martes, julio 17, 2007

Tiyei

Tarea placentera y difícil a un tiempo la de poner por escrito, en un par de cuartillas, las impresiones y recuerdos acerca de mi habitar Tijuana, de mi estar en el Colegio de la Frontera Norte. Más aún si se piensa que escribo esto desde aquí, y ahora. Por otro lado, ¿acaso para recordar no es preciso apelar —primero y minuciosamente— al olvido? ¿Podré recordar entonces aquello que no he olvidado? ¿Cómo abordar en consecuencia la memoria, en su densidad aparentemente impenetrable? Intuyo que toda rememoración es un viaje infructuoso, un esfuerzo que intenta domesticar cronológicamente el pasado. Pero el itinerario es caprichoso y parece elegir al azar los puntos que constituyen su trayecto.
Considerando lo anterior, lo más correcto sería iniciar esta crónica con mi llegada al Aeropuerto Internacional de la ciudad de Tijuana; con las sensaciones que experimenté al bajar del avión; con el orgullo que me infundía —e infunde— sentirme parte del Colegio de la Frontera Norte; con el primer desconcierto que me provocó enfrentarme al pollero que intentaba convencerme de que sus precios eran los mejores, y de que con él, el paso al otro lado estaba garantizado. Quizá debería mencionar que la situación geográfica de las instalaciones del Colef me resultó espectacular, privilegiada, idónea, y que esa sensación nunca me abandonó durante los cinco años que rondé por ahí. Sería pertinente hablar de la enorme calidad de las cátedras (verdaderas conferencias magistrales) que recibí en las aulas, de las discusiones en los pasillos, e incluso, de los enormes debates establecidos en la cafetería, a la hora de comer. Sin duda, resultaría fundamental retratar la atmósfera reinante, por lo menos la de mi generación, la cual era una mezcla de la bohemia más radical con el compromiso estudiantil más profundo.
Pero no siempre se comienza por el principio o por lo aparentemente más importante. Además, sería incoherente de mi parte pretender someter a un supuesto orden la experiencia de una ciudad inaprensible, caótica, que se esfuma en cuanto se intenta capturarla, y que aparece cuando pretendemos olvidarnos de ella. A veces, enfocarse en los pequeños detalles resulta más productivo que ofrecer una mirada panorámica. En este sentido, rescato del olvido algunos momentos que me marcaron de manera profunda. Por ejemplo, la soledad brutal de mi primer resfriado en tierras tijuanenses: aniquilado en el frío exilio de un colchón de tercera o cuarta mano, que escupía resortes por todos lados, escuchando el rugir de los obligados fuegos artificiales que demarcan cada 16 de septiembre. Otro momento: el descubrimiento de que el departamento de Playas, donde vivía, tenía vista al mar; esto gracias a un extraño día soleado entre tantas semanas pletóricas de neblina. Uno más: las interminables y sabrosísimas noches que transcurrían en La Ballena, La Estrella o El Dandy del Sur, lugares donde el aire se tornaba duro, y la realidad dejaba de ser imaginaria.
Ahora que ha transcurrido casi una década de que saliera un día domingo de Guadalajara, con la mira de llegar al norte, comprendo que experimentar Tijuana, que vivirla, al menos del modo en el que yo lo hice, exigía una triple apertura. Por una parte, quizá situada en el centro de mi estar allá, se ubica la férrea disciplina y las demandas del mundo académico. Estudiar una maestría en el Colef realmente requería una entrega y un compromiso totales. Puedo decir, con orgullo, que en sus aulas —y también, de manera significativa, en los pasillos— conocí y conversé con la gente más lúcida e interesante con la que me haya topado nunca. Sus huellas están aquí por todas partes, indelebles, en esto que soy ahora. Y todo lo apr(h)endido ha mostrado ser eficaz en otros contextos, más allá del ámbito académico. Suena a cliché, pero haber vivido en Tijuana es lo que podría denominarse como a near life experience. Hay una anécdota de esas que se cuentan como si le hubieran ocurrido a uno, que resume a la perfección la vida [muchas veces monacal] en el Colef: luego de varios días y noches de observar las actividades de un grupo de jóvenes, uno de los guardias de la institución pidió audiencia con el director. Ello con el objeto de hacerle saber a éste que tales sujetos eran unos desobligados y que debería pensar en despedirlos. ¿Por qué? Porque no trabajaban ni hacían nada. Permanecían en las instalaciones hasta altas horas de la madrugada, improductivos, y a lo único que se dedicaban era a estar ¡leyendo y escribiendo día y noche! Eran estudiantes.
Por otro lado, más hacia la periferia de mi estar allá, emergía la necesidad de sorber la médula de Tijuana, ciudad rizoma, fragmentada, viva. Aquí lo que me viene a la memoria son los detalles ínfimos, como mi primer y pequeñísimo departamento, sin un solo mueble, ni gas ni energía eléctrica, en el que al principio nos apretujábamos seis estudiantes. Además, recuerdo con añoranza las septentrionales e intensas discusiones hasta altas horas de la madrugada, aderezadas con vino tinto y Carlos Gardel. Éstas, casi siempre giraban alrededor de los temas menos trascendentes [y por ello importantísimos] que puedan imaginarse: desde la ineficacia conspicua de la Selección Mexicana de Futbol, las múltiples lecturas de The Simpsons o Friends, hasta las ingenuidades garrafales cometidas por Habermas en su Teoría de la Acción Comunicativa. Así era mi habitar Tijuana, mi estar en el Colef. Por último, en el fondo o detrás, casi como una presencia ominosa, estaba la sensación de no estar del todo ahí, la escisión entre dos mundos, la urgencia de un eterno pero impreciso retorno. Insisto, escribo desde aquí, ahora, acerca de ese pasado que persiste, que aún está presente. Epítome de la nostalgia, juego de espejos, Tijuana ya no es para mí una ciudad. Es más bien una metáfora; una paradójica forma de ser, un estado mental, el puerto al que siempre es posible llegar. No me cabe duda: yo viví el Colef apenas un lustro, pero el Colef, al igual que Tijuana, me habitará para siempre.

miércoles, julio 11, 2007

P. N.

Por favor, no me dejes ser salvo. Permíteme reconocer que la búsqueda de redención no es más que un enmascaramiento, la estupidez más grande. Ayúdame a comprender que intentar librarse de algo, de cualquier atavío, no hace sino enfatizar la dependencia; que contribuye a profundizar el vasallaje. Indícame, en consecuencia, que habría que regodearse por completo en ti. Sumérgeme en el núcleo más perverso de todas tus doctrinas. Asfíxiame con tu falsa pretensión de libertad, hasta el punto sublime de la esclavitud y la sumisión absolutas. Sé que sólo así te haré feliz. Sitúame a tu izquierda, a tus pies. Aniquila todas mis ideas, deshazte de ellas para siempre. No me sirven. Prefiero que pienses por mí. Yo no importo. Lo dejo todo en tus manos. Beberé y comeré como un caníbal cualquier cosa que me pidas hasta el final de mis días, perpetuando así un pacto inútil con la nada. Ignoraré el muro de silencio y pretenderé que estás ahí, escuchándolo todo; sabiéndolo todo, perdonándolo todo.

Ajá.

jueves, julio 05, 2007

Mucho cuidado

A veces, las cosas ocurren precisamente como uno lo desea.