino un parafraseo de las ideas de Slavoj Žižek.  The fragile absolute. Or why is Christian legacy worth fighting for?, Verso, E. U., 2001.