lunes, febrero 20, 2006

Carnes frías

Nel, era carnicero, el güey. Él se creía ganadero, pero ni madres. Chambeaba en una carnicería. No más. Por una puta vaca que vendió en su vida ya se creía el rey de las reses. Andaba con su pinche mandilito sangrado todo el día. Por eso tardaron en darse cuenta. Méndigo panzón. Los domingos le caía a la plazoleta. Esperaba a la Adriana, su morra, a un ladito del quiosco. Todo emperifollado, con su tejana chafa y su cinto piteado. Chale, la tejana tenía una plumita verde, no mames.

[Perdón, no me quería reír.

Y las botas. Las botas estaban re-curadas, con una cabeza de víbora en la punta.

[Deveritas perdón. Me gana la risa.

Ridículo como el sólo. Feo, el cabrón. Y le valía, al güey, siempre de volado con las gatitas del barrio. No tenía pa tragar, pero eso sí, el sonidazo en la camionetilla no le paraba. Sí, pos pura banda. Ni sé… un cabrón que canta re feo, pero que les gusta un chingo a las viejas. Sabe.

Simón, el güey cantoneaba cerca de mi chante. En la casa de la esquina, la de dos pisos. Esa mera, la blanquita con tirol. Dicen que sus carnalas se encueran en un taibol y que a su jefe lo metieron al bote. Quién sabe, la neta. Ahí sí que yo no me meto. Lo que es cierto es que estaban súper buenas, las cabronas. Y el jefe se veía medio mafioso. Pero pos hasta ahí.

La neta no sé. Yo creo que el güey estaba encabronado porque su carnalillo vio una foto de su vieja una vez que fue a mi casa. Ey. Es que cotorreaba con mi carnalito. Entonces yo todavía ni me fajaba a la güera, ni nada. Éramos compas y ya. Le puse un repegoncito de vez en cuando, en la secun, y hasta ahí. Igual que a las otras morras. Después, ya de grandes, nomás platicábamos. Ah, pero al vatillo cómo le encantaba hacerla de pedo. Un día ya se andaba partiendo la madre por querer echarme la camioneta encima. Me vio y le aceleró bien machín. Yo lo que hice fue subirme a la banqueta y el pendejo por poco se embarra en la pared. El Garbanzo iba conmigo, y casi se caga del susto. Pos es que está bien chaparro, y ha de haber visto la méndiga troca bien cabronzota. Nel, él no tiene nada qué ver.

Varias veces estuvimos a punto de trenzarnos, yo y el matapuercos. Lo mas cabrón fue un día que el pendejo ése andaba pedo. Pero su morra lo calmó y se lo llevó quién sabe pa donde. Total que nunca nos agarramos a putazos. Poco faltó, eso sí. ¿Motivos? Pos ese que le digo: una pinche foto. Y ni siquiera estaba encuerada, la güera.

A final de cuentas, la neta, fue el matapuercos el que tuvo la culpa por andar pensando sus chingaderas. Yo ni en el mundo la hacía, a la Adriana. Es más, yo tenía mi vieja. Pero el güey se manchaba y se manchaba: que por qué tiene fotos tuyas el cabrón; que mira donde me de cuenta que sí andas con ése; pinche puta arrastrada, y linduras así, le decía. Se me hace que un día hasta le pegó. Y pos a huevo, la morra me buscaba para contarme, porque estaba preocupada por mí. Lloraba como una magdalena, la condenada. Y en una de esas, pos, toma. Se le hizo.

Y oh sopresa.

Le ponía re-sabroso, la canija. O sea, el pinche matapuercos sí tenía de que preocuparse, la neta. Ya después, hasta me daba lástima. Me lo imaginaba esperándola. Hasta noble me parecía, el güey. Ahí, sentadillo en los cajetes, con su barrigota y su carita de pendejo. Y mientras la morra ocupada acá, en lo suyo. "Usté no hable con la boca llena, mija".

[Otra vez, perdón por la risa. Se me sale.

El caso es que ya entrada, la morra se ponía bien vulgarzota. Le gustaba de todo. Simón, es que me enteré que la Adriana nomás tenía la carita de santa, porque de lo demás, era bien golfilla. Pinche güera. No nomás le ponía conmigo. Andaba con un narquillo de medio pelo. A huevo. Camionetudo y con sombrero. Es que le gustaban vaquerones a la vieja. Y también con un morrito bien mocoso, fresilla. Sí, de allá arriba, de las colonias chidas. Ah, y el Negro, el minibusero, también se la dejaba caer. No si le digo. Navegaba con bandera de pendeja, pero ni al caso. Se las sabías de todas, todas. Sí, perdón.

[Chingada madre. Primero me da risa y luego me dan ganas de chillar.

No sé cómo me fue a embarcar en sus pedos, la Adriana. Ella ya lo tenía planeado todo. Me cae que sí. Hasta achacarle el bebé al mocoso fresilla ése. Quién sabe a dónde se hayan largado. Han de estar en Los. Y es que como decía mi abuelo: jalan más los pelos de una morra que los bueyes de una yunta, me cae. A mí, cuando la güera me lo insinuó, se me hizo fácil. Es que me traía bien enculado. Chale, pos si al final yo fui el que le dijo que lo hiciéramos. Méndiga güera. Ni siquiera le costó trabajo convencerme.

[No, si no estoy llorando. Es sudor.

Total, el méndigo carnicero me caía en la punta de los ésos. Estaba papa, el asunto. Y ya entrados en gastos, hasta me lo quitaba de encima. Y me quedaba con su vieja, jeje. La onda era nomás sacarle un sustillo. Nomás. Que se le quitara lo ojete y punto. Que dejara en paz a la morra. Quién chingados iba a saber que estaba malo del cucharón. Le reventó al cabrón. Puta, no le paraba de brotar sangre del hocico al hijo de su chingada madre. Y yo con el cuchillo ahí, sin saber qué hacer. Ni lo piqué ni nada. Del puritito susto se chingó. Temblaba retefeo. Sí, medio me apendejé. Lo limpié lo mejor que pude. El aserrín tirado en el piso disimulaba las manchotas de mole. Total, en una carnicería, la moronga sobra por todas partes. Ya que quedó más o menos decente lo jalé pa la esquinita. Sí, a su silla. Pos nomás lo senté medio acomodado, junto al refrigerador, donde se echaba la coyotita diaria, después de freir el chicharrón y me fui al carajo. A mi casa, pues. Cuando su patrón llegó al otro día, creyó que el matapuercos andaba pedo, como de costumbre. Lo dejó dormir la mona un rato. Hasta que se dio cuenta que el chicharrón no estaba preparado, y lo quiso despertar pa que se pusiera a chingarle. La comadre de mi jefa se dio color. Andaba desde tempra comprando su kilito de cocido pal caldo de res. Dicen que la doñita se fletó toda la acción, cuando el dueño le grito al méndigo peón: “Ora pinche panzón, ahí está la pastura. Ponte bello”. Y no respondía y no respondía. Dicen que cuando lo tocaron estaba re frío. Y bien tieso. Fue un pedo pa sacarlo de la carnicería. Se armó un escandalazo del demonio. Ambulancias, el SEMEFO y todo el desmadre. Y pues aquí me tiene. Sí, ya sé.

Pinches viejas, me cae.

martes, febrero 14, 2006

Esto sí es un ensayo.

Y es por todo ello que Marx estaba tan fascinado con el dinero qua mercancía.

martes, febrero 07, 2006

Piti

Tuvimos que deshacernos de ella cuando le salió el tercer cuerno. Nos dolió mucho, porque ya era como parte de la familia. Le llamábamos Piti. Todos estábamos acostumbrados a saludarla al levantarnos de la cama, a sacarla a pasear de vez en cuando, a acariciarla antes de la comida, a disfrutar de su compañía. Pero luego del cuerno, haberla tenido un día más era demasiado. Pensamos en liberarla en su hábitat natural, pero sabíamos que siempre regresaría a casa, odiándonos. Era demasiado peligroso; más aún que haberla conservado. Al final, fue como cortarse un brazo o algo así (aunque de cualquier manera, si no la hubiésemos sacrificado, seguro que ella nos lo habría arrancado de un tajo). Nos lo advirtieron cuando la adoptamos: “de pequeñas es imposible identificarlas”; “todas son igualitas, preciosas, pero muy peligrosas”; “muchas veces la gente sólo se da cuenta cuando ya es demasiado tarde”, etc. Como saben, es necesario firmar un acuerdo en el que se libera de toda responsabilidad a la agencia de adopción. Pero el riesgo vale la pena. Verlas retozar al sol, escucharlas cantar, dejarlas enredarse en el cuello de los bebés, mirarlas concentradas tratando de descifrar un acertijo o apreciando las puestas de sol (a la nuestra le fascinaba esto último, sobre todo cuando le acercábamos un cuenco de grasa tibia para que lo lamiera); son un espectáculo hermoso. Si hemos de ser sinceros, debemos decir que la nuestra creció lento, por lo cual estábamos llenos de esperanza [digo la nuestra para referirme a ella y empiezo a sospechar que, más bien, nosotros éramos los que le pertenecíamos]. No fue sino hasta su primer lustro que le brotó la familiar protuberancia roja cerca de la parte más septentrional de su anatomía. Si se la acariciabas enrollaba un poco sus deditos traseros, y producía un siseo que era casi como música. Una década después le salió la siguiente protuberancia. Como es normal, ambas comenzaron a crecerle, cada vez más rojas y brillantes, hasta convertirse en unos hermosos cuernos. Pasaron cerca de siete años más, y todo parecía ir a la perfección. Como sucede con las de su especie, se le fueron cayendo las patitas poco a poco. Teníamos mucha fe en que no fuera como la anterior, que le había costado la vida al tío Adrián. Estábamos tan contentos con ella. Como sabíamos que el tiempo en que le saldría el tercer cuerno (o se le caerían los dos anteriores y se convertiría en algo aún más bello) estaba por llegar, la revisábamos a diario. Cualquier indicio o variación que notáramos se ponía por escrito en la detallada bitácora que controlaba papá. Teníamos turnos para vigilarla día y noche. La verdad es que estábamos muy preocupados. Hasta ayer, en que apareció el desafortunado punto rojo, muy cerca de su fulgorosa cornamenta. Casi al instante ella se volvió violenta, rabiosa. Había odio en sus ojos. Se agitaba horrible. Le tiró un terrible zarpazo a Juanita, quien estaba de guardia junto a ella y se había quedado dormida. Tuvo suerte. Aunque creo que la cicatriz en su rostro le va a durar toda la vida. Entonces papá, con lágrimas en los ojos, acercándose lo menos posible, la desenchufó de la corriente eléctrica. Mamá y las nenas lloraban mientras atendían a Juanita. Yo apenas podía respirar. Los mayores guardaban un pesado silencio, mientras hacían los preparativos para ir a reponerla al día siguiente. No había más qué hacer. Nadie durmió en casa aquella noche. Nadie más comentó el asunto. Todos estábamos tan tristes. Pero sobre todo, teníamos tanto miedo...

miércoles, febrero 01, 2006

Feliz (no) cumpleaños

Primero lo inimaginable: el gato. Por supuesto, lo bauticé como Hegel, porque ¿qué otro nombre se le puede poner a un gato inimaginable y nacido sin cola, sino Hegel? Tal vez Teodoro Adorno, pero… nah. Luego ¿qué otra cosa después de recibir como regalo un minino sino ir al estadio a ver jugar a las chivas con el lo coloco? (por qué el equipo que se dice más mexicano se uniforma con la bandera de Estados Unidos). Tras las lógicas cervezas futboleras y el abultado y birriero marcador de 5 a 3 —gol del Bofo incluido—, se imponían obligatoriamente unos taquitacos allá en tabachines (hasta escribirlo es sabroso), con sus respectivas cocas (salvo el Chiva, que prefirió horchata). Porque hay que recordar siempre: un taquitaco sin coca no es taquitaco. Birria, lengua y pastor. Gracias. La infaltable discusión acerca de que la publicidad de la coca cola metaforiza el modo en que la realidad se construye alrededor de un vacío (ve los anuncios: tú sabes que ahí hay una coca, sin embargo, también sabes que ahí no hay una coca). Finalmente —por qué no— rechazar insistentemente una altamente midnight venta por teléfono [¿será que los adverbios son intencionales? Si es así, por qué]. Y ya rumbo a casa, Laclau emocionada me dio una lección intensiva de alta cocina (espero que no nos corra pronto al Hegel y a mí… es que odia los gatos). Y justo en el delicioso momento en que aún no se está dormido por completo, pero tampoco se está despierto, entendí, por fin, que un cumpleaños no significa un año más de vida, sino uno menos.
_____Vaya que me divertí en serio. Lo que todavía no me queda claro es exactamente cuánto.