miércoles, febrero 25, 2009

III

Desanudé el pañuelo. Querías verme. Yo deseaba tanto verte a los ojos, así, como nunca antes te había contemplado. Una década atrás, siendo casi unos niños, habíamos intentado jugar a esta locura. Cualquier lugar nos parecía adecuado para explorar las dimensiones del abismo: un estacionamiento, alguna habitación, una cochera, la noche. Pero hoy, adultos, con media vida recorrida, recién nos descubríamos. Y todo volvía a ser como una primera vez. La cama estaba ya deshecha y tú y yo aún no habíamos hecho el amor. Recostados los dos, desnudos, bastó un leve giro para que tu espalda quedara frente a mí. Te acaricié suavemente: primero tus rizos, tu cuello, tus hombros. Ansiaba sentir el calor de tu cuerpo desnudo, y que tú intuyeras mi presencia detrás de ti. Cada vez más cerca. El deseo se hacía cada vez más fuerte y profundo. Te besé en el cuello, y fui bajando por tu hombro. Mi respiración tibia te enchinaba la piel. Mis manos se aferraban a tu cintura, para atraerte hacia mí. Hacía tanto tiempo que había buscado encontrarte, y hoy te tenía en mi cama, toda tú, deliciosa, suave, abierta, completa. Sin pensarlo, mi mano buscó una de tus piernas, y la acarició: primero el tobillo, la pantorrilla, el muslo. El tacto era delicioso, y cada caricia sobre tu piel era como un paradójico déjà vu.   Lentamente, sin dejar de besarte en el cuello y en las mejillas, seguí subiendo. Busqué tu vientre, apenas un ligero roce, un breve encuentro con tu púbis, sólo una pequeña escala por el destino final. Me dirigí hacia tu pecho. Ansiaba acariciarte toda. Mi mano era un autómata. Despacio, muy despacio, mis dedos se enredaron en tu pezón, y de tu boca salió un gemido apenas audible. Tu respiración era agitada. Te inclinaste hacia el frente. Me deseabas. Buscabas sentirme más cerca. Tus manos, hasta entonces quietas, se aferraron a mis piernas. Ese era el orden natural de las cosas y ambos lo sabíamos. Yo necesitaba, cada vez más, estar dentro de ti.  

viernes, febrero 20, 2009

II

…Poco a poco nuestros pasos, torpes, nos condujeron hasta el borde de la cama. Tú semidesnuda. Yo incipiente voyeur de ti. Lentamente eliminé de tu cuerpo los últimos rastros de vestimenta. Sólo quedaba el pañuelo alrededor de tus ojos, y nada más. Te recostaste despacio. Yo permanecí unos instantes de pie, contemplándote. Buscaba memorizar los perfiles de tu cuerpo dibujándose sobre las sábanas. Y todo era como un retorno, el regreso de algo intangible, la vuelta a al punto de partida, una cálida bienvenida. “Ven”, me dijiste. Tanta soledad y tanta desnudez en aquél colchón no era posible. Me deshice de mis ropas, sin dejar de mirarte. Me coloqué a un costado tuyo. Tomé una de tus manos. La besé. Besé tus dedos, tu palma. Fui subiendo, recorriendo tu brazo hasta llegar al hombro. Tú suspirabas. Con cada beso yo estaba más cerca: el hombro, el cuello, la mejilla, los labios. Tus manos acariciaban mi espalda mientras me regalabas un beso profundo, tibio, húmedo. Giré un poco para recostarme sobre ti. Te besé en los ojos, en la nariz, en la barbilla. Fui bajando poco a poco hasta llegar a tu pecho. Mis dedos, casi autónomos, insistían en uno de tus pezones, casi como una guía, como un faro que le indicaba la ruta correcta a mis labios. Te besé lentamente. Despacio, saboreando cada centímetro de piel. Luego mis manos bajaron por tu cuerpo, deteniéndose por siglos en tus muslos. Me sentías cada vez más cerca. Mis labios insistían en recorrerte toda, y fui deslizándome por tu vientre. Casi por instinto, tus manos se aferraron a mi cabello, al mismo tiempo en que tu espalda se arqueaba, permitiéndote recorrer ligeramente tus caderas, apenas un palmo, hacia adelante. Yo seguí el descenso por tu cuerpo, muy lento. Besé tu ombligo. Una vez. Otra. Busqué tu mirada, pero tú habías echado la cabeza hacia atrás. Sin pensarlo, al sentir mi rostro cerca, separaste tus piernas un poco más. Tú respiración se hacía cada vez más agitada. Sentías mis manos sobre tu vientre, apretando tu cintura, acercándote hacia mí. Finalmente, mis labios se habían encontrado con los tuyos, con esos otros, tan únicos capaces de regalarme un beso tibio y perpendicular…

miércoles, febrero 18, 2009

I

Estarás de pie bajo el marco de la puerta. Lo primero que llamará tu atención será la reproducción de un cuadro de Kandinsky, que cuelga en la pared de enfrente. Recorrerás con la mirada la habitación de cinco por cuatro. No habrá paredes que detengan tu recorrido. A tu derecha estarán dos escritorios atestados de libros, hojas sueltas, anotaciones, bocetos, botellas de vino vacías, velas, máscaras, diarios, discos, y un universo innumerable de objetos caóticamente dispersos. Siguiendo con la exploración visual te encontrarás, en el piso más libros, apilados en torres increíblemente estables. Verás un par de viejas guitarras  en un rincón, casi como abandonadas. Te encontrarás con otro escritorio en donde una computadora desentona con la atmósfera del sitio.  Tu mirada seguirá su viaje de inspección y te darás cuenta que las paredes están llenas de hojas sueltas, recortes, dibujos, anotaciones, grietas, y una hermosa litografía de Chagall. Habrá un pequeño librero, más libros, más botellas vacías, un par de sillas, más caos. Finalmente, en el extremo izquierdo de la estancia, descubrirás una cama baja, amplia, situada frente al closet que ocupa casi todo el muro. Sonreirás un poco, casi como un reflejo, al descubrir que las puertas del armario son dos grandes espejos que duplican la cama. La trayectoria visual terminará por encontrarse conmigo. Tomaré tu mano y te invitaré a entrar. Se producirá un ligero estremecimiento, entre ambos, algo como una descarga eléctrica terriblemente placentera recorriendo la columna vertebral. Y culparemos al frío, porque ya somos adultos, y nos sentimos incapaces de aceptar que a esta edad, que después de tanto tiempo y tantas cosas, todavía, increíble y maravillosamente, somos unos críos…

                Cerraré la puerta. Y esto sellará de algún modo una especie de pacto tácito. Nos miraremos a los ojos y sin hablar nos diremos que el cierre de esa puerta implicará, también, la clausura de un círculo, el cruzamiento de un punto en el que no hay retorno. Pero entenderemos que toda clausura también es una inauguración, la apertura a nuevas posibilidades. Y sabremos que todo límite está ahí sólo para ser atravesado, y que la presencia de ambos en aquel estudio será un acto de subversión enorme, y por esto mismo, necesario y fundamental, inaplazable. Me deslizaré detrás de ti, para abrazarte, lento, para envolverte con mis brazos y acercarte a mí. Estando así, de pie, mis manos recorrerán tu vientre, indecisas entre el norte y el sur. Tú inclinarás el rostro, invitándome a besarte en el cuello. Yo percibiré tu aroma, te absorberé despacio hasta saciarme de tu olor. Sentirás  mi respiración, tibia, cerca de tu oído, y será como una anticipación de mis labios, de ese beso profundo y húmedo que más tarde se extenderá por toda la geografía de tu cuerpo. Absolutamente por todo tu cuerpo.

                Me dirás que espere. Te darás vuelta para quedar frente a mí. Te pararás de puntillas para alcanzar mi boca. Me besarás profundamente y sentirás cómo mis manos entran por debajo de tu blusa para acariciar tu espalda. Sentirás mis labios cada vez más húmedos. Del bolsillo de mi pantalón extraeré una mascada. “Ensayemos la ceguera”, sugeriré. Te reirás un poco por la alusión involuntaria a uno de los dos autores portugueses que me gustan tanto. Ataré la mascada alrededor de tus ojos. Comenzaré a desnudarte poco a poco, muy lentamente, disfrutando del descubrimiento, memorizando cada pliegue de tu cuerpo, cada claroscuro. Primero quedarás descalza, luego, apenas notarás cómo el pantalón va deslizándose hacia el piso. Destino inevitable. Te rehusarás un poco, tímida. Pero la resistencia será mínima, porque disfrutarás mis manos y mis labios recorriéndote, sin avisar, cada pequeña parte, cada rincón de tu cuerpo. Seguirás de pie, sin saber en dónde será la próxima caricia, el próximo beso. Yo estaré de pie y te besaré en los labios; me pondré en cuclillas para acariciar tus piernas, en un movimiento ascendente desde los tobillos y hasta las rodillas. Sonreirás porque tu respiración estará demasiado agitada, y sentirás cosquillas, y mis manos se deslizarán lento por cada centímetro de tu piel. Me detendré un poco en las costuras de tus bragas, indeciso. Las dejaré para el final. Te quitaré, por fin, la blusa. Me acercaré a ti para abrazarte, para sentirte así, semidesnuda. Te besaré profundo en la boca. Iré bajando por tu cuello, deteniéndome ahí donde tu respiración y tu voz me lo indiquen. Seguiré mi viaje hacia el sur. Acariciaré cada espacio, besaré cada palmo, despacio. Recordaré un viejo poema de Sabines. Quizá lo recitaré en voz baja: “…tiene los pechos dulces/y de un lugar a otro de su cuerpo hay una gran distancia/de pezón a pezón cien labios y una hora/de pupila a pupila un corazón, dos lágrimas…”.  Y tus manos se enredarán en mi cabello, intentando evitar mi viaje, pero a la vez todo ello será una incitación, un mandato ineludible, la necesidad urgente de seguir, de sentir mis labios sobre tu vientre…