martes, junio 29, 2004

Sobre la Marcha

Sin precedentes, me parece, la «Marcha del Silencio» realizada el domingo pasado: más de medio millón de personas, en distintas ciudades del país, salieron a manifestarse contra el gravísimo problema de la inseguridad que tiene de rehén a nuestro país [por el momento no quiero decir nada acerca de lo que indica, en términos de cultura política, un contingente de 250 mil en el DF, y 10 mil en Tijuana, comparado con los poco más de seiscientos tapatíos y tapatías que desfilaron por céntricas calles de nuestra bella y húmeda ciudad]. Creo que sólo la selección mexicana pasando a semifinales en un mundial tendría un carácter tan universal y vinculante. En este sentido, se pone de relieve la incuestionable legitimidad de los motivos que dieron origen a una movilización de tal magnitud. Sin embargo, considero necesario hacer un par de matices con respecto a la polarización de opiniones que ello ha ocasionado.


En primer lugar, resulta difícil creer la teoría de la «mano negra». Aclaro que me considero una persona más de izquierdas, y mis simpatías electorales tienden hacia ese lado. Sin embargo, la lectura descalificadora que hace López Obrador con respecto a la marcha refleja la paranoia y la cerrazón propias de una izquierda anquilosada incapaz de modificar sus esquemas y discursos. Quizá sea cierto que el contingente que desfiló el domingo no sea el más plural ni el más diverso o representativo de la población mexicana. Pero ello no le resta legitimidad ni a la movilización en sí, ni a las motivaciones que la sustentan. ¿Acaso porque el contingente estaba compuesto más por profesionistas y gente de clase media y menos por campesinos con machete y obreros con overol, una marcha se torna en un evento «manipulado y amarillista»? No lo creo. Considero casi imposible que la «mara salva yunque» —Monsiváis dixit— tenga un poder de convocatoria así de fuerte. "Sigo pensando que hubo mano negra o mano blanca, no lo sé" —insiste en afirmar AMLO—. En fin, la imagen de un Maquiavelo de ultraderecha aconsejando a la sociedad civil mexicana resulta un tanto ingenua hasta para un neófito como yo, que de política sabe lo mismo que de esloveno.


En segundo lugar está el otro extremo: el de quienes plantean que la Marcha del Silencio representa un avance democrático para nuestro país. Eso es una de las peores sandeces que he escuchado en los últimos días (y vaya que he escuchado muchas). Una movilización social de una magnitud como la que tuvimos oportunidad de presenciar este domingo representa precisamente lo contrario: una situación crítica de la relación entre gobierno y gobernados. Un avance democrático sería la creación de espacios de deliberación en los que las voces demandantes del ciudadano X o promedio fueran escuchadas. Un avance democrático radicaría en que se abrieran los canales de participación ciudadana en ejercicios que trasciendan a la mera coyuntura electoral—electorera. Un avance democrático sería el análisis concienzudo de las reformas integrales necesarias para el país. Un avance democrático estaría reflejado en un sistema parlamentario que de verdad se ponga a trabajar. Un avance democrático implicaría una mejor y más eficiente institucionalidad (menos burocracia y más gobierno). En fin, no seamos ingenuos: que no nos vendan la baratísima idea de que la marcha es un avance democrático porque representa más bien lo contrario. La Marcha constituye un Ya Basta enérgico de parte de un sector de la ciudadanía, y nada más. Que los gobernantes le den gracias a Aristóteles, a Platón, o a dios de que la marcha no tuvo expresiones violentas, que si no.


Finalmente, hay que interrogarse sobre lo que va a suceder el día después de la marcha. Hay que recordar que la gran apuesta de la política es a la memoria cortoplacista de la sociedad. Al fin y al cabo, terminando el sexenio todo se olvida. Desde nuestro querido presidente y hacia abajo en la autocracia gubernamental, todos (salvo AMLO y unos cuantos) han adoptado una actitud muy similar a la de Mafalda cuando hacía sus típicos llamamientos al desarme y a la paz mundial: igualito que la UN y el Papa, ella quedaba bien. Quiero decir con ello que desde la política se ve bien la congratulación con respecto a la participación, como lo hizo Vicente Fox, quien afirmó que "es urgente acabar con la inseguridad y que las leyes castiguen efectivamente a los delincuentes". Ja. ¿De verdad? Parafraseando a uno de mis idolitos (S. Zizek), creo, en última instancia, que la sociedad civil no debe ceder: más bien, debe preservar las huellas de todos los «traumas, sueños y catástrofes históricas» de los cuales el pensamiento dominante del «fin de la historia» quisiera deshacerse. Así, más que encerrarse en un «enamoramiento nostálgico del pasado», podríamos decir que la democracia constituye una vía posible para tomar distancia sobre el presente, una distancia que nos permita comprender los «signos de lo Nuevo» —Zizek dixit—. La potencia de la idea de una democracia deliberativa radica en que abren un espacio para la auto–reflexión y la crítica sistemática y fundamentada. Ello, creemos, incidiría en el urgente re–planteamiento de la relación entre Estado y Sociedad. Sociedad así, con mayúscula.


domingo, junio 27, 2004

Máxima Tapatía...

Seguro se la escuché a Casiopea, a Sísifo o a Goyas, pero me la apropio con premeditación, alevosía y ventaja

"A todo «¿edá?» corresponde su «'ey»...

miércoles, junio 23, 2004

No estaba muerto...

Tampoco andaba de parranda. De vacaciones menos. No había «posteado» (qué lenguaje, qué impudor) porque me llegó de lleno el final de semestre, y se me atoraron unos ensayos (los cuales, por cierto, todavía no logro desatorar). A lo que me he dedicado estos días, pero sobre todo estas noches, es a tratar de estructurar un anteproyecto de tesis. Dicho proyecto se titula "Y sin embargo se mueve. Jóvenes y cultura política en Guadalajara". Si alguien está interesado, el archivo zip esta en

http://rencoria.topcities.com/APDT.zip

Hay que cortar y pegar la dirección anterior en la casilla correspondiente. Luego del consabido enter, el archivito comienza a bajarse.

PD1
Pronto salgo de vacaciones, así es que no tendré otra cosa qué hacer mas que escribir, ja.

PD2
Un comentario (el único) hecho al texto "Payasadas" dice:

"Solo tengo algo que decir: La Yume Num Tox Muk Il In Tial...".

Yo tambien digo lo mismo: La Yume nun t'ox muk il in tial. Gracias por el mantra-comentario, aunque si he de ser sincero, pues me dejó patinando. ¿fuiste tu, querido hermano, o hay algún zuyua perdido por estos blogs?

Rencoria

miércoles, junio 16, 2004

Payasadas


Este relato fue inspirado tanto por la segunda parte de un librito titulado Los animales que imaginamos, de Luis Chaves, como por los cuadros ochenteramente kistch de payasos tristes que se encuentra uno casi en todos los tianguis...

Este es el final del último acto. En el ambiente todavía reverbera el eco de los pocos aplausos y los muchos lugares vacíos, mientras aquel payaso, desde un rincón situado en el fondo, observa cómo el circo se desangra lentamente por la herida del hocico sur. Fila a fila salen los padres que toman de la mano a sus hijos y a sus esposas, regresando con paso cansino a aquella realidad nocturna de calles polvorientas, de lámparas inservibles y de calor húmedo y pegajoso que hacen aún más evidente lo obvio: al igual que nuestro circo, este pueblo está herido de muerte. Este nuestro enorme animal de rayas azules y blancas se llena poco a poco de vacío, las luces se apagan y entra en escena un interminable silencio. En el corral del fondo apenas y se mueven un león casi moribundo y una cebra a la que la sarna le ha borrado el orgullo, ambos humillados al grado de compartir la misma jaula. Tras haber sido testigo del total vaciamiento de la platea, metáfora inútil de su propia soledad, el viejo payaso se larga hacia los camerinos. El circo muere: la mujer barbuda se está quedando calva, y al enano le ha dado por crecer. La esclerosis ha hecho presa de los trapecistas, y no queda ya nada que pueda hacerse. Todo huele a rancio, a animales apretujados y a serrín y orines.
Frente a un espejo enmarcado por varias bombillas, de las cuales ya sólo funcionan dos, el payaso se despoja de su nariz ruidosamente roja. Al tiempo que se despinta las antiguas alegrías, en el espejo aparece un rostro demacrado que apenas le es familiar. «Hoy es el último acto», piensa, «el circo se muere». Pasa su mano enguantada por el reflejo, casi como para comprobar que el tiempo no cura nada, que la baba del tiempo nos reblandece hasta dejarnos huecos y olvidados, llenos sólo de experiencias inservibles cuando no queda otra salida más que el llanto. La mano del payaso se detiene en cada arruga, en cada signo de abandono y debilidad mostrado por el reflejo. Hace un esfuerzo para que no se le escape la última nostalgia por los ojos, y se siente tan patético que ríe un poco: al fin y al cabo sigue siendo un payaso. De nuevo mira aquel rostro que no le dice nada. Se levanta despacio pero decidido, y con graciosos pasos de zapatos gigantescos camina hasta llegar al centro de la pista. El payaso imagina que el reflector se enciende, y en el centro del haz de luz hay una solitaria silla que para él condensa el poco asombro que producen los camellos, o la pena que dan las famélicas yeguas montadas por acróbatas que apenas llenan sus minúsculos trajes escarlata. Piensa en su extraviada capacidad para hacer reír, en las miradas serias de los niños que no entienden por qué, en última instancia, llora el payaso.
Con el rostro adusto, libre de toda máscara, y cargando una inenarrable pesadez sobre los hombros, el payaso se trepa a la silla e imagina o intuye el redoblar de un tambor. Luego se hace el silencio. El inexistente público contiene la respiración, y todos sienten el vértigo del asombro en sus estómagos. Éste es el último acto y requiere de la mayor concentración posible. El payaso alza la vista al cielo y de pronto tanta amargura tiene sentido, porque hay en esa situación, en ese preciso momento de pies enormes y equilibrios, una especie de metafísica, de ritual de paso, de puertas que se abren, como si aquel estar de pie sobre la silla condujera a otro lugar menos desolado, a un estado de paz y tranquilidad que ahora parecían tan lejanas, como si tomar la soga que se cuelga del techo fuese un anclaje, un tirar las amarras, como si anudársela alrededor del cuello fuera la constatación de un (re)encuentro con lo perdido, como asistir a un funeral (el propio)que termina en grandes estallidos y carcajadas. Casi se escucha un nuevo redoble del tambor que acompaña a aquel enorme zapato cuando se sitúa en la parte alta de la silla. El redoble termina justo cuando la silla cae al suelo, y todo es como en cámara lenta. Se levanta un poco de polvo que le da cierta corporeidad al haz del reflector, casi como una nube, como un telón que anuncia la cercanía del fin. En el estrado resuenan todos los aplausos de los ausentes, se escuchan gritos y risas desde la oscuridad de la platea, mientras las piernas del payaso se agitan con violencia. Es tan cómico. Luego todo se vuelve como un péndulo gigante hasta que aquel cuerpo encuentra la quietud de la vertical total. Suena una música de volantín, y este es el final del último acto.

martes, junio 15, 2004

In extremas res

…ya sólo faltaba ocuparse de Lidia.

Eran poco antes de las doce de la noche cuando Emiliano se apeó del coche de alquiler. Abrió la barandilla del cancel que amurallaba simbólicamente aquella casa y anduvo tres pasos, deteniéndose frente a la enigmática y ennegrecida puerta de roble. A sus espaldas, el cielo se cerraba cada vez más oscuro e imponente, envolviéndolo en un místico e inmenso manto de lobreguez. No había luna ni estrellas, ya que ambas, tímidas –asustadas sería quizá el término correcto– se hallaban ocultas detrás de un descomunal y grisáceo conjunto de nubarrones, como si supieran de antemano lo que sucedería minutos después.

No obstante que él había atravesado a diario por aquel portal los últimos seis años de su vida, se sintió como si ésta fuera la primera vez que ponía los pies ahí. Todo le parecía extraño, lejano y ajeno. Incluso él se sentía otra persona; era como estar ausente de sí mismo se decía medio en serio, medio en broma. «Siento que no siento; es más, creo que he muerto» comenzó a tararear una canción que había compuesto un amigo suyo hacía ya algunos años.
De pronto, un lejano relámpago le recordó que la lluvia y el frío se cernían sobre él, inmisericordes, y lo devolvió a la realidad, ya que su cuerpo experimentó un movimiento fugaz, como un ligero estremecimiento que le recorrió varias veces la espina dorsal. El impulso involuntario hizo que su sombra –dibujada vagamente en el piso debido a la trémula luz que emitía el farol colgado en el dintel de la puerta– cambiara de forma varias veces en cuestión de segundos, asemejándose en ocasiones a la silueta de un ser toscamente encorvado; mientras que en otras hacía pensar en las alas rotas de un ángel sombrío y renegado que se arrastraba por el piso.

La oscuridad que reinaba en el entorno acentuaba las ojeras del –ya de por sí– anguloso y demacrado rostro de Emiliano. Esto le daba un aspecto aún más tétrico al conjunto: un cuerpo huesudo y desgarbado, con el agua de la lluvia calándole hasta el alma; una cara larga, sumamente pálida e irregular debido al mentón enorme y partido en dos que coronaba la parte inferior de su rostro; y para colmo, el cabello largo, hirsuto y desordenado no parecía obedecerlo nunca. Definitivamente su faz era el marco adecuado para aquellos ojos marrones, estáticos, hundidos en la profundidad de unas cuencas casi vacías.

Con un movimiento pausado de su brazo, sacó la llave del bolsillo derecho del pantalón, pero no la introdujo en la cerradura inmediatamente. Por alguna razón se detuvo a escasos milímetros del pequeño y enmohecido hueco, quedando inmóvil, como si de pronto hubiese entrado en una especie de trance o de animación suspendida. Una vocecilla se agitaba en su conciencia susurrando insistentemente: «¿De verdad eres capaz de hacerlo Emiliano?»

Sacudió un poco la cabeza intentando alejar las voces que escuchaba. Un rastro de agua resbaló lento por su rostro. La humedad que lo envolvía daba la impresión de que toda la ligera lluvia que había estado cayendo sobre la ciudad se condensaba en su cabello y en su ropa. Algunas de los cientos de gotas que temblando estilaban por la húmeda chaqueta negra parecían ser ínfimos animales capaces de oler el miedo, escurriendo en plena huida hacia el suelo e incluso más allá: hacia el infierno. ¿No sería acaso que en realidad era su conciencia la que tenía temor y se escondía farfullando entre dientes? ¿Eran acaso todas aquellas otras voces que habitaban en su cabeza, en ese mundo gris que le daba sentido a su maldita vida las que sentían que no eran capaces de terminar la obra?

Por fin Emiliano se había decidido a abrir la puerta lentamente, intentando no hacer ningún ruido. «Hola Lidia» gritó desde el quicio dirigiendo la voz hacia la estancia, en donde suponía que se encontraba su pareja, mientras se quitaba la chaqueta y sacudía las pesadas botas en el tapete que flanqueaba la entrada. Lidia era una joven delgada, alta, cuya blanca piel acentuaba sus suaves y estilizadas facciones. El pelo negro, largo, terso y ensortijado –el cual siempre trataba de mantener atado a una coleta que caía sobre su espalda– remataba su cabeza.

«Vaya, hasta que te apareces» reclamó Lidia desde la cocina dulcemente irónica, con su voz aflautada pero sin el menor dejo de enojo, mientras le arrojaba uno de los trapos con los que había estado secando la vajilla, después de haber limpiado los restos de una solitaria cena. «Vienes estilando» dijo entornando los enigmáticos ojos grisáceos. «Sécate la cabeza mientras te preparo un bocadillo». Abrió el refrigerador y sacó un trasto que contenía los vestigios de una tarta de atún y patata. «¿Cómo te fue?».

Emiliano, quien ya había llegado hasta la cocina, sin mediar palabra, se acercó hacia su mujer y la tomó por la cintura, atrayéndola hacia su cuerpo. Con la espalda pegada al vientre de él, ella sonrió al sentir como detrás suyo, a la altura de sus caderas, se inflamaba un bulto duro y palpitante. Emiliano lentamente subió su mano izquierda recorriendo el vientre de Lidia, hasta alcanzar los pequeños y firmes pechos; comenzó a presionarlos con dureza. Ella dejó escapar un quedo gemido mientras cerraba los ojos y se mordía los labios. Quiso voltear la cara para besar la boca de Emiliano, pero la poderosa mano de él se lo impidió, aprisionándole el cuello con una fuerza brutal.
«¿Qué haces amor?» Regurgitó ella sorprendida, intentando desesperadamente zafarse del poderoso puño que se apretaba en torno a su garganta «!Me lastimas¡».

«Nada» musitó entre dientes Emiliano mientras rozaba apenas la nuca y el oído izquierdo de ella con sus labios. Con la mano derecha, él había cogido el enorme cuchillo que reposaba en el pretil cerca de algunos trastos. El dulce y tibio olor de Lidia le inundaba los pulmones.

Emiliano observó cómo el brillo del afilado utensilio desaparecía al hundirse con un movimiento limpio y certero en la parte posterior del cuello de Lidia. Un chorro de sangre tibia saltó hacia su cara. Él sintió cómo Lidia se deshacía en sus brazos, como si lentamente se fuese desvaneciendo quedándose dormida. Ante la imagen él no pudo evitar esbozar una sonrisa que le pareció cursi, pero la cual, al dibujarse en su rostro, tenía más la apariencia de una mueca macabra: los destellos ambarinos que a contraluz emitía la hoja de metal le recordaron a un sol agonizante, justo en el preciso momento en el que muere detrás del horizonte.
«Nada… Simplemente te olvido».

Con esta última frase, cuyo colofón es un cursor intermitente e indeciso, he decidido rematar la historia de mi caída final. Desde hace cinco días, el monitor de la máquina es la única luz que ilumina la habitación en la que me encuentro. Doblo la computadora portátil y de súbito las sombras parecen devorar la de por sí escasa luz de la estancia. No importa, ya falta poco para que amanezca. Sin embargo, mis ojos se nublan y me cuestiono acerca de la decisión de haber roto todas las lámparas de la casa. Tal vez no haya sido una buena idea. En fin, lo hecho, hecho está.

Presiono un botón del reloj en mi muñeca derecha. Una florescencia azul señala las 04:53 a.m.: la hora perfecta para quitarse las máscaras y terminar con esto. Me dejo caer pesadamente en el suelo. El vello rojizo que cubre mis brazos y la parte posterior de mi cuello se alza como si tuviera vida propia; reacciona inquieto, como un animal de rapiña. Mis manos entrelazadas a la altura de mis tobillos intentan contener el temblor de mis piernas, pero es inútil. Trato de atribuírselo al frío, a la incesante lluvia de estos últimos días, a mi espalda recargada en un rincón helado de este maloliente cuartucho. De pronto me doy cuenta que no tengo miedo. Por el contrario, pareciera como si una serenidad un tanto familiar me invadiera. De hecho es tanta calma la que me hace temblar.

El silencio y la oscuridad que inundan la habitación son tan espesos que parecen ser totalmente sólidos. Poco a poco mi respiración se normaliza y me invade el sueño. Siento como la sangre se agolpa en mis sienes, mientras mi boca se llena de una saliva espesa y amarga. No me resta mas que esperar. Aunque sé que estoy en la casa de verano de mis padres, por alguna razón todo esto me hace pensar que me encuentro dentro de un ataúd que ha sido cerrado para siempre. Ah, cuánta paz. Quisiera pensar que afuera el mundo está tan tranquilo como ahora se encuentra mi mente, pero sé que sigue siendo un caos total. Ni modo, C'est la vie y qué se le va a hacer.

A lo lejos escucho el rumor del motor de un automóvil. La constante lluvia de los días anteriores ha convertido la brecha que conduce a la casa en un lodazal, así es que el auto se va a tardar en llegar hasta aquí. Creo que tengo tiempo suficiente para preparar un café. Claro, si es que logro llegar a la maldita cocina entre tantas tinieblas.

Un par de minutos después, mientras disfruto a pequeños sorbos el líquido amargo de la humeante taza, observo por la ventana cómo aparecen los primeros rayos del sol detrás de la muralla de cerros que protege este recinto. No cabe duda que mi padre se esmeró por encontrar un lugar como este. Se siente una gran paz. No puedo evitar sonreír. He oído decir que dios actúa de maneras extrañas, o algo así. Nah, déjenme las maneras extrañas a mí. Yo no considero que los aspectos que los humanos tendemos a reprimir sean anormales o patológicos. Al contrario, creo que son los puentes inevitables que nos conectan con dimensiones de la existencia en donde podemos establecer un contacto total con el mundo material e inmaterial. Insólitas puertas del inconsciente que se abren a realidades auténticas y que hasta entonces permanecían ocultas. Por fin, en esas puertas, en esas patologías y disfuncionalidades he encontrado la calma que tanto había buscado en todos estos años. Maldito afán de buscar en los lugares equivocados. De algún modo, he logrado salir de ese laberinto confuso. Las tinieblas desaparecieron y mi visión se ha aclarado. Es como si de pronto, por alguna razón incomprensible, hubiera encontrado mis anteojos perdidos hace mucho, mucho tiempo. Todo lo que he hecho hasta ahora, esta sangre seca en mis manos y mi ropa; y ese fétido olor que repta del sótano en donde guardo mis útiles de pintura y fotografía, me indican que ha llegado el momento de contarlo todo. De no hacerlo, créanme que nunca se sabría lo que ocurrió con ellas. Pero tampoco quiero facilitarles las cosas. La única tarea que tienen ustedes es distinguir entre lo real y lo ficticio. Nada fácil.

¿Porqué hago esto? Podría decir que un crimen perfecto no es de ningún modo perfecto si no hay un público que lo disfrute. Pero afirmar eso me parecería un despliegue vulgar de exhibicionismo. Prefiero pensar que, en cierto modo, el sufrimiento ajeno nos permite poner en perspectiva nuestras propias miserias. Las pistas están en el texto; el que tenga ojos que vea.

Por ello no pretendo que a través de estas líneas confíen en mí. Tampoco quiero que sientan lástima. No pido perdón ni me arrepiento de nada. No estoy tratando de exorcizar mis demonios. No pretendo guiarlos a través de este relato. Mi interés es engañarlos. Intento perderlos en la bruma de una trama inconexa y sucia. El método es lo que menos me importa. Tampoco tengo un leitmotiv que guíe mis letras. Soy falso, intolerable e intolerante. Ustedes no me importan. Me, Myself and I es mi lema, y nada más existe. Lo que trato de lograr con esto es encontrar algo que me permita justificar un deseo innoble de traicionar el recuerdo; descorrer lentamente la cortina del inconsciente para hacer público lo privado: catarsis propia y ajena que permite desanudar la garganta frente a un mar de cuerpos sin rostro.

Escucho pasos que bordean la entrada de la casa. Son ellos… ¡Sí, son ellos! Cuando hice esa llamada sabía que tardarían lo suficiente en encontrarme como para permitir relatar lo que he hecho. Ahora todo está consignado en los doscientos folios que almacena un archivo de la fría y eficiente memoria del ordenador portátil que yace en el escritorio del piso superior. Pero, diablos, no me di cuenta cuando arribó el automóvil a las puertas de la cabaña. Ni modo, me hubiese gustado recibir a las visitas como se lo merecen. En fin, welcome to my world –pienso– take it and read it. Ah, quisiera extender este instante por siglos. Si tan sólo pudiera tener los pies de Itzel recorriendo la geografía de mi espalda. Si tan sólo se escuchara en el background la trompeta de Luois Armstrong mientras sus labios se desgarran tocando St. James Infirmary, mi felicidad sería completa.

viernes, junio 11, 2004

Aviso de ocasión

Ella está desnuda sobre la cama. Enciendo la cámara de video con un cuidado inusitado y la enfoco para que capte bien la escena. El sedante debe estar a punto de perder su efecto. Saco el mazo del armario. Me acerco hasta la cama tratando de hacer el menor ruido posible. Enciendo la luz. Ella se despierta lentamente, sorprendida. Trata de despabilarse. Entrecierra los ojos, y protege su vista formando una pequeña visera con su mano. Parece que quiere preguntar algo. Un golpe en seco se lo impide. De su boca sale un apagado quejido. Yo sigo golpeando, tratando de hacer blanco en sus ojos. Su rostro se ha convertido en una máscara de sangre. De su cráneo, abierto como una sandía, sale un líquido lechoso y espeso que al mezclarse con la sangre adquiere un oscuro tono rosado. Sigo golpeando, pero ahora ataco sus senos. Un sonido hueco me avisa que una de sus clavículas se ha fracturado. Comienzo a tener una erección.
Con la respiración agitada y el cuerpo salpicado por una miríada de pequeñas gotas de sangre dejo el mazo en el suelo y me acerco a ella aún más. Toco su rostro ensangrentado y ella gime. Introduzco un dedo en una de sus cuencas y siento la inminencia de un orgasmo. La tibia y viscosa humedad de la sangre me excita. Le doy un par de bofetadas cariñosas pero ella no responde. Las sábanas están empapadas. Parece que su esfínter no resistió. Acerco mis labios a los suyos, que debido a la inflamación parecen una orquídea oscura, violácea. Comienzo a besarla. El sabor salino de la sangre me hace temblar de placer. Me tumbo encima de ella por completo y comienzo a retorcerme como un gusano. Me doy cuenta que ella todavía respira. Alcanzo el mazo y comienzo a golpearla de nuevo, sin fuerza, apenas tocándola. Me inclino para besarle los amoratados pechos y muerdo un pezón hasta que logro arrancarlo. El dolor la hace recuperar la conciencia por unos instantes, sólo hasta que recibe un nuevo mazazo en el rostro. La golpeo de nuevo en la frente y luego en la boca. Sus labios se rasgan y sangra de nuevo.

Ahora levanto sus piernas. Deslizo el mango del mazo por su pubis. La rugosa madera se atora unos instantes en un mechón de vello. De un tirón lo arranco para introducirlo con violencia en el hueco palpitante. Siento que algo va a estallar dentro de mí en cualquier momento. Sus piernas están sobre mis hombros. Muerdo los dedos de sus pies. Retiro el mazo de su interior e introduzco mi miembro, expulsando un chorro de semen casi al instante. Me dejo caer de nuevo encima de ella. Una pesadez terrible me invade. Comienzo a besarle el rostro de nuevo. Sin querer, quedan en mi boca algunas pequeñas astillas de hueso. Escupo. Esto me provoca mucha gracia y suelto una carcajada. Miro hacia la cámara. El foco rojo aún está encendido.
¿Quién soy? Mejor dicho: ¿qué soy? No lo sé bien. Aunque en realidad tampoco importa. Sé que soy alguien que no tiene una relación significativa o coherentemente moral con los otros, con ese Gran Otro del que habla Lacan (ese enorme perverso que sólo quería ver cuántas excentricidades le aguantaban los franchutes). De hecho, mis contactos reales con el mundo exterior son distantes y esporádicos. Me he vuelto un individuo aislado, alienado, anómico (y esto no es una barrabasada dieciochesca, querido Marx: yo soy yo, me myself and I). Soy un hombre solitario (pero no en el sentido de Hesse, sino en uno más profundo). Aún cuando convivo con tanta gente a diario no estoy relacionado con nadie ni con nada, sino con ese algo abstracto y distante que veo siempre en mis sueños, casi como una mancha ocre que me obliga a… Me caracteriza una aceptación tácita, casi narcótica de la alegría y la tragedia, de la estabilidad y el cambio, de la incertidumbre. No hay desafío intelectual ni estimulación de ningún tipo en ninguna parte. Estoy harto. El escapismo y la fantasía fácil son las puertas que se abren ante mí de manera constante, cotidiana. Me alimento de ansiedades, miedos, hostilidades. Dejo el privilegio de juzgar y arbitrar a otros.

Pero ojo. Esto no es gratuito. Te estoy hablando a ti a través de esta cámara. Quiero que sepas que la muerte se acerca cada vez más y te sonríe con dos hileras de filosos dientes, llenos de sangre y gusanos; el fétido olor que sale de su boca te saluda, recordándote lo frágil que eres. ¿Sabes qué es lo peor? Que no soy el único. Somos muchos y estamos cerca. Muy cerca. Somos tu vecina que llega del trabajo a las cinco y treinta de la tarde y te saluda amablemente. Somos el novio de tu hija, al que invitas a pasar a la sala de tu casa y le ofreces de cenar. Somos la persona junto a la que te sientas en el autobús y te regala una sonrisa. Somos la señora que enseña religión a tus hijos mientras tu atiendes los servicios dominicales. Somos el joven al que saludas por la mañana mientras trotas por el parque. Somos la persona que está del otro lado del teléfono, justo ahora, marcando tu número. Quiero aclararte que esto no es un club ni nada parecido. No somos gregarios; somos una enfermedad para la cual no existe cura. Somos asesinos. Somos asesinos que saben fingir muy bien.

Saco la pistola del buró. La pongo en mi boca. Está fría. Inhalo fuerte. Contengo la respiración. Bam. Ahora resbalo por las paredes, lento, dejando un rastro rojizo. ¿Lo ves?

jueves, junio 10, 2004

Sorpresas matutinas

Hoy me levanté como de costumbre, a las cinco sesenta y seis de la mañana. Todo parecía ser lo de siempre: escapar de las sábanas, vestir el frac azul turquesa y los zapatos rojos, despeinarme un rato, hurgarme la nariz frente a la pared y elegir una profesión, en fin, todo el atavismo y la ortodoxia juntos. Pero había algo raro que me hacía pensar que, al mismo tiempo, todo era distinto (ay, Parménides; ay, Heráclito: en qué divertidísimos vericuetos me encasquetan). Era una vaga sensación de extrañeza, casi como tener una piedra fría dentro del zapato izquierdo, o una mano apretando el estómago por dentro. Distraído como soy, sentía como si en el sueño hubiese dejado algo olvidado (cosa que me ocurre con frecuencia: el otro día desperté sin las llaves que abren las sábanas, así que tuve que quedarme acostado hasta la noche). Esta duda hizo que el corto trayecto de la cama al baño se convirtiera en un pasillo minuciosa y excesivamente largo, el cual recorrí cabizmundo y meditabajo, pisándome las barbas una que otra vez. Al llegar allá, encendí la luz y caí en la cuenta: al observar mi reflejo en el espejo, ya sólo tenía dos ojos. El otro había desaparecido.

lunes, junio 07, 2004

Lluvias

Apenas es mediodía. Estoy metido en una biblioteca, sentado frente a un ventanal enorme. De aquél lado del vidrio llueve. De este lado todo es libros viejos, silencio, ganas de café y tal vez un poco de frío. Aquí faltan tú y Gardel, y nuestra cama, y quizá aquella habitación atestada de pinturas y botellas de tinto, inciensos y libros apilados y ropa sucia esparcida por el piso, todo aquello que constituía nuestro primer refugio, impregnado ya con nuestro olor, al cual ahora añoramos de vez en cuando. Sólo resta eso para que el universo se alinee y todo sea como debe ser, para que aquello que somos tú y yo (oficinas y libros, tu estar allá y mi ser aquí) se disuelva en ese tibio y húmedo reconocimiento que trasciende nuestros cuerpos y nos funde en el encuentro de aquello que en nosotros es más que nosotros mismos y que sigue ahí a pesar de las tristezas y las ausencias que me agobian y la abuela y el hospital y la evocación de mamá a cada rato. Aquí, de este lado del cristal se respira melancolía y soledad y todo es casi como una dulce tristeza que lentamente entra por los poros, como un sopor que humedece el alma y se coagula en algo como la nostalgia de épocas ancestrales en que la lluvia era más que esto que ahora vemos, de algo incomprensible que nos arrinconaba en nuestras madrigueras, en torno a una pequeña hoguera en la que el fuego era parte de nosotros, en la que decir afuera no tenía sentido porque dentro —igualito que hoy aquí dentro— estaba nublado y llovía y todo era lo mismo. Afuera, por seguir con esa inútil distinción, hoy la lluvia cae casi de manera caótica, con ese orden particular con que las gotas qua pequeñas bestias kamikaze van formando sendos lagos sobre el césped, lavando el lomo de cantera de aquellas escaleras enromes como tortugas, estrellándose contra la palidez de los muros, haciendo salir a las lombrices de sus agujeros sólo para cumplir su papel en la cadena alimenticia (terminar devorado por pajaritos, suerte perra).
Una hoja cae de aquél árbol. Se mece lentamente. Otra se desprende. Al mismo tiempo, en un movimiento paralelo, las nostalgias que de pronto irrumpen por aquí, sobre todo cuando llueve, me transportan a una especie de sustrato inaprehensible, de memoria colectiva en la que de vez en cuando compartimos ausencias, un espacio en el que, desde distintos lugares, pero vinculados en una extraña manera, vemos la misma lluvia resbalar como lágrimas por el frío rostro del cristal, por la transparencia de este ventanal que es frontera, que delimita y me (nos) circunscribe a un orden en el que salir y voltear el rostro hacia el cielo, ver llover, realmente ver la lluvia de frente y eliminar minuciosamente la insulsa distancia entre el afuera y el adentro estaría mal visto: qué desfachatez de tipo, miren al loco, etcétera. Ahora viene la calma. Afuera la lluvia cesa poco a poco, desaparece y se cierra el telón de este mediodía gris. Afuera queda algo como una especie de renacer en la que todo es limpio y nuevo, casi refulgente pero triste, en donde salir equivale también a entrar —para decirlo junto con Luis Chaves— en una habitación en la que una niña que acaba de llorar está bañada y lista para asistir a un funeral. Casi patético. El blues de la poesía o la poesía hecha blues. Afuera solo quedan rastros de la lluvia. Adentro —adentro— sigue lloviendo.

martes, junio 01, 2004

Más acerca de las pelis... (iba a hablar del PAN y Calderón, pero lo dejo para un día con menos sueño)...

Hace poco planteaba por aquí que las películas jolibudenses son un buen termómetro del fantaseo gringo con respecto al terror. Aclaro que no soy un cinéfilo, ni sé nada de cine. Al contrario, más bien diría que soy medio naquito en ese aspecto(y en muchos otros). Así es que lo que diga estará marcado por ese sesgo. No voy a hablar aquí de los supuestos "teórico-academicistas" de los que parto. Creo que ésos están en el otro post [que por cierto se llama "Cuando el destino (manifiesto) nos alcance"]...


Pues bien, hoy vi la cinta titulada "El día después de mañana" (curiosamente, la otra película acerca de la que escribí también estuvo protagonizada por Quaid). De entrada, vale más que diga que la dichosa película es un churrototote marca diablo. Aunque tiene sus momentos divertidos: 1. Los gringos pasándose de ilegales a Tijuana y zonas aledañas a los 3000 km de frontera norte; 2. Los mexicanitos cerrando las fronteras porque los vecinos gueritos estaban llegando por carretadas, literalmente y; 3. Los mexicanitos abriendo las fronteras con la condición de que la deuda toda fuera perdonada (y lo fue). "Una migración inversa", decía la reportera que daba cuenta de los hechos desde lo que a mí me parecía, era la frontera con Tijuana. Juro que no me pude aguantar la risa (pido diculpas a los asistentes a la sala cuatro/función de ocho:quince de los Lumiere de acueducto).

Como ya decía, creo que este tipo de películas son adecuadas para sondear esa especie de sustrato que se enraiza en el fantaseo (gringo) con respecto al terror. Sobre todo si uno va al cine mirando como de ladito, y con una actitud un tanto perversona. Así, además del evidente objetivo de corte Malthusiano/Club de Roma/Kyoto/Greenpeace que parece ser el elemento más obvio del argumento, creo que hay detrás, o por encima, una línea más retorcida y que refleja el "santo horror de lo real", por decirlo con Hegel: en toda la estructura ontológica que constituye el poderío estadounidense hay un centro ausente que deriva en un vacío innombrable, indecible, en el absoluto negativo: el terror(ismo). En este caso, el agente que introduce el terror no tiene rostro (es La Naturaleza misma ¿qué mejor Gran Otro?), carece de una identidad en el más puro sentido del término, y por lo tanto, el terror que produce es más efectivo, más profundo. Lo que resulta de esa efectividad terrorífica es aquello a lo que más se le teme en las cúpulas gringas: al vacío de poder. Frente al Uno (E.U.)sólo está el innombrable Gran Otro, y éste no es Irak, ni Afg, ni Osama, ni Caro Quintero, sino la mismísma Madre Naturæ (que en este caso cumple un doble papel: el de la Madre y el del NombredelPadre), y ésta derrumba la arquitectura institucional del país más poderoso del mundo: primero vemos que el presidente muere y, luego el vicepresidente [sobre cuya conciencia recaen buena parte de las muertes,por haber hecho caso omiso de la ciencia], desde un campo de refugiados en Mexicali, asume el "poder"). Lo que queda es un enorme hueco, un centro ausente de la ontología política estadounidense. No quiero aburrir todavía más haciendo alusión a escenas específicas que me parecen significativas para sustentar lo que estoy diciendo ¿Para qué decir que la Estatua de la Libertad, que el mexicano que pule el piso y no se da cuenta de nada hasta que abre aquella puerta?. En fin, la película termina con el nuevo presidente gringo cuasi arrodillado frente al (sic) tercer mundo, agradeciendo su hospitalidad. Detrás de esto hay, creo, un peligroso planteamiento racista/imperialista que hace evidente la necesidad de interrogarse acerca de cómo reaccionarían los mandos neoconservadores estadounidenses en el contexto de una contingencia ambiental. ¿Qué mayor miedo puede derivarse de ese terror? A nosotros nos da risa imaginar siquiera a un gringo atravesando de wetback el Río Bravo... ¿Pero que sentirían los gabachitos al ver esa peli? ¿Verdaderamente E.U. pediría la ayuda del tercer mundo, apelando a su hospitalidad y generosidad? ¿O la actitud sería claramente jalisquilla y jorgenegretesca, es decir, que los E. U. nunca pierden, y cuando pierden, arrebatan? Para decirlo junto con Morpheus (con Zizek too): Bienvenidos al desierto de lo real...

Ræncoria