jueves, marzo 30, 2006

Imágenes de septiembre

A ti, por todo

Hacía frío, como casi siempre en aquella playa. La arena cubría la base de tu copa —llena a medias— con un inmejorable tinto. En el fondo, el violento sonido del mar nos acompañaba, con una especie de nostalgia o de evocación innombrable. Tú preguntabas por qué la fina línea blanquiazul en la cresta de las olas. Yo con mis desplantes intelectualoides, queriendo explicarlo todo, decía que el fósforo, la espuma, las algas, etc. Mientras tú con los pies desnudos, enterrados, juguetones, me hacías saber, sin quererlo, que el verdadero conocimiento estaba en otro lado, y no donde yo pretendía buscarlo, que la vida, la verdadera vida no estaba en los libros, sino en la oscuridad que desdibujaba al horizonte, en nuestro estar ahí, sentados, escuchándonos decir nada, en la pegajosa arena que me molestaba tanto, en la coincidencia del gusto por el delicioso sabor a barrica del nebbiolo, o en los dibujitos que trazabas sobre la arena. Mis manos que se acercaban peligrosas a ti, con el pretexto del leve golpecito que te habías dado en el tobillo. Ya comenzábamos a amarnos, aunque ninguno de los dos lo admitiera, aunque era evidente por todas partes: en las dos botellas frente a nosotros, una con vino, la otra con una vela blanca, encendida, que nos iluminaba a ratos; en la cera derramada que había ido formando unas figurillas increíblemente humanoides; en tu decisión de conservar tales figuras como una especie de recordatorio de lo que pudo haber sido aquella noche; en la tanta gente que paseaba por la playa a pesar de tan altas horas. Yo aprovechaba, desde luego, los ocasionales silencios, para memorizar tu rostro iluminado por la frágil luz, para intuir, casi, las dos llamitas reflejadas en tus enormes ojos, para sospecharme detrás de aquello que aún no sé definir, pero que sé de cierto que está ahí, y que sigue siendo un misterio que me atrapa, un núcleo en el que en ti soy yo y que me hace estar completo a pesar de tanta incompletud. Luego, el frío nos replegaba de a poquito, hasta la inaplazable vuelta a casa, a seguir conversando, a imaginarte dormida, a desearte desnuda, a verte emocionada por mi música, la verdaderamente hecha por mí. Y a reírme contigo por la risa que te provocaban mis estúpidos peomas. Esa gigantesca risa que llenaba mi habitación y la madrugada, y me hacía añorarte aún cuando todavía estabas ahí. Hasta que nos venció el sueño, o el cansancio, o el frío, o lo que sea, y fingimos dormir un rato, así, cerquita, yo mirándote y tu sonriendo, acurrucada, tan pequeñita y tan grande a la vez, tan necesaria, tan indispensable, tan…

viernes, marzo 24, 2006

Escalera

Es una escalera. De cantera. Como otras muchas. Pero ésta es diferente. Es única. No estoy seguro si sube o baja. La miro interrogante, y parece que me regresa la mirada. Calla. ¿Calla? Tonterías. Crece y se bifurca. O se hace estrecha y se cierra sobre sí misma. No lo sé. La veo y entiendo que es cierto: una escalera es la marca conspicua de la paradoja, un camino puesto en suspenso, roto por un instante, la simultánea continuación y el final abrupto de una ruta. Una escalera es todo eso al mismo tiempo. Y es más que eso. Y por ello mismo es mucho menos. Escalera = paradoja. A ésta, el sol se le resbala por el lomo [pero ¿y si es la panza? ¿Y si está tirada de espaldas?]. Despacito. Puedes darte cuenta de ello en las sombras que proyecta. Precisas. Casi solemnes. Digo sol pero en realidad solo lo hago para nombrar de otra manera al tiempo. Sí, es el tiempo el que se le pasea entre los pliegues a esta escalera. A mi escalera. Y entonces ella se transforma en algo más. Cambia. Sus grietas y escollos permanecen. Sin embargo es diferente cada vez que la observo. Hay algo en ella que es más que ella misma. Es ese residuo fascinante y horrendo lo que la hace diferente. No es una escalera. Es la escalera. Ahora late con la quietud irreverente de un gato. Sabe que la escribo. Sus trazos regulares me lo indican. También la bella tranquilidad con la que permanecen todas las cosas muertas. Con ese estar ahí despliega su inmovilidad de una manera terrible, casi innombrable. Invita a atravesarla, como el eco de un viejo ritual, una iniciación. Como si al otro lado hubiera algo más que el horizonte. Quiero subirbajarla. Panrrecorrerla de un lado a otro. Pero es tan difícil. Hay que levantarse de esta silla, caminar un paso, otro. Otro. Averiguar si uno se va o regresa una vez que la ha caminado. Dejarla detrás sólo para volverla a andar. Indagar si ella es la causa o el efecto del desplazamiento, de este infame quebrarse en ángulos rectos que le otorga a todo paisaje. No hay una llave certera que permita abrir los misterios de la escalera. Ante tanta majestuosidad, sólo es pertinente callar.


lunes, marzo 20, 2006

Un mundo maravilloso o la ideología hoy.

Sí. Ya fui a ver Un Mundo Maravilloso, dirigida por Luis Estrada. Desde luego, más que otra cosa, me guió el morbo. Preferí no leer ninguna crítica o reseña acerca del filme, porque no confío en las frecuentes sandeces de los encargados locales de realizar esa tarea. Además, quería entrar a la sala cinematográfica “sin prejuicios” [as if it is possible]. Esperaba una denuncia y así fue. Las atrocidades del sistema político mexicano quedan expuestas de manera clara, concisa, en el citado filme. La inconmensurable brecha entre la esfera política y la ciudadanía es puesta de relieve con un tino certero por Estrada. Las actuaciones de casi todo el elenco son poco menos que impecables. En última instancia, resulta indignante reconocerse en más de uno de los personajes. Tanto, que casi la totalidad de quienes estábamos distribuidos en las butacas soltamos una carcajada de vez en cuando. Tristísimo. ¿Por qué? Parafraseando a Clinton, no queda más que decir que: “It’s the Ideology, stupid!”.

¿Acaso no se ha convertido en un lugar común afirmar que en estos tiempos postmodernos la ideología es un término rancio y vacío? Tras el derrumbe del socialismo realmente existente, sugerir que cualquier grupo dominante tienen una estrategia que pretende privilegiar una forma de ver el mundo [weltanschauung] resulta una postura obsoleta y fuera de lugar. Un gran sector de la esfera académica actual [antes izquierdoso y radicaloide] desdeña en su jerga cualquier argumento que tenga que ver con la imposición de hegemonías intelectuales qua instrumentos de reproducción social. Los aparatos ideológicos del Estado ya no son tales. Ahora son instancias burocráticas eficientes. Si la ideología era la falsa conciencia, la (in)acción social se ejemplificaba con el precepto piadoso de: “Porque no saben lo que hacen”. La clase social subsumida tenía que ser “iluminada” (i. e. transitar de la conciencia en sí hacia la conciencia para sí) para, tras un proceso revolucionario, liberarse de la prisión ideológica, hacer estallar toda relación de dominación y convertirse en dueños de su propio destino. Convertirse en los hacedores de su propia historia. Pareciera, en última instancia, que cualquier movimiento revolucionario está, en nuestros días, muy lejano (no te ilusiones con lo que está pasando en París, mi estimado). Si es así, resulta incuestionable que la ideología ha muerto.

¿Que viva, en consecuencia, la ideología?

Sin duda.

La película manufacturada por Estrada funciona precisamente en esta dimensión. Es probable que de haberse transmitido hace unos cuarenta o cincuenta años, dicho filme habría terminado en la desaparición o el exilio de todos los involucrados en él. Los mecanismos del poder hubiesen actuado para castigar al culpable y para hacerle saber al pópulo que aquello no estaba bien. La imposición de un modo de pensar, estaba más que claro. Pero hoy, que vivimos en un régimen de apertura democrática, la libertad de expresión permite que tengamos acceso a ese tipo de información. ¿Cuáles son las consecuencias que tendrán Estrada y los demás participantes de Un mundo maravilloso? Más allá del probable beneficio económico que ello les traiga, prácticamente no tendrán ninguna en términos políticos. Cada quien es libre de decir y hacer lo que quiera. Nadie impone sus ideas. Pudiera decirse, casi sin sentir comezón, que la ideología ha muerto. Pero filmes como el de Estrada prueban lo contrario. Si antes el precepto que definía la ideología consistía en el “Porque no saben lo que hacen”, hoy, como dijera el good old Zizek, radica precisamente en el “Porque lo saben, y aún así lo hacen”. ¿Qué quiero decir con esto? Que la dimensión verdaderamente aterradora del funcionamiento de la ideología consiste en la ilusión de una libertad democrática. ¿Acaso el gesto más autoritario del régimen no consiste en permitir que pasen películas como esa? Recordemos que aún incluso la acción más subversiva tiende a legitimar un orden establecido. El papel que juega Un mundo maravilloso es estrictamente homólogo al que desempeñan los pseudocumentales de Michael Moore. Si no, ¿cómo explicar que al salir de las salas cinematográficas, después de observar detenidamente un filme como el de Estrada, no nos levantemos en armas? ¿Cómo es posible que digamos con una sonrisa irónica dibujada en el rostro que el gobierno apesta? ¿En dónde queda nuestra indignación cuando le pagamos al viene-viene que medio nos lavó el auto mientras nosotros nos tomábamos un frapuccino venti con crema batida en el Starbucks? La respuesta a estas interrogantes es clara: es la ideología, estúpido. Con más precisión: es la más aterradora forma de ideología: porque lo sé y aún así lo hago. Alguien debería prohibir películas como Un mundo maravilloso. No representan sino la cara más autoritaria del régimen y, para colmo, contribuyen a legitimarlo disfrazándose de denuncia. Qué asco.

viernes, marzo 17, 2006

Padre mío:

Feliz cumpleaños...

martes, marzo 07, 2006

Mi(s) disco(s)/libro(s).

De un tiempo para acá he venido leyendo en varios blogs el despliegue de las preferencias musicales/literarias de sus autores. Al principio ello me parecía una demostración casi exhibicionista del gusto personal; una manera de mostrarle al mundo[1] el grado de cooltoora al que se tiene acceso. Como si recetarse a los autores más freaks, oscuros y pseudoexperimentales [as if such a thing exist], o como si escuchar la música más rara y en vinilo significara algo más que leer autores freaks y escuchar acetatos medio rayados y con un sonido tremendamente deficiente. La presuntuosa inclinación a recomendar la escucha de esta música y no de aquella/leer este libro y no aquél, me llegaba a resultar, a veces, hasta ofensiva. “Mi gusto es, y quién me lo quitará”, reza acertadamente una canción populachera. “¿Qué si a mí me gusta Pig Destroyer en la misma medida en que me gustan Rosana y Jewel?”, pensaba. “¿Qué si considero que Fear Factory es la música del futuro y que aquello que hacen los aprietabotones es todo menos música electrónica?” “¿Por qué para ser cool tengo que dejar de pensar que Bunbury es un burdo intento de Morrison y que Moderatto es la única y real banda de rock mexicano que ha habido en la historia del país? ¿Acaso Caifanes no es más que una pálida sombra de [otros pseudo músicos como] The Cure? ¿Por qué me tiene qué gustar más Paul Auster que Chuck Palahniuk? ¿O Neruda más que Luis Chaves?”, creía.

Y lo sigo creyendo.

Eso no ha cambiado. Sigo pensando que la tendencia postmoderna a la tolerancia [casi siempre de dientes para fuera] es una ficción inútil. Ya es tiempo de adoptar una postura, aún incluso si ésta es la indiferencia. En este sentido, más bien me di cuenta que el hecho de mostrar los gustos personales tiene otra dimensión, que va más allá del mero exhibicionismo. En realidad, más que un monólogo frente al lector, se establece una especie de diálogo a una sola voz, en el que el interlocutor es uno mismo. En la determinación del gusto confluye una serie casi innumerable de factores. Cierta canción de un grupo específico puede detonar los resortes más ocultos de la memoria. Es probable que una lectura transporte a un contexto diferente del que se habita, alejado en el tiempo y el espacio. Así que la tarea de elevar un disco a la posición jerárquica más alta de nuestros afectos es extremadamente agotadora. Elegir un libro es igual de aplastante. Redactar un decálogo con los gustos propios es una salida fácil. Lo increíblemente difícil es reducir la lista a una sola entrada. De manera que evidenciar las preferencias personales también implicaría una toma de postura frente al mundo: al hacer explícito que a mí me gusta esto y no aquello también estoy inscribiendo mi subjetividad en el orden simbólico, estoy domesticando en cierto modo la realidad. Y al mismo tiempo, más que un vulgar despliegue del gusto personal, se pone en suspenso el mismo logos del universo: en la medida en que se reflexiona acerca del propio ser/gusto se atraviesa un puente, se convierte uno en una especie de sujeto escindido que se contempla a sí mismo mirándose desde el otro lado. En última instancia, se convierte uno en su testigo.

Ahora creo que se puede estar en contra, a favor, o simplemente puede a Uno valerle madre lo que al Otro le guste. Lo importante radica en ser capaz de (re)construir la posición desde la cual es posible conversar con uno mismo, determinar cuál es el mejor texto/el mejor LP y atreverse a exponerlo [exponerse es someterse al juicio crítico del otro, y el que se lleva se aguanta]. Recomendar la lectura/la escucha de algo no me interesa demasiado [aunque lo he hecho muchísimas veces]. Sobre todo porque no soy nada, no quiero ser nada. Es como la discusión aparentemente superflua en la que se enfrascó I. Calvino al interrogarse por qué leer a los clásicos. Por supuesto, la salida que le otorgó este autor a dicho debate fue brillante: porque es mejor leerlos que no hacerlo. Sucede lo mismo con la dificilísima pregunta que alude a cuál es mi libro/disco preferido: determinar una respuesta puede ser inútil y vano, sin embargo, es mejor saberlo que no saberlo.

PD.

But of course: Undertow de Tool y Rayuela de Cortázar. No salgo sin ellos. De ahí pabajo la lista es interminable.



[1] Por mundo entiéndase a los tres o cuatro gatos que nos leemos entre sí.